La pandemia de la COVID-19 es sin duda un elemento clave para el análisis de la relación entre turismo y urbanización. El confinamiento debería haber caído como una bomba dentro de este tipo de economías, al incidir principalmente en la restricción a los desplazamientos y el acceso a territorios. Sin embargo, en Andalucía, lo que más llama la atención no es la reflexión sino la falta de ella. Si bien las consecuencias económicas han podido ser enormes y los efectos sobre el empleo y la renta de las clases trabajadoras devastadores, la crisis sanitaria ha tenido un sorprendente escaso impacto sobre las estrategias de los agentes del sector, incluyendo especialmente a los gobiernos municipales y autonómicos. Los discursos públicos y privados (entrevistas realizadas en el marco de esta obra), muestran casi una fe ciega en el modelo desarrollado hasta ahora. La sucesión de crisis económica (2008-2012), crisis epidemiológica (2019-) y crisis bélica (2022-) debería haber conducido a algún tipo de reconsideración sobre un sistema económico fundamentado sobre una economía ficticia -en el sentido de que se dirige a la acumulación de capital ficticio-, desarrollada sobre un circuito inmobiliario-financiero, alimentado por la especulación con suelo y deuda, cuyo mayor anclaje a la economía real acaba siendo precisamente la entrada de divisas fruto del turismo internacional.
La última década y media ha mostrado a las claras cómo este tipo de economía es especialmente vulnerable a los acontecimientos catastróficos que regularmente se suceden en el plano internacional, que inciden invariablemente en los flujos de crédito y viajeros. Los efectos a nivel de desempleo, precarización y emigración en Andalucía son evidentes. La región cuenta con unos datos de desempleo desproporcionados y casi ridículos para los estándares europeos y las grandes ciudades turísticas andaluzas concentran los barrios más pobres de España. Sin embargo, no hay visos de un cuestionamiento de la situación en términos estructurales. La respuesta invariable de los gobiernos y los agentes económicos a las sucesivas crisis ha sido una apuesta por un regreso a las condiciones previas, preferiblemente ampliadas (más visitantes, más deuda, más especulación). Hay una adaptación a la violencia del ciclo económico, que parece ser perfectamente asumida por los grandes especuladores y el capital inmobiliario y hotelero, con capacidad de diversificarse, pero que es desastrosa para los estratos más vulnerables sobre los que se sustenta este tipo de economía. La propia existencia del modelo parece opacada y se evita problematizarlo. Esto nos lleva a pensar en un tipo de ideología turística, un discurso legitimador del modelo basado en el hiper-desarrollo del complejo inmobiliario-financiero-turístico, invisibilizador de sus conflictos, que elude constantemente ser contrastado con la experiencia y que respalda unas prácticas económicas predatorias con el territorio y la sociedad que lo habita. Una ideología que hace impensable el plantear siquiera la posibilidad de una vía alternativa a esta especialización. Parafraseando oportunistamente a Fredric Jameson, podemos imaginar el fin del mundo, pero no podemos imaginar un modelo de desarrollo que no esté fundamentado en el turismo y la especulación inmobiliaria.
La ideología turística no es algo de los últimos diez años. En el caso andaluz está ligado al desarrollismo franquista y al nacimiento de un modelo de turismo de masas, de sol y playa. La ideología dominante elude la experiencia cuando le conviene, pero evidentemente se cimenta mejor respaldada por los hechos. Estos hechos son los de la modernización de Andalucía a partir del boom turístico del franquismo, restringido en su mayor parte a la costa del sol, y el surgimiento de un sector inmobiliario y de la construcción basado en el endeudamiento familiar. Es este periodo el que ve nacer un firme consenso en torno a los beneficios del desarrollismo, a costa de la depredación de gran parte del litoral (que continúa en la actualidad) para segundas residencias, hoteles y campos de golf. Un segundo pilar del modelo se encuentra cimentado sobre la liberalización del crédito y de los arrendamientos urbanos, ya en los gobiernos del PSOE, que es la cantera sobre la que golpean las crisis de 1996 y 2008. En conjunto, este modelo proporciona un caro sistema de infraestructuras de comunicaciones en el territorio andaluz, impensables de otra manera, y mejoras incuestionables en las condiciones de vida de su población. Beneficios que esconden a su vez múltiples contradicciones, el mencionado desempleo estructural, una ultra-exposición a las crisis internacionales y la destrucción sistemática e insostenible del patrimonio ambiental y cultural.
Esta ideología conlleva hasta cierto punto sus propias réplicas, también de largo aliento, principalmente desde perspectivas ambientalistas. Las normativas urbanísticas y de ordenación del territorio que se desarrollan en el periodo de democracia liberal se alimentan de las posiciones críticas de cierto movimiento ecologista y consiguen algunos logros. No obstante, cabe preguntarse hasta qué punto la crítica ambientalista tal y como se ha desarrollado en las últimas décadas, no está totalmente integrada en esta ideología turística, ejerciendo precisamente un efecto legitimador. No hay un plan turístico en la actualidad que no nos hable de sostenibilidad, resiliencia y participación. Cuanto más se ignoran los problemas ambientales y sociales reales, más esfuerzo se invierte en la retórica. El mejor ejemplo de este uso torticero de las posiciones críticas nos las da quizás el asunto de los alquileres turísticos temporarios, central en el proceso de turistización contemporáneo. Aquí, lo que es una ultraliberalización de los alquileres, mediante su alienación de la Ley de Arrendamientos Urbanos, se intenta hacer pasar por una economía colaborativa que, por supuesto, apuesta por la sostenibilidad, la solidaridad y la diversidad.
El arraigo de estos esquemas interpretativos del desarrollo y el bienestar en Andalucía permiten que, el contexto de la pandemia no solo no conduzca a cuestionar el sistema, sino que sirva de palanca para profundizar en él. De esta forma, la crisis sirve como justificación para desregularizar y rebajar las pocas limitaciones legales que se han establecido durante décadas para evitar una mayor destrucción del patrimonio cultural y natural. En esta línea se encuentra la nueva Ley de Impulso para la Sostenibilidad del Territorio de la Junta de Andalucía, que ha recibido recientemente la luz verde del gobierno central.
La apropiación de la renta de suelo, apropiada por operadores turísticos, bancos y promotores inmobiliarios, es lo que se encuentra detrás de esta ideología turística, que justifica las políticas depredadoras del territorio (por muy de verde que se pinten). En la actualidad la distribución de la renta turística se dirime entre los agentes económicos de mercado, con la mediación de la administración local y autonómica. Sin embargo, hay dos grupos que son ignorados sistemáticamente en esta disputa, en gran parte por su situación actual de desorganización política en Andalucía. El primero es el de los estratos laborales que sostienen todo el sector, kellies, camareros, limpiadoras, albañiles, peones y un largo etcétera. A medida que esta renta se ha ido incrementando en el siglo XXI, el trabajo no ha hecho sino ganar en eventualidad y precariedad, siendo el principal perjudicado en los periodos de crisis. El segundo es el de los propios habitantes en tanto que tales, sobre los que recaen casi exclusivamente las cargas de la urbanización turística sin recibir beneficio y sin ser siquiera considerados en los planes públicos y en sus raquíticos canales de participación. Habitantes que sufren espacios públicos impracticables, viviendas inhabitables y a los que se enajenan sus propios barrios y enclaves sociales.
En 2022 está prevista la publicación del libro TURISMO, DESARROLLO URBANO Y CRISIS EN LAS GRANDES CIUDADES ANDALUZAS de Ibán Díaz y María Barrero en la editorial Comares.