La línea continua: entre derechos y racismo

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Línea continua: Gorèe y puerto de Dakar.

En el código de circulación la línea continua “prohíbe atravesarla, circular por su izquierda o tan siquiera pisarla”. La línea continua de una carretera es visible, una línea blanca sobre una superficie negra. Clara y directa la línea continua señala lo que se puede y sobre todo lo que no se debe hacer. Hay muchas líneas continuas en la sociedad en la que vivimos, algunas invisibles y simbólicas, pero claramente impositivas.

En Dakar hay una de estas líneas continuas. Frente a la costa de la ciudad se ubica la isla de Gorée, un lugar precioso, en la que detrás de sus casas coloniales y colores vivaces se esconde una historia de sufrimiento y desgracia: Gorée fue un puerto de comercio de seres humanos durante cuatro siglos. Como Gorée había muchas islas en el Atlántico, pero en Gorée los portugueses construyeron la primera “maison de esclaves” – casa de esclavos – en 1536, y mantuvo por siglos un poder económico central debido a su posición estratégica que la convirtió en una escala de “la ruta de las Indias”. La isla funcionaba como un almacén de esclavos, donde se torturaba mujeres, hombres y niñxs para que se preparasen a pasar de ser humanxs a mercancía, literalmente. Las paredes de la casa de esclavos están impregnadas de dolor y llanto, es algo que se puede inhalar paseando desde el patio hasta las habitaciones y el corredor que lleva a “la puerta sin retorno”, una puerta de cara al mar, desde la cual lxs esclavxs eran embarcados para no volver nunca más a su tierra.

Son millones las víctimas del “atlantic trade slave”, y profundas las herencias históricas que este comercio indigno ha dejado, y que son evidentemente tangibles. De hecho, por un lado ha quedado una línea continua histórica, que destaca por una indiferencia marcada por el buenismo negacionista de políticas que no quieren reconocer estos capítulos de una trágica historia, que ha cambiado para siempre las maneras de interrelacionarse entre culturas. Por el otro, existe una línea continua comercial colonial, que aparentemente ha cambiado sus formatos de comercio, pero sigue cosificando territorios, culturas y personas, dictando normas y decidiendo el destino del mundo.

Cuando se deja la isla de Gorèe volviendo a Dakar, se pasa por el puerto industrial de la ciudad, un cementerio de acero oxidado maloliente que contamina visiblemente el océano con enormes naves de multinacionales occidentales. Mirando hacia la isla de Gorèe, el ojo juega un extraño espejismo, porque se deja de distinguir la figura de la isla de la figura del puerto. El resultado es una línea continua entre un pasado de comercio de esclavos y un presente imperialista que subyuga la economía local, materializando un colonialismo que nunca ha cesado de ser realidad. La pregunta es: ¿cómo rompemos la línea continua?

Desde las epistemologías del Sur se propone sanar las profundas heridas infligidas por la alianza colonial-capitalista, y también patriarcal según como se sugiere desde las epistemologías feministas, que ha causado el “epistemicidio” de conocimientos, creatividades, espiritualidades, formas de organización social, es decir de culturas diferentes de la occidental. Una cultura occidental que ha impuesto una homogeneización del mundo y construido una verdad única y universal. En las palabras de Eduardo Galeano: “la cultura dominante admite a los indígenas y a los negros como objeto de estudio, pero no los reconoce como sujetos de la historia; tienen folclore, no cultura; practican supersticiones, no religiones; hablan dialectos, no idiomas; hacen artesanías, no arte”. Si miramos no lejos de nuestra nariz, lo mismo ocurrió a las culturas del mediterráneo, los Sures de Europa que actualmente desaparecen para dejar paso a una modernidad occidental que no es ni anticuada ni retrograda, sirviendo a un norte más avanzado con sus recursos y juventudes migrantes. Así, ocho siglos de historias de una Andalucía tierra de etnias y culturas que conviven, se transforman en una Historia castiza que ha borrado sus raíces gitanas, musulmanas, judías y negras, para realizar una limpieza cultural en toda regla.

