Pareciera que estar triste es poco menos que un delito en los tiempos que corren. Hay que estar contentxs, ocurra lo que ocurra. Si algo sucede y eso es motivo de tristeza, tenemos un margen muy corto para sentir la pena; después, al poco, a sonreír y a continuar la fiesta. Que no decaiga. Pase lo que pase.
Se nos exige la buena cara y actitud positiva ante todo. Se nos fuerza a no parecer tristes para no ser la nota discordante en la música del Titanic. Pero hay penas inevitables porque también hay realidades inevitables, como la muerte de personas a las que queremos y no volveremos a ver más. Y estamos tristes porque no podemos hacer nada para que esto cambie. Porque es así y punto. Porque hay que conformarse y tenemos que aprender a vivir con ello. Y esto, claro que sí, da pena. Mucha pena.
Y junto a esta pena ante realidades inevitables está la pena por las realidades que sí lo son. Desde un “buenos días” en la parada de autobús que no obtiene respuesta, hasta el grafiti con la cara de un niño diciendo “yo quería vivir aquí, pero lo hicieron apartamento turístico”, pasando por alguna amiga que tienen que emigrar porque no encuentran trabajo en nuestra tierra. Entristece ser conscientes de que el mundo va de pena y que no tendría por qué ser así. Recuerdo un mediodía de invierno de hace un par de años, cuando presencié cómo un pequeño grupo de personas pasó al lado de un hombre que dormía en la calle. No estaba, como es habitual, pegado a una pared sobre un trozo de cartón. Estaba en mitad de la acera durmiendo a plena luz del día. Los niños y niñas de aquel grupo, junto a sus mayores, lo esquivaron y siguieron su camino. No vi a ningún niño ni a ninguna niña preguntar nada ni hacer el más mínimo comentario. Lo rodearon sin siquiera mirarlo. Presumiblemente, les dio exactamente igual. Yo diría que no sintieron ninguna pena.
Sinceramente, creo que es saludable entristecerse por el dolor propio y por el dolor ajeno. Por lo inevitable y por lo evitable. Lo que no quiere decir que nos derrumbemos y no tengamos poder de reacción. Al contrario, si es por una realidad evitable, nuestra pena podrá derivar en rabia y en indignación, y de ahí, propiciar cambios necesarios que, por ejemplo, dignifiquen la vida de quienes malviven en buena parte de Andalucía. Porque da pena y produce rabia e indignación que 11 de los 15 barrios más pobres de España sean andaluces. Por eso, hay grupos y entidades que luchan cada día para que esto cambie.
Nos deben doler las cosas. Nos debe doler el alma cuando se ataca a la gente más vulnerable: cuando a niños sin más familia que trabajadores sociales se les acusa de violadores y delincuentes; cuando a personas que no tienen más hogar que las calles, se les retiran los bancos para que no duerman en ellos afeando el paisaje; cuando a niñas violadas se les pone bajo sospecha por su actitud “pasiva” o “descarada”. Nuestro mundo va de pena, se ceba con las personas más vulnerables a las que, primero, se criminaliza para, después, despreciarlas.
En la clásica pareja de payasos nunca hemos ido con el listo, siempre hemos preferido aquel al que todo sale mal, justamente por eso, porque todo le va mal. Lo queremos por ese desastre que le rodea y del que no puede salir. Por su vulnerabilidad, por su fracaso. Hoy, al vulnerable se le desprecia. Por eso, debe parecer que nos comemos el mundo cada mañana y que no hay nada que nos afecte. Por suerte, conozco cantidad de gente que ni se come el mundo ni mira hacia otro lado cuando la realidad entristece.
“Sentao en un río,
sobre un viejo tronco,
vi que un pajarillo quería cantar
pero estaba ronco.
Lloraba de pena,
lloraba de pena,
y en mis manos le di de beber
agüita del río con hojas de menta”
(Lole y Manuel)