La normalidad de siempre

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La destrucción de Sodoma y Gomorra, John Martin, 1832.

No es que estemos dejando pasar una oportunidad. Mucho me temo es que ya haya pasado. Pocos se acuerdan ya de los arrepentimientos masivos, por si podíamos ser considerados uno de los justos de Sodoma y Gomorra, de la época dura de la epidemia. Cuando la sociedad andaluza defendía con uñas y dientes la sanidad pública. Aunque se siguieran pagando sueldos de miseria a quienes se les aplaudía por la tarde y consideraba héroes.

Poco a poco estamos volviendo a la normalidad. A la normalidad de una sociedad mayoritariamente desmovilizada para defender lo suyo, lo conseguido con tantos esfuerzos. A una sociedad en la que el egoísmo oculta la solidaridad y lo hace seña de de identidad. Al sálvese quien pueda del indefenso, del que cree que los pobres pueden utilizar las mismas armas que los ricos. Así que el dinero, la economía ha vuelto a ponerse por delante del derecho a la salud. El beneficio se impone sobre todas las cosas. El chantaje es el mismo de siempre: si no hay actividad económica el trabajador no podrá subsistir. La plusvalía está por encima de la seguridad sanitaria.

Así lo estamos viendo de forma acelerada con la vuelta a la actividad de sectores precarizados y de fuerte impacto ciudadano: la hostelería. Tras permanecer en silencio durante semanas, las patronales hosteleras han vuelto a levantar la cabeza y, poco a poco, reclamar sus beneficios abriendo la mano al turismo, nacional y extranjero y aprovechando que la ocasión la pintan calva para ampliar la privatización de los espacios públicos. Crecidos como están ya dicen que se replegar posiciones en su momento nanai del peluquín.

Las autoridades, incluso las que parecían más sensatas, no pueden resistir la ola y son arrastradas hacia posiciones casi surrealistas. Así ha ocurrido en Cádiz, en donde la patronal HORECA (también conocida como “Lloreca”) considerando que la veda se había levantado, tras conseguir ampliar horarios y espacios de terrazas, ha propuesto sin el menor rubor que los indígenas, no sólo los que padecen su patronazgo, debían ceder su derecho al acceso a las playas en beneficio de los forasteros. Que los hoteles tuvieran una reserva del número de personas que pudieran acceder a la playa. Ese valor absoluto del que hay una gran masa de la población que cree que lleva sin disfrutarlo decenas de años.

Lo malo es que llegamos a pensar que se trata de un globo sonda que, finalmente, terminará haciéndose realidad. Porque para nada ha cambiado la idea de que continuemos siendo el patio de recreo, nacional e internacional, de un turismo masivo con poco valor añadido que se basta con una mano de obra poco cualificada y más que barata. Los lugareños somos poco más que unos servidores de esos amos todopoderosos que son los tours operadores y de sus clientes. Satisfacer sus necesidades y servirles en todo es el destino para el que hemos sido reservados.

Volvemos a las andadas si alguna vez dejamos ese camino. No se aprovecha el momento para reflexionar, analizar el modelo socio económico que queremos. El cortoplacismo se impone y vuelve a afianzar esa idea de una Andalucía de pobres que sirven, mayoritariamente, para el disfrutes de la masa turística europea.

Esperamos que no haya ningún problema en los próximos meses pero no les quepa la menor duda de que si los hay la culpa será de estos andaluces que se dedican a la fiesta y al cante y son incapaces, autoridades al frente, de hacer algo sensato, de trabajar y ser capaces de mejorar.

Ese es el papel que tenemos adjudicado desde allende Despeñaperros. Lo malo es que parece que lo aceptamos.