Hagan la prueba. Convoque a familiares y/o amigos/as. Saque la conversación sobre la enseñanza en su ciudad, en su provincia, en Andalucía… Probablemente la charla se irá animando con el paso del tiempo. Incluso, si hay discrepancias ideológicas entre los miembros del grupo, el ambiente se irá enrareciendo. Poco a poco, dependiendo de la animosidad, beligerancia o tolerancia de los contertulios, el ambiente se hará más o menos hostil. Surgirán los típicos argumentos de la mala educación de nuestros jóvenes porque no saben hacer esto o lo otro, mientras que con su edad yo sí sabía mucho más… Que los docentes no hacen bien su trabajo, a pesar de tantas vacaciones, etc. etc. En plena vorágine del “discurso del fracaso pedagógico” reaccionario actual, justo en ese instante, digan: “eso sí, todo iría mejor con un pacto por la educación”. A partir de ahí, surgirá el acuerdo y acabarán las discrepancias. Ya se podrá pasar a otro tema. Se lo garantizo: es divertido.
Mis estudiantes del grado de Pedagogía han hecho este curso una búsqueda de las propuestas educativas en los programas electorales y discursos de los principales partidos políticos. En todos aparece la voluntad de firmar un pacto en educación.
La idea de un pacto educativo se nos muestra en el debate político/educativo como la panacea para solucionar los problemas en la enseñanza que suscita grandes consensos. Y, sin embargo, creo que es una gran falacia.
Me explico. No pretendo defender que no sea bueno un pacto en educación. Quizá sea algo positivo. No lo se. Ahora bien, considero que hoy día es muy difícil, por no decir imposible, la firma de ese acuerdo.
Dejando a un lado los motivos puramente electoralistas que lo impiden, en nuestro país existe una clara división ideológico a la hora de definir qué es un centro público y qué es un centro privado. Esa es la base. Si no nos ponemos de acuerdo en este asunto tan elemental, ¿cómo nos podemos poner de acuerdo en el resto? Para la izquierda la educación pública es la proporcionada por los centros de titularidad estatal, mientras que la derecha incluye en su discurso como pública a la enseñanza concertada, porque se subvenciona también con nuestros impuestos.
A partir de ahí, surgen insalvables discrepancias. Por ejemplo, supongamos que las izquierdas y las derechas se pusieran de acuerdo en el porcentaje del PIB destinado a educación. Digamos un 7%. Como se dice ahora, justo desde el minuto uno, surgirían las discrepancias: la derecha sería partidaria de que la concertada se llevase una buena tajada de ese incremento para aumentar su oferta, mientras que la izquierda probablemente discreparía sobre el asunto, porque consideraría que ese aumento sería para disminuir significativamente la enseñanza privada subvencionada, tal y como se ha hecho de una forma muy valiente en Portugal.
Otro ejemplo. Pongamos que una cláusula del acuerdo es incrementar la oferta de plazas gratuitas en el primer ciclo de educación infantil. La derecha actuaría inmediatamente: se suman más plazas concertadas y así garantiza el derecho de las familias a una plaza “de balde” en esa etapa. Obviamente, la izquierda rompería el acuerdo porque no lo entiende así. Las plazas gratuitas serían solo la de los centros públicos.
Supongamos que el acuerdo contempla obtener una enseñanza de “calidad”. ¿Alguien puede estar en contra de ese punto? Pero si profundizamos solo un poco, ¿qué es la calidad en la educación para la izquierda y para la derecha? ¿Cómo conseguimos dicha calidad desde la izquierda o desde la derecha? La LOMCE es un claro ejemplo de la definición neoliberal y reaccionaria de la calidad: nuestro sistema educativo será mejor cuando unos pocos obtengan los resultados previstos, tras un aséptico proceso de selección y exclusión, a través del cual se expulsen a los aprovechados del sistema que no se esfuerzan. Así se llegará muy lejos. Por supuesto, desde una perspectiva progresista e integradora esa no es la definición de calidad en la enseñanza, sino más bien todo lo contrario. Un sistema educativo mejora cuando sabe integrar las diferencias, siendo flexible y garantizando respuestas diversas ante una realidad dispar.
En este país el pacto es prácticamente imposible. La Historia de la Educación nos muestra que aquí aún no se han superado los debates iniciados allá por el siglo XIX. Las fuerzas políticas, sociales y religiosas que tradicionalmente venían imponiendo sus formas de hacer y pensar en educación, aún no han dado el paso hacia el siglo XXI y tratan, con modos a veces “modernos”, seguir imponiendo sus argumentos trasnochados. Siguen encerrados en su bunker. Eso no sucede en otros países. En otros sitios, no se entiende que la religión -la que sea- se imparta en las escuelas porque eso es labor de las sinagogas, mezquitas o parroquias; ni tampoco se entiende que entes jurídicos privados -sean laicos o religiosos- se lucren con el ejercicio del derecho a la educación.
Mientras que la derecha siga en sus trece, al igual que hace 200 años, aquí poco se va a acordar. Y mientras tanto, la idea del pacto solo será un punto más del programa que “queda bien” pero, tal y como saben ellos -o no-, de muy difícil cumplimiento.