Siempre he pensado que cuando se pide igualdad es para ir hacia mejor, no al contrario. Lo digo porque parece haberse instalado la idea de que igualar a las personas y las cosas es sinónimo de pérdida de calidad. Como en tantas otras cosas, los ricos han ganado el relato. No sólo han vencido, sino que además lo han exportado como el único válido. La igualdad es cutre y signo de autoritarismo. Se identifica igualdad con uniformidad.
Si la sanidad va mal es precisamente porque es universal. El corolario es, además, que lo que vale es lo privado y no lo público sinónimo de mal funcionamiento y corrupción. Otro gran triunfo de los poderosos: hacer creer que robar una sábana del hospital del SAS es lo mismo que llevárselo calentito por más de medio millón de euros vendiendo unas mascarillas sobre, qué digo, supervaloradas.
Ya se sabe, eso de que aquí todo el mundo roba. Lo que pasa es que llevarte una lata de foie de un super puede salirle al pobre (que lo más que puede robar es un paquete de garbanzos) más caro que comprar una lata de caviar iraní “Almas” en Caviar House & Prunier a algunos otros. La corrupción iguala y muchos se lo creen. Hasta el punto de que se ve bien el saqueo de lo público. Entendido éste como que algo que está ahí para cogerlo, venderlo o destrozarlo. Mangonear lo público hasta tiene una valoración “ética” superior a la de la honradez. Ya saben esa cosa de tontos. Como dijo aquel ministro del PSOE, de Economía y para más INRI (estamos en semana santa) de Hacienda, España era el país donde más fácil era hacerse rico. Es decir que el que no lo hacía era, más o menos, tonto.
El mismo que afeaba a los pensionistas que reclamaran más subidas y que hoy, o hasta hacía unos meses, dirigía Solchaga Recio & asociados, una consultoría “estratégica y de negocio” y asesoría fiscal como no podía ser menos. Además de ser presidente del consejo asesor del bufete Roca Junyent, del patronato de la Fundación Arquitectura y Sociedad y miembro de los consejos de administración de Cie Automotive, en el negocio de la automoción y en el IBEX, y Pharma Mar SA, farmacéutica, entre otros puestos.
Así que ya saben: la igualdad no puede ser porque es cosa de pobres. De comer trompitos y macarrones con tomate de bote. Una “verdad” tan incuestionable que la mayoría de la sociedad acepta que la enseñanza pública, la mejor hace décadas, sea ahora poco más que una asistencia social mantenida con el sudor y las depresiones de los docentes que no son respetados ni por niños, ni por sus padres y mucho menos por las autoridades. Que siempre son “los últimos en enterarse”. Ni siquiera los que se dicen progresistas que no ponen en cuestión siquiera que la enseñanza privada, la que controla la formación, la ideología (porque tenerla la tienen) y el mercado de trabajo, además sea pagada con fondos públicos en las etapas universales.
La igualdad es colectiva o no lo es. Devaluándola lo que hacemos es menguar la calidad de la vida en sociedad y dar vía libre al darwinismo social más extremo. Ese al que Kropotkin quiso oponer su idea del apoyo mutuo frente a la lucha por la existencia de Huxley. Lo que ven centenares de especies animales no parece verlo muchas de las mentes que se suponen, sólo se suponen, más privilegiadas de la sociedad. Que las sociedades avanzan por el apoyo entre sus miembros y no por maldad de algunos de ellos. Por increíble que parezca hoy es mayoritaria la idea que puede haber muchos Amancio Ortega, Florentino Pérez, Rafael del Pino, Juan Roig y así hasta los noventa y seis restantes integrantes de la lista Forbes para España.
Además, la igualdad debe ser para mejor, no para peor. No hay que rebajar nada porque sea para todos. Los recursos son limitados, pero también para todos. ¿Qué no hay dinero? Siempre se buscan salidas. Si no que se lo digan a los bancos para los que no ha faltado por dos veces, además.
Decían los revolucionarios franceses libertad, igualdad y fraternidad. La más olvidada hoy es la igualdad. Va siendo hora de que no sea así. Hay por dónde empezar.