La ensalada ideológica de los jóvenes indignados es digna de admiración. Dinamitada lo que quiera que fuera la izquierda parlamentaria por la misma izquierda parlamentaria, el norte ideológico queda en manos de una mezcla de idealismo que flota en el vacío más absoluto y el pragmatismo que defiende el mismo sistema. Sin proyecto alternativo de mundo, sin sueños ajenos al capitalismo, por encima de todo lo que transmiten los jóvenes es una profunda sensación de pérdida, de niños enmarañados en las paradojas de nuestro propio modelo de vida. Narcisistas, miedosos, irresponsables, se debaten en la angustia de que las pocas verdades que han construido no sean más que otras mentiras horneadas para ellos a partir de determinadas relaciones de distinción, de gusto, de consumo.
Quienes tienen hoy entre veinticinco y treinta y cinco años, y tienen la suerte de haberse criado en entornos socioeconómicos estables de clase media lo mismo te dirán que están en contra de la privatización de la sanidad como también de las huelgas de basureros porque entonces la basura se acumula en su portal. Lo mismo te dirán que estuvieron en el 15M que ahora votan a Ciudadanos, que el capitalismo es una chorrada como que lo que son unas chorradas son las revoluciones o que la revolución es amor y que todo es amor pero que lo que no es amor es mierda. Tanto te dirán que no vale la pena desperdiciar la vida en política porque cada uno tiene que ir a lo suyo como que la comunicación y la empatía son principios inseparables del cambio social. Lo mismo te dirán que el problema es de la crisis financiera como que el problema es de patrones mentales, porque para eso cada persona es un mundo y entonces vaya usted a saber qué pasa en ese mundo y cómo se cambia ese mundo y si se cambia ese mundo, como es un solo mundo, en realidad, de qué sirve que ése cambie. Y, por qué no, también te dirán que por todo esto lo mejor es dedicarse a ser mejores personas que otras personas que no son personas, aunque quién sabe cómo se podrá uno hacer mejor persona si no es interactuando con otras personas.
Por detrás de estos bandazos, de este oscilar entre posiciones tan variopintas, lo que subyace es que no les gusta lo que hay pero cualquier otro escenario político y económico alternativo les parece aún peor. Es curioso verlos entrar en conflicto con la política pero más sorprendente es el espeso silencio que tejen sobre un mercado laboral que, por otra parte, lo único que les ofrece es precariedad, miseria, explotación y saturación de gente ultracualificada sin que esto les genere ningún conflicto ni salte a la palestra de sus hipotéticas demandas. Si no se visibiliza tal vez sea porque toda la dramatización del poder gira y se escenifica en torno a las polémicas entre partidos mientras el mercado laboral permanece invisibilizado, como si no existiera, hablar de él no es cool.
Te dirán que no son egoístas ni individualistas, aunque todo eso de solidaridad, cooperación, ayuda mutua, compañerismo, etc. les parece un lujo moral y les produce una completa desconfianza, vamos, que no se lo creen, que les da la risa, que el mundo no funciona así. El mundo es de los luchadores, de los fuertes, de los que demuestran lo que valen aunque le paguen por ello una miseria, porque lo importante es que el jefe te vea trabajar para que así valore tu trabajo, no es una cuestión de dinero, sino de demostrar que uno vale, que llegará con su esfuerzo a ser lo que quiera ser, es una cuestión de orgullo personal, de reto íntimo.
Te dirán, en un ejercicio más que extraño de alienación social, que hay mucha gente pedigüeña en la salida del súper, en las terrazas o en los vagones del metro, pero a sí mismos no se consideran tales y jamás se identificarían con estas personas. A ellos sus padres les pusieron un sueldo que reciben todas las semanas puntualmente y que exigen, en ocasiones, con más redaños de los que jamás exhibirán ante sus patrones, cuando los tengan. Si alguna vez reivindican derechos salariales será en esta anómala situación, cuando de verdad entren en el mercado laboral, se olvidarán de ellos.
Te dirán que, aunque hay mucha gente sin vivienda, que ha perdido la suya o ha sido desahuciada, jamás se identificarán con ellos porque, con veinticinco o treinta y cinco años, ellos parten de la idea de que vivir aún con los padres no es ninguna anormalidad provocada por la falta de expectativas laborales, los bajos salarios y los precios de la vivienda que hacen casi imposible adquirir una. Te dirán, sencillamente, que aún no se han independizado.
Te dirán que trabajan gratis esperando que de ese trabajo gratis salga algún otro que ya no lo sea, que para algo son doctores, tienen másteres, son bilingües e incluso alguno tiene dos carreras. Y también te dirán que, a pesar de todo esto, son conscientes de que no tienen futuro, que será difícil vivir como sus padres y que mejor por tanto emborracharse con la pandilla mientras el mundo se hunde. En estas circunstancias, el único salvavidas que el capitalismo les arroja es el de la autocompasión, y lo reciben encantados.
Mientras sus condiciones no se modifiquen, mientras los materiales de construcción de la propia personalidad y la asimilación de la realidad siga realizándose a través de intermediarios tan letales como los medios de comunicación en permanente venta de nuestro irrenunciable estilo de vida, mientras el mercado surta sus sueños, aunque sea con tibios sucedáneos, ningún cambio podrá contar con ellos; como sus padres, pero con justificaciones distintas e igualmente servidas por la ideología dominante, seguirán instalados en la dulce hora de los cobardes, ese gran momento paralizador en el que vivimos y en el que el capitalismo sabe que puede seguir tranquilamente con sus negocios porque actuar contra él, conjurarse en su destrucción, también sería una forma de aniquilar lo que somos, aquello en lo que el capitalismo nos convirtió a unos y otros, tal vez la única propiedad que realmente nos pertenece.