En los últimos años, términos como turistificación, turismofobia o sobreturismo han puesto sobre la palestra las consecuencias de un excesivo protagonismo de este sector para las poblaciones de ciertos territorios. Con la irrupción de la pandemia del coronavirus este parecería un tema menor. Los usos intensivos del turismo han desaparecido de un plumazo y los costes económicos van a ser enormes. Sin embargo, este no deja de ser un buen momento para reflexionar sobre el precio de la especialización turística, también en relación a crisis epidemiológicas como la que actualmente se está viviendo.
El impacto actual del turismo tiene que ver en gran parte con cambios culturales y avances técnicos y de gestión que facilitan y fomentan el turismo de masas. De entre estos últimos, los vuelos low-cost, el desarrollo del turismo de cruceros y las plataformas de alquileres vacacionales tipo Airbnb han sido determinantes en el último boom turístico, posterior a la crisis de 2008. En Andalucía, Cádiz es el puerto no insular donde más se ha incrementado el turismo de cruceros dentro del estado y Sevilla la segunda ciudad después de Madrid con la mayor densidad de viviendas turísticas en su centro histórico. En este sentido es normal que se plantease tomar medidas políticas. La que sonó con más fuerza el último año, fue la idea de establecer una tasa turística, al estilo de las que ya funcionan en otras ciudades, como Lisboa o Berlín. La iniciativa fue sugerida desde algunos ayuntamientos, pero, por la fuerte oposición de la patronal, fue rápidamente descartada desde la Junta de Andalucía. Esto incluso cuando se planteaba utilizar los recursos obtenidos por la tasa para potenciar mediante campañas el turismo procedente de mercados emergentes, como EEUU o China. Aquí hay una pista de la manera errónea en que se ha enfocado el problema. Las consecuencias del incremento excesivo de visitantes no solo conciernen a la industria turística, sino al conjunto de los andaluces. Cualquier política que se implemente debe partir de este hecho.
El incremento de los flujos turísticos dirigidos a las ciudades, principalmente a las ciudades con fuerte carga patrimonial y en concreto a sus centros históricos, afecta en primer lugar a la población de estos centros. El centro histórico de Sevilla ha perdido cerca de 4000 habitantes desde 2012 como consecuencia directa del impacto de los alquileres turísticos, revirtiendo el crecimiento y el rejuvenecimiento que llevaba viviendo desde finales del siglo XX. El centro histórico de Málaga y parte del de Granada están pasando por procesos similares, mientras que, en Cádiz, que nunca ha parado de perder población, los alquileres de este tipo más bien han acelerado la regresión demográfica. Los hogares jóvenes en alquiler abandonan los centros históricos por el elevado coste de la vida. Pero las consecuencias no se limitan a las áreas centrales. El encarecimiento de los alquileres en estos sectores provoca un efecto dominó en el conjunto de la ciudad, reduciendo la oferta y provocando incrementos escalonados en todos los barrios. El despoblamiento y la turistificación de los centros histórico provoca además la progresiva alienación de la población con respecto a la que es la parte más importante de la ciudad a la hora de crear identidad y de acoger manifestaciones culturales colectivas. Sin embargo, estas no son sino las manifestaciones más superficiales del problema.
Hace ya más de cincuenta años que el filósofo Henri Lefebvre denunciaba la especialización turística de las ciudades mediterráneas como un desarrollo que oculta el subdesarrollo. Es innegable que el turismo es un sector fundamental de la economía y que genera gran parte del empleo. Sin embargo, apostar todo al turismo es tremendamente irresponsable. El turismo genera principalmente empleos poco cualificados y eventuales, con lo que cuanto más dependemos del turismo peor es la calidad media del empleo que tenemos. Más allá de esto, una economía basada en el turismo y el ladrillo es una economía extremadamente vulnerable, muy sensible a las oscilaciones cíclicas, como ya se vio en la crisis de 2008. En este momento, al borde de una nueva crisis, intensificada por los efectos de la pandemia, merece la pena al menos preguntarse por la manera en que estamos insertados en la sociedad global. En primer lugar, la pandemia ha mostrado los riesgos de un mundo conectado por constantes y masivos flujos de personas de una punta a otra. No parece casual que los países más afectados en Europa hayan sido algunos de los que más turistas reciben durante todo el año. En segundo lugar, el impacto de una crisis epidemiológica como la que estamos viviendo, al igual que la crisis económica con la que se va a solapar, va a impactar mucho más en este tipo de economías que en otras más diversificadas o basadas en sectores productivos, como las del sureste asiático o las del norte de Europa. La reducción drástica de los desplazamientos turísticos, que sigue a toda crisis, va a tener consecuencias terribles para Andalucía. En este sentido, más que las manifestaciones puntuales de un turismo excesivo, la cuestión central, la que creo que menos se plantea, es la del rol del turismo en nuestra economía y el tipo de inserción global a la que aboca.