Quien crea que en los monumentos y las placas de las calles se encuentra el pasado de la ciudad se equivoca. Allí está el presente de los que tienen el poder y la fuerza, legitimándose a través de ellos, convenciendo a los que han de obedecer que ellos son los que no tienen historia, que no hay más historia que la de los que los dominan, pero que como manifestada así sería, tal vez, intolerable, monumentos y placas de las calles deben ser el reflejo de la sociedad cohesionada, predecible y armónica de la que hablan todos los relatos del poder; por eso, monumentos y placas huyen siempre de la conflictividad y el antagonismo, producen así tanta memoria del poder como desmemoria de los desposeídos, pues indican solo lo que debe ser recordado para no tensionar el discurso de la dominación, para no hacer aún más dolorosa la derrota de los de abajo o el desconcierto del proletariado.
No busques, en las placas y monumentos de la ciudad, la memoria o la historia de los escenarios donde creció la semilla de la desobediencia o dieron sus batallas quienes estuvieron por la emancipación humana, por la construcción de otra realidad, otros sueños ajenos a los del poder, porque nada de esto encontrarás, no hay lugar para los rebeldes, los que amenazaron en algún momento el orden institucional demostrando que era posible vivir de otro modo, más justo y más libre. En los mejores casos, un personaje sobresaliente de ella puede ser reivindicado, pero lo será en tanto pueda ser traducido al lenguaje del poder, es decir, mientras pueda ser apropiado por él de alguna forma, para volver a legitimar su propio discurso, lo que habitualmente ocurre reivindicándolo en tanto natural o vecino de la ciudad, es decir, constreñido en los metarrelatos de los Grandes Hombres.
Y aún así, el caso es que cuando recorremos la memoria robada de esas calles, esas plazas, nos acercamos a esos rincones del silencio, algunos aún son capaces de escuchar el eco obstinado de lo que se niega a morir, el latido sordo de la desobediencia.