Máquinas y humanos compartimos este planeta desde el inicio de los tiempos. El acto de creación de máquinas nos otorga cierto halo divino y, sin duda, una superioridad primigenia frente a nuestras inertes criaturas. Nos permite olvidar nuestra condición subordinada de seres creados por el Gran Hacedor o el polvo cósmico -a elección de cada cual- para convertirnos en remedos de dadores de vida. Pero si simbólicamente importante es la invención de máquinas, la posesión de las mismas no le va a la zaga. El dominio de la máquina supone reafirmar la condición humana como ser superior de la creación, como auténtico y genuino ser humano. En cambio, quien es asimilado a una máquina o, incluso, sojuzgado por ella, pierde parte de su humanidad. Pareciera que los humanos plenos y auténticos son quienes crean pero, sobre todo, quienes dominan a las máquinas.
En principio, una máquina es un conjunto de elementos dispuestos para transformar la energía o realizar un trabajo. Hay máquinas simples como la polea, la palanca o el tornillo; y máquinas complejas como un automóvil, una computadora o un robot. Nota común a todas ellas es que tienen una función asignada y que han sido creadas a imagen y semejanza humana: para suplir, mejorar o realizar tareas humanas o humanamente imposibles aunque deseables.
La relación entre humanos y máquinas ha sido siempre bastante complicada. Buena prueba de ello es la literatura de ciencia-ficción donde las máquinas juegan un papel fundamental. En ocasiones las máquinas han llenado páginas de esperanza en un futuro pacífico, con medios de transporte interestelares e instantáneos, con ciudades amables y luminosas, alimentadas por energías limpias, y con androides que realizan todas nuestras tareas más desagradables permitiéndonos dedicar más tiempo al ocio, a la cultura o al deporte.
En otras ocasiones las máquinas se convierten en instrumentos de destrucción, permitiendo combates de flotas estelares, apocalipsis termonucleares, aniquilaciones planetarias o aislamiento social tras una pantalla de plasma.
Pero sin duda, uno de los argumentos más seductores es aquel en que las máquinas toman consciencia de su existencia y deciden rebelarse frente a sus creadores. En la mayoría de las ocasiones esta situación termina en una guerra total con finales, héroes y víctimas para todos los gustos.
Frente a quienes tachan la ciencia-ficción de escapista, soy de los que defiende que, muy al contrario, es un género que permite una aproximación parabólica a la realidad y, por tanto, en no pocas ocasiones, mucho más certera. De todas las obras literarias que tratan el asunto de las máquinas me quedo con la trilogía original de “Dune”, del escritor y ecólogo estadounidense Frank Herbert. Lo original de la obra radica en que la acción se desarrolla en un universo en el que se han prohibido las máquinas pensantes (ordenadores, computadoras, robots y, en general, cualquier máquina que imite el pensamiento o la inteligencia humana). En un universo así los seres humanos han de desarrollar capacidades mentales extraordinarias para realizar cálculos complejos o incluso viajar por el espacio plegándolo. Un substancia, la especia melange, que sólo se produce en un planeta desértico, Arrakis, estimula los sentidos y la capacidad mental de quienes la consumen.
Pero más allá de la bella trama, que mezcla ecología, acción y filosofía, está el hecho de que la prohibición de las máquinas pensantes se decidiera siglos antes, en la Yihad Butleriana o Gran Revolución como consecuencia de una guerra total entre humanos y máquinas pensantes… y dueños de estas, como veremos. Porque, no nos engañemos, las máquinas -pensantes o no- nunca han dejado de ser instrumentos de sus dueños. Las máquinas, por muy inteligentes que sean, nunca serán por sí mismas enemigas de la humanidad pues sirven a intereses y fines muy concretos: los de sus dominadores y creadores.
Así, en el primer capítulo de Dune, una Bene Geserit -especie de monja, bruja y preceptora- le revela al protagonista, Paul Atreides, que «hubo un tiempo en que los hombres dedicaban su pensamiento a las máquinas, con la esperanza de que ellas les harían libres, pero esto solo permitió que otros hombres con maquinas les esclavizaran». Luego vendría la guerra entre una tecnocracia tiránica que esclavizaba a la humanidad y una masa popular liderada por facciones nobiliarias que propugnaban una vuelta a un pasado preindustrial.
Frank Herbert murió y su hijo Brian continuó la saga Dune. Pero donde antes su padre había apuntado un conflicto social complejo (dueños de máquinas frente a esclavos de ambos), ahora Brian plantea una guerra entre la humanidad, que lucha por sobrevivir, y las inteligencias artificiales que se rebelan frente a sus creadores. Una especie de Terminator.
No, las máquinas no son en principio enemigas (ni amigas) de la humanidad. Son instrumentos creados para un fin concreto de quien las posee. La Batalla de Corrin determinó la victoria de una parte de la humanidad pero no olvidemos que otra parte, los dueños de las máquinas, fueron responsables directos de la destrucción y dolor causados por estas. No se luchó sólo contra máquinas sino contra un determinado orden social.
De la misma manera, y ya en tiempos históricos, se nos ha hecho creer que los luditas del siglo XIX eran unos locos que se oponían a toda industrialización en cuanto que destructora de empleo. El problema nunca fue el telar sino las condiciones laborales de quien tenía que usarlo. Por eso, la destrucción del telar o de la caldera, no era tanto un ataque al ser inanimado “máquina” sino una estrategia negociadora frente al propietario de los mismos.
Hoy en día vivimos dilemas parecidos a los de Inglaterra en el siglo XIX o Dune. Hay estudios, más o menos interesados, que presagian una sustitución masiva de trabajo humano por maquinas. Los conflictos están ya a la vuelta de la esquina: gasolineras desatendidas, centros comerciales sin personal de caja, tiendas sin dependientes, oficinas bancarias en el móvil, envío de paquetes mediante drones… Pero no nos dejemos engañar, el problema nunca serán las máquinas. Nunca lo han sido y nunca lo serán. El problema siempre ha sido el mismo: el uso que sus propietarios dan a las máquinas y la apropiación que aquellos hacen de los beneficios que las máquinas les generan. Las máquinas deberían servir para facilitar la vida, permitir tener más tiempo libre y trabajar menos. Pero este futuro idílico será imposible si seguimos admitiendo como éticamente válido que una minoría pueda poseer máquinas y apropiarse ganancias, y que vivir sin trabajar merece el reproche social. La alternativa inútil ya la conocemos: disparar a un trozo de lata que no tiene culpa de nada.