¿Qué es la sensibilidad? Podemos dar por seguro que hay, ha habido y, probablemente, habrá muchas definiciones, comprensiones o interpretaciones sobre ella. Aquí nos interesa ahora una, la que da el pensador italiano Franco “Bifo” Berardi: “la sensibilidad puede ser definida como la facultad que le permite al organismo procesar signos y estímulos semióticos que no pueden ser verbalizados o codificados verbalmente. En general, de alguien incapaz de comprender los estados de ánimo, las emociones, las alusiones y lo no-dicho (una gran parte de lo que constituye la comunidad y la vida cotidiana social y afectiva) se dice que le falta sensibilidad…A través de las relaciones empáticas somos capaces de entender signos que son irreductibles a la información y que constituyen, sin embargo, las bases de la comprensión interhumana. La sensibilidad es la facultad que decodifica la intensidad…es la habilidad para comprender lo tácito”. Este cartógrafo de los devenires de los cuerpos y las mentes lleva ya años advirtiéndonos de que, en nuestros tiempos de capitalismo absoluto, estamos expuestos a una mutación antropológica —una expresión ya usada por Pasolini en los años 70 del siglo pasado— que se concreta en una desensibilización del cuerpo social, previo cableado de nuestro sistema nervioso, que sigue el ritmo insomne de los algoritmos mientras pierde la capacidad de sentir lo que hay más allá de los códigos estrictamente funcionales al mercado global.
Berardi nos habla, además, de que la proliferación constante de estas codificaciones capitalistas nos está asfixiando. Porque estos códigos configuran un lenguaje eminentemente prescriptivo: adapta o recombina nuestros deseos, aspiraciones o ilusiones en una ansiedad tendencialmente infinita de consumo y posesión de objetos, experiencias o placeres cuantificables. En el campo de la política institucional, el código ya se ha convertido en una receta inexorable y los Estados desempeñan simplemente un rol empresarial en los mercados de la deuda, donde deben venderse como viables y fiables. Al tiempo, la ciudadanía de las democracias es arrojada a la impotencia o, a lo sumo, entretenida con una competición partidista donde lo que prima es la estetización de la política, algo que ya Walter Benjamin caracterizó, refiriéndose al fascismo histórico, como aquel proceso en el que la “alienación autoinducida” de la sociedad “alcanza así aquel grado en que vive su propia destrucción cual goce estético de primera clase”. En esta mutación de la sensibilidad de la que nos alerta Berardi, nos jugamos nada menos que la respiración continua de la humanidad, que él ve sofocada por el capitalismo financiero: tanto los pueblos como los gobiernos del mundo se muestran incapaces de combatir un sistema que está en todas partes y en ninguna parte a la vez.
Desde una perspectiva encarnada en los sures del mundo, territorios cuya independencia es más formal que material, la antropóloga argentina Rita Segato apunta, por su parte, a la disfuncionalidad que entrañan la compasión, la empatía, los vínculos o el arraigo local y comunitario para el proyecto histórico del capital. La violencia contra las mujeres y los sujetos feminizados o colonizados —entendiendo, además, que la primera colonia humana fue el cuerpo de la mujer—, deben ser comprendidas como el producto más visible de lo que ella denomina pedagogía de la crueldad. Así, “en esta fase extrema y apocalíptica” de lo que llamamos eufemísticamente economía de libre mercado “en la cual rapiñar, desplazar, desarraigar, esclavizar y explotar al máximo son el camino de la acumulación, esto es, la meta que orienta el proyecto histórico del capital, es crucialmente instrumental reducir la empatía humana y entrenar a las personas para que consigan ejecutar, tolerar y convivir con actos de crueldad cotidianos.” La exposición permanente a formas más o menos extremas de crueldad, que van desde el régimen dictatorial que prevalece en las relaciones labores hasta el goteo constante de feminicidios y la acumulación de desamparo y muerte en las fronteras de los países más ricos, contribuyen a empujar hacia adelante esta desensibilización ante la vida de los otros, humanos y no humanos.
Ahora bien, ¿cómo intentar detener esta mutación de la sensibilidad? ¿Tenemos alguna posibilidad de escapar a la omnipresente pedagogía de la crueldad? ¿Estamos condenados a adaptarnos mediante la obediencia alegre a la axiomática capitalista y a seguir arrastrando estas vidas de derechas donde nuestro consumo de “experiencias” conlleva la explotación de otros? Aquí cabe plantearse, siguiendo al politólogo Diego Sztulwark, el rechazo a los “modos de vida” que, en su aparente diversidad, están todos codificados para adaptarse automáticamente a la conducta depredadora del mercado y afirmar, desde adentro y a la contra, una “forma de vida” que crezca a partir del potencial subversivo de los síntomas, los malestares y las anomalías de quienes se atreven a decir “no puedo más” y buscan compañía entre los demás anormales, entre quienes se resisten a convertirse en unidades y politizan su vulnerabilidad. Desde las heridas de nuestra sensibilidad es aún posible decodificar las intensidades de los cuerpos, escuchar lo que no se dice, ver lo que no se muestra. Puede parecer paradójico, pero si hay algo hoy día que nos puede llenar de alegría compartida y afirmar rotundamente nuestro querer vivir es decir que NO.