La institución monárquica sufre hoy un deterioro cada vez mayor y más imparable. La abdicación de Juan Carlos I, en 2014, con el objetivo de detener esta deriva, no ha servido para ello porque “el rey campechano” –hoy “emérito fugado” a una satrapía del Oriente Medio- siguió alimentando todo aquello que le había conducido a tener que tomar esa decisión extrema y luego un exilio voluntario: algo impensable hace unos años y sin precedente en la historia de los Borbones. No es esta la primera vez que un Borbón se ha visto obligado a dejar el trono. En los últimos doscientos años ello ha ocurrido dos veces, ambas como resultado de importantes acontecimientos rupturistas que dieron paso a regímenes políticos diferentes. La primera fue la movilización popular, política e intelectual que propició la sublevación de una parte del ejército conocida como “La Gloriosa”, en septiembre de 1868, que destronó a Isabel II abriendo el periodo conocido como “Sexenio Democrático” o, con evidente exageración, “Sexenio Revolucionario” (1868-1874), dentro del cual existió la Primera República en 1873. La segunda siguió al resultado de las elecciones municipales del 14 de abril de 1931, con el triunfo republicano y las consiguientes movilizaciones que obligaron a Alfonso XIII a marchar al exilio, dando paso a la Segunda República (1931-1936). En ambas ocasiones, la monarquía estaba sumida, desde muchos años antes, en una profunda crisis de legitimidad debido a dos motivos principales: la corrupción y su alineamiento con la oligarquía y los sectores políticos más reaccionarios. En ambos casos existía un recambio republicano a la institución: débil y dividido en el “Sexenio” y más sólido, al menos aparentemente, al inicio de los años 1930.
También convendría recordar que las dos restauraciones borbónicas que se dieron tiempo después de esos exilios forzosos lo fueron como consecuencia de golpes de estado militares: la entrada del general Pavía, según se cuenta a caballo, disolviendo el parlamento republicano y preparando el terreno para, que ese mismo año 1875, otro general, Martínez Campos, proclamase rey a Alfonso XII, hijo de la destronada Isabel, y el golpe militar-fascista del 18 de julio de 1936 que desembocó en la dictadura de Franco, quien tomó, en su momento, la decisión personal de que a su muerte le sucedería, “a título de rey”, el nieto del destronado Alfonso XIII: el que sería Juan Carlos I (que desde su infancia había sido educado para ese puesto con la tutoría y directrices del dictador).
¿Estamos, aquí y ahora, en una situación equivalente a las de 1868 y 1930, en vísperas de la caída de la monarquía? Habría que responder que en algunos aspectos sí y en otros no. Sí, porque los episodios y escándalos de corrupción de hoy y los de aquellos periodos históricos guardan una gran semejanza -algunos hablan, irónicamente, de un ADN borbónico-. Y también porque son los sectores económicos y políticos más reaccionarios, aquellos que conforman el Sistema y encarnan el Régimen político, los que, en los tres casos, apoyaron y apoyan a la Corona por considerarla la institución garante de sus intereses. Pero no hay equivalencia en cuanto refiere al recambio político republicano: en cuanto a la capacidad de movilización de la calle y de los medios. Creo no equivocarme, aunque me gustaría, si señalo que a niveles populares y mediáticos las aspiraciones y sentimientos republicanos estaban más extendidos en 1868 y 1931 y el republicanismo estaba más organizado que hoy. La situación es así por tres razones principales. La primera tiene que ver con los cuarenta años de Dictadura fascista y la perduración de su ideología, tanto en altas instituciones del estado (ejército, fuerzas policiales, judicatura y otras) como en los grandes medio de comunicación (?) de masas y en el llamado “franquismo sociológico”, lo que hace que, para muchos, República siga siendo sinónimo de desorden, caos y miseria. La segunda es la labor de los grandes medios de desinformación de masas, que, hasta hace muy poco de forma unánime, han oficiado un culto prácticamente sagrado a la monarquía y cuanto se relaciona con ella. Y la tercera es el apoyo incondicional–que continúa- a la monarquía por parte de un partido político, el PSOE, que fue republicano hasta su refundación en Suresnes durante la “Transición política” y sigue utilizando hoy esos términos de “socialista” y “obrero”, así como su historia anterior, para ser aceptado por un sector relativamente amplio de la ciudadanía como de “izquierda” (aunque sea moderada), cuando en realidad constituye el pilar central del Régimen del 78. Un régimen político con grandes pervivencias no democráticas y otras carencias, cuya piedra angular institucional y simbólica es precisamente la monarquía. Un régimen que constituye la expresión política del Sistema económico-social establecido: el capitalismo neo(ultra)liberal globalizado y del más intransigente nacionalismo de estado españolista.
