Cuando George Wells en 1898 escribió su obra La Guerra de los Mundos, e incluso, cuando en 1938 la adaptaba Orson Welles para un serial radiofónico, nada hacía pensar que la humanidad iba a vivir una situación como la que hoy padecemos. En aquella ocasión las bacterias terrestres daban fin a la invasión alienígena; ahora, un virus, pone en jaque a la humanidad.
La progresión de la pandemia ha puesto de manifiesto la necesidad de repensar nuestra realidad y lo que nos rodea. Este retiro, en vez de confinamiento, debe entenderse como una oportunidad para encontrarnos como personas y humanidad. Lo necesitamos por encima de multinacionales, lucro, sistemas liberales o la toma de conciencia de las desigualdades sociales desde este primer mundo pedante y falto de humildad. Estamos ante una interesante ocasión para conectar con la naturaleza y el prójimo; para sentirnos uno todos por encima de fronteras e ideologías y valorar en mayor medida qué debe ser una sociedad más justa, humana, sana y solidaria superando intereses particulares, mercantiles y elitistas. Esta crisis nos monta a todos en una misma patera a la búsqueda de una arcadia más feliz. Por imprescindible, nos merecemos un debate que estaba pendiente y porque el planeta también nos lo demanda. Lo vivido es un avance de lo que puede acarrear el cambio climático en breve. Llámeme iluso; pero no hay otra.
Estamos ante una oportunidad para distinguir lo necesario de lo superfluo. Por eso, me preocupa la militarización a la que se nos empuja para superar esta crisis, que aflora en el uso cada vez más descarado e intencionado de un vocabulario belicista asumido sin pudor por periodistas y tertulianos y, por el que se nos quiere tropa para un “estado de guerra”. A ello hay que sumar las invocaciones al valor por encima del miedo, a la “moral de combate”, a la obediencia por delante de la sensatez, la ineludible comparecencia ante los medios de uniformados entre autoridades sanitarias y políticas… en definitiva, un barniz que hace brillar la necesidad de un ejército (y su armamento), el enjuague de corruptelas eméritas, así como el traslado de valores castrense hacia la vida civil cotidiana. Es más, parece que el esfuerzo del estamento armado valiese más que el de los trabadores de la sanidad. En definitiva, la apelación por tierra, mar y aire, a un discurso castrense por el que asumiendo un supuesto militarismo patriótico, todos seríamos soldados con el Borbón al frente. Ahora incluso, dice una ministra, estamos ante una “guerra” a la hora de comprar recursos sanitarios. Pero, ni esto es un conflicto bélico, ni estamos en sus milis, ni nos entrenamos para nada, ni vamos de desfile; somos ciudadanos y muy posiblemente ni estemos de acuerdo en quienes son los “enemigos”. Es más, para los virus confío que habrá vacunas, lo dudo para un militarismo con patologías previas que nos convierte en grupo de riesgo.
Vaya por delante mi aplauso sincero a la UME y a todas aquellas unidades sanitarias, civiles o no, que dan la cara donde más se necesita. No obstante, es oportuno recordar ahora cómo muchos patrioteros rechazaron con golpes de pecho e invocaciones al deshonor la creación de dicha Unidad Militar de Emergencias. La percibieron como un desatino del entonces presidente Zapatero, en tanto sus destinos para quitar fango o apagar fuegos serían impropios de una insigne institución tan arraigada en la historia de España (demasiado diría yo). Dicho esto, a nadie escapa cómo su sola presencia ofrece un tinte dulcificador a tanto gasto y recurso castrense, contradictoriamente, cuando ante la saturación sanitaria existente no se usan, por ejemplo, cuarteles u hospitales militares. Todo lo contrario: se vitorea a un ejército por montar un hospital de campaña en un recinto ferial como si fuesen los únicos que están en primera línea. Por cierto, ¿dónde está la sanidad militar?
Un ejército, bunker del nacionalismo español más casposo y nacional católico demasiado anclado aun en imaginarios de dictaduras y veleidades coloniales; que no vence guerras desde el 18 de julio (en todo caso Ifni), y que se crece vinculado a una OTAN que aprovecha la crisis para reclamar que no repercuta en sus gastos mientras -esperpénticamente- le solicitamos material sanitario. Este virus pone en jaque a todo ejército y sus presupuestos por muchas medallas y méritos que luzcan en ruedas de prensa (¿alguien imagina al Comité científico exponiendo su curriculum así?). El caso es que, precisamente, esta supuesta necesidad que se esfuerzan en hacernos ver como imprescindible y cercana, es justo la causante buena parte de las adversidades y las limitaciones que padecemos. Recortes y privatizaciones llegaron al Estado del Bienestar, nunca a los estamentos militares. Tanto ejército como iglesia gozan de anticuerpos ante cualquier crisis.
Es triste que no quepa otro discurso más que la jerga y el quehacer militarista. Pareciera que el espíritu humanitario y la responsabilidad cívica no existen. Visión, por otra parte muy propia del estamento castrense donde la obediencia de vida, ciega en muchos ejemplos, llega a justificar hasta asaltos a Congresos. Ni nos tratéis pues como reclutas en periodo de adiestramiento, ni la sociedad civil responde a valores marciales. Dejarnos llevar por ese imaginario nos impide ver el bosque y este virus microscópico y letal, entre otras cuestiones, nos cuestiona el sentido y la reiterada acumulación de armamento, así como el negocio y la finalidad que esconde.
Confío que esta crisis global sirva para preguntarnos qué mundo queremos a partir de ahora una vez pase este crudo levante. Convencido estoy de que una buena reflexión de cara al futuro será el mejor desinfectante. Hay que plantearse la disminución y reconversión de los recursos cuarteleros. La UME es un buen ejemplo de una tendencia imprescindible, dado que ahora toca profundizar en una alternativa económica para la que necesitaremos recursos. Los procesos históricos avanzan con rapidez y así lo demanda la existencia de la ciudadanía y su sociedad civil. Esta epidemia puede y debe marcarnos un hito civilizatorio. Antes de dejarnos llevar por la acumulación de bienes o las perversas leyes del mercado, entendamos por responsabilidad y miedo a la vez, que la mejor forma de vivir en paz en el sentido de una “práctica cotidiana de la justicia” (Gandhi) es no imbuirnos de una “moral de combate” que pueda criminalizar a contagiados y víctimas. Más bien, es oportuno fabricar anticuerpos ante toda esa interpretación discursiva e ideológica que nos acomoda, nos vuelve tan insolidarios como acríticos y emerge lo peor de cada uno. Me quedo con lo mejor de todos nosotros. Con la “paz y la esperanza” que apunta nuestro himno. Más allá de la salud, necesitamos del raciocinio que invita al progreso. Esta catástrofe sanitaria y la crisis económica posterior serán un problema global. Son una oportunidad única para repensar ante virus y crisis. Para invertir en lo que en verdad nos hace falta porque lo necesitamos. Apelemos pues a lo mejor del ser humano; porque, nuestras armas no violentas como pueblo, siempre han sido, son y serán otras. Con ellas, tengo muy claro a que y a quienes tengo que “dar guerra”.