Lo que resulta más escandaloso, es que la cultura racionalista que se erige como imparcial y por tanto mejor, se basa sobre la sistematización legalizada del horror. Pensemos por ejemplo en la patente, que es un conjunto de derechos que protegen diferentes tipos de propiedad (intelectual, industrial, etc). Su origen es la littera patente (carta patente), un documento oficial  con  el  cual  el  rey  concedía  privilegios,  títulos,  cargos  y  tierras, durante el periodo de la conquista de Abya Yala (el nombre originario del actual continente americano). Aparece por primera vez en Europa en el siglo VI, con el inicio de la época colonial para conferir territorios conquistados en el nombre de las coronas europeas, y legitimar la depredación de Abya Yala. De la misma forma, el atlantic trade slave fue regulado por licencias y registros y acuerdos entre estados europeos, rigurosamente legalizados. En España, el esclavismo fue el más importante monopolio en el cual se basaba una sólida economía: la Corona cobraba el llamado “derecho de asiento” por la introducción del “producto” (humano) en sus colonias, comercializado por genoveses, portugueses, holandeses, franceses, británicos, etc.

Si la historia la cuentan los ganadores, los derechos también están establecidos como criterios pilar de una cultura dominante que lo ha ganado todo. En efecto, los derechos humanos se han planteado históricamente desde una perspectiva racional típica de una modernidad que se elevó como universal, y que en realidad ha sido excluyente desde su origen. El sujeto “ser humano universal”, sujeto de derechos desde la visión de Kant, es un ser humano racional. Sólo este ser humano racional es capaz de la moral, que a su vez es racional. Esta valoración clasifica lo que es humano y por tanto digno de derechos: un hombre blanco, cristiano, propietario y heterosexual que por supuesto está gobernado por las leyes. Los demás pueblos y las mujeres no tienen pureza porque no tienen moral y están gobernados por la irracionalidad. Son “no personas” y no tienen derechos hasta que no se conviertan en personas. Tales conversiones a la racionalidad han sido todo menos que dignas, basadas en genocidios, injusticia y sufrimiento.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos del 1948, se presenta como una fuerza moral que ha inspirado muchos tratados y pactos internacionales: “todos los seres humanos nacen libres e iguales”. Pero, ¿de qué seres humanos, estamos hablando? El ser humano citado es un ser humano universal y racional, un ser humano que con su pasaporte y sus idiomas imperialistas que todo el mundo tendrá que aprender, puede ir a cualquier sitio. El “otro”, el incómodo que no debe atravesar la línea continua, no puede superar las vallas (racionales) de los países que deciden quién vive y quién muere, los monumentos hacia los cuales llorar, los patrimonios históricos que cuentan y los silencios que no hay que romper para no romper también el falso encanto que revelaría una verdad teñida de sangre.

Los derechos universales son unos derechos parciales, no están salvando las vidas de aquellxs que las pierden intentando cruzar el Mediterráneo, no están contando la memoria de las atrocidades que nos explicarían un racismo institucional de las políticas migratorias. Para que los derechos sean realmente humanos hay que romper la línea continua: rescatar las memorias de lxs ausentes y regresar a la relacionalidad que estaba en la base de muchas cosmovisiones antes de la conquista de Abya Yala.

A partir de ese fatídico 1492 triunfó la racionalidad sobre la relacionalidad interhumana de las cosmovisiones previas a la conquista, aplastando la capacidad de integración entre seres humanos y no humanos. Los movimientos de los Sures globales en los últimos años han denunciado epistemicidios de filosofías ancestrales como el Sumak Kawsay (más conocido como el Buen Vivir) o el Ubuntu. No hace falta ir tan lejos para atestiguar la violencia de una cultura depredadora que hasta en casa propia ha intentado no dejar rastros. Aun así, quedan trazas de una humanidad mediterránea que sí era capaz de convivir, sentir y ser, más allá de la racionalidad cartesiana. En Andalucía, estas improntas las podemos encontrar todavía en palabras que cuentan un pasado narrado por un idioma que no era castizo, en danzas y movimientos que son de una memoria gitana y negra, en los tambores de la semana santa, tan viscerales que la iglesia católica cada año llama al orden y a la sobriedad.

La memoria es fundamental en un proceso de fractura con la línea continua, no es suficiente entristecerse frente a los datos del telediario. Para romper la línea continua entre los derechos y el racismo, hay que despertar. Hay que dejar de pensar que “no es asunto nuestro”, hay que indignarse por lxs muertxs en el Mediterráneo, y de que haya vidas que cuenten menos que otras, porque es indecente. Hay que dejar de soportar que todo esto suceda con nuestra complicidad.