La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco

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La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco es un relato de Max Aub en el que un camarero mexicano, harto de escuchar discutir a los exiliados españoles que se reúnen en la cantina donde trabaja, decide pedir un permiso, venir a España y matar al dictador para poner fin a las trifulcas de los contertulios. Cumplido su plan, el mesero se demora haciendo turismo por Europa unos meses para no despertar sospechas y mientras pasa el tiempo en España se proclama la Tercera República y tienen lugar numerosos cambios. Él regresa a México y se incorpora a su trabajo con la alegría y el convencimiento de que por fin se habrán acabado las voces, los gritos, los reproches y las culpas entre los exiliados y por fin podrá dedicarse a servir mesas con la tranquilidad deseada. Poco le duran sus ilusiones. Cuando llega al bar se lleva la desagradable sorpresa de que el tumulto y la bronca lejos de disminuir ha aumentado, porque ahora, a los viejos exiliados, se las han sumado los falangistas exiliados.

La parábola del cuento, llevada a lo literario, parece clara. ¿Hubo alguna vez dos ideas antagónicas de lo que debía ser la literatura, la cultura española? Desde una hermenéutica libertaria nosotros creemos que sí, que existió una ingente producción de ideas y materiales culturales vinculados fundamentalmente al movimiento libertario que sencillamente permanecen invisibilizados porque no lograron hacerse hegemónicos, no fueron considerados ni siquiera historiográficamente antagonistas porque se prefirió invisibilizarlos antes que entrar a debatir la idea de mundo y las prácticas artísticas que subyacen en esos materiales.

El discurso de poder que constituye el canon literario justificará su exclusión por la falta de calidad literaria de unos textos que, por otra parte, ningún crítico ha leído y ante la carga ideológica que, según ellos, les resta veracidad a los mismos, carga ideológica que paradójicamente no perjudica en nada a los alineados con la ideología dominante, tal vez porque esta se vive como natural y con normalidad.

Borradas las prácticas y los productos culturales anarquistas, el mito literario de las dos Españas se organiza no entre visiones antagónicas sino entre facciones del discurso canónico dominante, por eso, soslayando las lógicas temáticas censuradas, desde los tempranos años de la revista Escorial, se trató de recuperar todo lo recuperable de aquellos escritores que se habían adscrito al bando republicano; y se siguió haciendo todavía con más ahínco, cuando España se volvió democrática, figurando este proyecto de rescate entre los principales objetivos del Ministerio de Cultura, recién creado por la UCD a finales de los años setenta.

Así se va perfilando desde la inmediata posguerra, historiográficamente, la facción de los escritores resistentes o disidentes como Paulino Masip, Eugenio Granell, Pedro Garfías, León Felipe, Max Aub, Ramón J. Sender, Miguel Hernández, Lorca, Cernuda, Alberti o Antonio Machado, en contraposición con la facción oficial que, paradójicamente, va construyéndose una biobibliografía que, conforme más se acerca en el tiempo a la muerte del dictador, con más ahínco desdibuja su pasado fascista. Son esas derivas, bien conocidas, de Pedro Laín Entralgo, Dionisio Ridruejo, Torrente Ballester, Luis Rosales o Camilo José Cela, que trasmutan del fascismo al liberalismo a lo largo de los cuarenta años de franquismo como mejor muestra de sus habilidades sociales y comerciales.

¿Pero cómo se recuperan los recuperables? Pues se recuperan porque una vez pasadas las primeras fiebres de la intolerancia intelectual y el dogmatismo reaccionario que exhibió el nacionalcatolicismo, el canon literario, con la salvedad de determinados temas tabulados por la censura, sigue siendo el mismo, como ya hemos dicho. Como nos recuerda J.M. Naharro-Calderón en su ensayo Entre el exilio y el interior, los autores republicanos, disidentes, resistentes, exiliados, etc. se pueden rescatar parcialmente, en la medida que en su obra se puedan soslayar sus aporías ideológicas y en la medida que sus textos se puedan engarzar en la tradición humanista occidental, anclar canónicamente, racionalizar los prejuicios que presentan y salvar al texto y trascenderlo a algún tipo de esquema universalista.

Se rescatan textos reconocidos y obras nunca canonizadas porque comparten unos mismos valores culturales, artísticos y comerciales; y porque también son útiles a la conformación de los paradigmas dominantes y, sobre todo, porque preservan el status quo. Así, en la España franquista, se lee a Juan Ramón Jiménez como modelo de esteta transcendente o de continuidad de la mejor tradición lírica española pero jamás como ejemplo de escritura exiliada, disidente o resistente; y así, en la España democrática se leerá a Gironella, Foxá, Plá, Camba, Cela o Torrente Ballester sencillamente porque son buenos novelistas, no por su trayectoria ligada al fascismo o/y a las instituciones culturales del régimen franquista.

Si Max Aub sienta a los fascistas de su cuento en la mesa de los viejos exiliados lo hace, sencillamente, porque canon mediante, era posible hacerlo; porque, de hecho, en los años treinta, ya habían compartido otras mesas, como La Gaceta Literaria.