El movimiento memorialista ha vuelto a concentrarse en la Basílica de la Macarena, situada frente al Parlamento Andaluz, para reclamar que sea retirada la tumba de Queipo de Llano. Los colectivos defensores de la memoria democrática han recordado, por enésima vez, que este general fue responsable de la represión en Andalucía y, especialmente de La Desbandá, el mayor genocidio contra población civil indefensa.
Sin embargo, la Hermandad sevillana no sólo se resiste a cumplir la Ley de Memoria Histórica, sino que mantiene como hermano mayor honorario a este criminal de guerra. También mantiene en su fachada una placa conmemorativa, que recuerda la visita que el dictador Franco hizo a la basílica, el 31 de mayo de 1964, con motivo de la coronación de la Virgen de la Macarena.
Esta basílica se ha convertido así en símbolo de la complicidad entre la jerarquía católica y los golpistas del 36. La actitud recalcitrante de esta Hermandad nos recuerda que los obispos dieron su bendición a los militares rebeldes, bautizando la sublevación con el nombre de Cruzada. El papel de la Iglesia en la guerra civil y la dictadura es uno de los capítulos más sórdidos de nuestra historia reciente.
Eliminar la mala semilla
Durante 40 años, la jerarquía católica sólo se preocupó de las víctimas de su bando, entre las que hubo 7.000 religiosos, que proclamó “mártires de la Cruzada” y elevó a los altares. Mientras beatificaba y rendía honores a “sus víctimas”, dejaba a los rojos y ateos olvidados en fosas comunes. Han tenido que pasar 86 años para que los colectivos de Memoria Histórica hablen en nombre de los desaparecidos del franquismo, entre los que hay más de 45.000 andaluces.
Recordemos también que la Iglesia rechazó cualquier mediación o salida a la guerra que no fuera la rendición incondicional de la legalidad democrática, representada por el gobierno de la República, según nos dice el historiador Julián Casanova, en su libro Víctimas de la Guerra Civil (Temas de hoy). Es cierto que hubo violencia anticlerical, señala Casanova, pero no es menos cierto que la jerarquía católica, desde el primer día, apoyó y convirtió en Cruzada el golpe militar de Franco, proporcionándole la legitimidad que necesitaba para eliminar lo que el régimen llamaba mala semilla: “La violencia no se hace en servicio de la anarquía, -justificaba Rigoberto Domenech, arzobispo de Zaragoza – sino lícitamente en beneficio del Orden, la Patria y la Religión”.
Algunos sacerdotes bendecían los fusilamientos
Según el historiador Javier Rodrigo, el régimen franquista fusiló a 150.000 republicanos, en nombre de Dios y de la Patria, pero la Iglesia guardó entonces silencio. La mayoría del clero veía cómo se llevaban a la gente y escuchaba los disparos de los fusilamientos, pero no hacía nada para impedirlo. Sabemos, incluso, que algunos sacerdotes asistían y bendecían las ejecuciones. El propio Blas Infante se acercó malherido a un convento y podría haber salvado la vida si hubiera recibido ayuda, pero las monjas no quisieron abrir la puerta.
Los familiares de desaparecidos se acercaban desesperados a las parroquias en busca de ayuda y clemencia y, salvo raras excepciones, sólo recibían el silencio por respuesta. El testimonio de Gumersindo de Estella, capellán provincial de Zaragoza, ilustra la disconformidad de algunos sacerdotes con lo que estaba pasando: “Mi actitud contrastaba vivamente con la de otros religiosos, inclusos superiores míos, que se entregaban a un regocijo extraordinario y no sólo aprobaban cuanto ocurría, sino aplaudían y daban vivas con frecuencia”.
La Iglesia nos recuerda quienes fueron los vencedores
Una vez terminada la guerra civil, la Iglesia pudo favorecer la reconciliación, pero no lo hizo. También pudo retirar los símbolos franquistas de sus templos y catedrales, pero ahí siguen, para recordarnos quienes fueron los vencedores. Manuel Azaña, presidente de la República, escribió en cierta ocasión: “El papel de la Iglesia, aunque se creyese atacada con injusticia, era muy otro, y nunca debió alentar a unos españoles contra otros”. Tan sólo hubo iniciativas aisladas de reconciliación, como la del cardenal Isidro Gomá.
Este cardenal, que había presentado la guerra civil como un choque de civilizaciones, entre el espíritu cristiano y el materialismo marxista, rectificó en 1939, año de la victoria, y dijo: “Tenemos el deber de perdonar y amar a los que han sido nuestros enemigos. La grandeza de la patria, por todos querida, no se logrará sino en la medida en que se logre el espíritu de concordia y el sentido de unidad: los rencores entre ciudadanos son el mayor corrosivo del patriotismo”. Pero aquella pastoral quedó en un gesto testimonial que no encontró respaldo en la jerarquía católica: “Las tímidas voces que se alzaron para proponer una consideración del enemigo como hermano fueron silenciadas sin contemplaciones”, afirma el historiador Santos Juliá.
A cambio de colaborar con la dictadura, la Iglesia obtuvo, durante casi cuarenta años, el monopolio de la religión. Según el historiador Frances Lannon: “La victoria de Franco dio a la Iglesia Católica los privilegios más importantes que jamás haya tenido en la edad contemporánea: financiación estatal, control de la totalidad del sistema educativo y materialización legislativa de sus valores morales”. Y a pesar de que ya estamos en democracia, con una Constitución aconfesional, la jerarquía católica mantiene todavía el privilegio de adoctrinar en los centros escolares y ha logrado apropiarse de un descomunal patrimonio inmobiliario. Ahora entiendo mejor por qué la Hermandad de la Macarena se resiste, con tanta devoción, a retirar la tumba de su gran benefactor, el criminal de guerra Queipo de Llano.