Es importante tener en cuenta que en tiempos de la Transición política había muy pocos monárquicos en España. Aparte de algunos carlistas ultramontanos, los monárquicos eran un reducido círculo de partidarios de Don Juan, el hijo del destronado Alfonso XIII, que vivía en Villa Giralda, cerca de Lisboa. Era este quien representaba la legitimidad monárquica. El dictador no lo eligió como su sucesor sino a su hijo Juan Carlos, al cual educó, cerca de él, para que encarnara la “Monarquía del Movimiento”. Quiere esto decir que cuando fue proclamado rey, a los dos días de la muerte de Franco, Juan Carlos, al que no pocos calificaban –inocentes ellos- como “el Breve”, no contaba ni siquiera con el apoyo claro de los pocos monárquicos existentes sino solo de quienes mostraban su adhesión inquebrantable a la voluntad del dictador. Incluso muchos franquistas lo veían con gran desconfianza. ¿Cómo entonces su reinado se extendió durante 39 años (y continuaría hoy si no se hubiera visto obligado a abdicar)?
La razón principal fue el interés de la oligarquía económica española por “homologar” el país a los estándares de Europa, al menos formalmente, manteniendo su poder a través de la no ruptura de la “estabilidad” política y social. Para ello, la monarquía reinstaurada por voluntad del dictador fue convertida en parlamentaria mediante la autoliquidación de las Cortes franquistas y la colaboración imprescindible de los dos grandes partidos de la izquierda, el PSOE y el PCE (este último a cambio del plato de lentejas de su legalización para participar en las elecciones de 1977). Era este el mejor camino para hacer realidad el “atado y bien atado”: para que todo (o casi todo) cambiara formalmente en las instituciones políticas -aunque no en los aparatos del estado- sin que nada (o casi nada) cambiara en el Sistema económico-social. Esto interesaba también a las grandes multinacionales y a Estados Unidos y sus aliados de la OTAN. A aquellas, para expandirse sin problemas por el gran mercado que era el estado español. Y estos porque, en plena guerra fría, no podían permitir que aquí pudiera producirse una situación que se asemejara a la de Portugal en el periodo inmediatamente posterior a la “revolución de los claveles”. Unas y otros movieron sus fichas, y también sus dólares y marcos, para conseguir el objetivo. Y así nació el Régimen del 78, caracterizado por su muy baja calidad democrática, debido a la pervivencia de importantes componentes franquistas, por ser una partidocracia escorada al bipartidismo y por su nacionalismo españolista negador de la plurinacionalidad del estado. Y con la monarquía de Juan Carlos como piedra angular. Un Juan Carlos inviolable y no responsable de sus actos pero reconocido como árbitro político y jefe de los ejércitos.
El problema mayor de todo el proyecto era la fragilidad de una monarquía, auspiciada y protegida desde arriba, blindada constitucionalmente, pero que carecía del indispensable enraizamiento y “tirón” popular. Incluso su aceptación resultaba poco cómoda a sectores, organizaciones y partidos que históricamente y durante la Dictadura se habían definido republicanos. Estos necesitaban, ante gran parte de sus propios militantes y de su clientela política o sindical, una justificación para su apoyo a la monarquía y a sus símbolos (la bandera borbónica-franquista, la Marcha Real como himno, etc.) Así nació, para tratar de solucionar esta fragilidad y, a la vez, ofrecer una coartada al apoyo de quienes estrenaban un monarquismo vergonzante, el relato de que era compatible no ser monárquicos, e incluso seguir siendo en el fondo -muy al fondo- republicanos, con ser juancarlistas. Para ello, era necesario establecer el relato de que Juan Carlos de Borbón, aunque designado por Franco como rey, había sido el protagonista central de la “restauración de la democracia”. En esto se basó la legitimación democrática de la Corona y la ocultación de su ilegitimidad de origen. Un relato que fue muy reforzado con la lectura que casi unánimemente se hizo, por el conjunto de los partidos y de todos los medios “de informacion”, del papel (en realidad oscuro) de Juan Carlos I en la noche del 23 de febrero de 1981 cuando Tejero y sus guardias civiles asaltaron el Congreso y anunciaron la llegada del general Armada (muy cercano al rey) mientras Milán del Bosh sacaba los tanques a las calles de Valencia y otros capitanes generales dudaban si secundar el golpe.
Que el relato sobre las hazañas democráticas de Juan Carlos fuera en su mayor parte falso y que solo pudiera prosperar minimizando la importancia de la lucha contra el franquismo de demócratas, anarquistas y comunistas, con un muy alto coste de sacrificios y vidas, no fue obstáculo para que las cúpulas “socialista” (?) y “comunista” (?) lo hicieran suyo. Algunos, quizá, pensaron que si un rey francés, hugonete y no católico, pronunció siglos atrás la famosa frase de “París bien vale una misa”, ¿por qué ellos iban a privarse de decidir que “formar parte de la partidocracia bien valía hacer un acto de fe monárquico”?
El gran problema, hoy, de la institución en el Reino de España es que, durante décadas, se nos ha repetido constantemente –y mucha gente lo ha interiorizado- que juancarlismo y monarquía eran sinónimos. Ha sido el propio Juan Carlos quien ha dinamitado el juancarlismo y, con ello, ha dejado a la monarquía desnuda de legitimidad y a la intemperie. De ahí su quiebra, que intentan ocultar quienes se cobijan bajo ella con continuas referencias a la Constitución, silenciando que fue presentada como un paquete único que se tomaba en su totalidad o se rechazaba sin otra alternativa posible a la “legalidad” franquista, y que, en cualquier caso, solo pudo ser fue votada por no más de la cuarta parte de la población española actual. Y repitiendo la jaculatoria del papel esencial y supuestamente neutral de la Corona (sin decir nunca para quiénes y qué intereses es esencial).
Distinguir entre la institución monárquica y la persona del rey (o reina) que la encarne en cada momento quizá sea posible en otros países con una historia diferente al nuestro, pero no aquí. Por la sencilla razón de que en nuestro Reino la legitimidad monárquica ha sido fabricada al cien por cien sobre la base del juancarlismo. Esta identificación, hoy tóxica, es algo que ni siquiera el propio Juan Carlos, y menos su hijo ni otros pueden romper. Es un problema insoluble que no puede resolver ni la abdicación de Juan Carlos ni el que su heredero afirme, desesperadamente, que renuncia a las herencias de su señor padre. ¿Desconoce, quizá, Felipe que su principal herencia es precisamente la Corona? Y es que la institución es inseparable del que ha sido su cimiento y su piedra angular: el juancarlismo. Por ello, los escándalos y la vergüenza que hoy rodean al “campechano” no solamente salpican a la monarquía sino que destruyen su núcleo mismo.
Aunque el establishmen político y mediático aparente no verlo, la monarquía española es hoy un barco muy tocado, sin reparación posible a medio plazo. Su hundimiento definitivo podrá tardar más o menos, porque se utilizan numerosos remolcadores y muchos fontaneros se afanan en tapar provisionalmente algunas de sus vías de agua, pero sucederá en un horizonte no lejano. Cuando ello ocurra, no tendría que suceder lo que en las dos ocasiones anteriores: que no exista una alternativa de República o Repúblicas con un contenido claro de transformación no solo del Régimen político sino del Sistema económico social y de los valores, y con el suficiente apoyo político popular. Por eso es inaplazable un debate amplio y profundo sobre cuál debe ser la estructura y contenidos de la opción republicana. Porque no basta con que la monarquía borbónica se autodestruya una vez más y su vacío se llene con algo que sea poco más que un nombre, el de República ¿Y por qué no construir una Confederación de Repúblicas o de Estados Libres Asociados, entre ellos Andalucía, como soñaba Blas Infante?
Pienso que en modo alguno el objetivo debería ser algo parecido a una Tercera República que fuera poco más que la restauración de la Segunda, traída, además, solo por el vacío institucional que dejara la desintegración de la monarquía. Deberían dar un paso al lado aquellos nostálgicos que solo parecen ver en la República anterior su trágico final y las consecuencias de su derrota por el fascismo sin analizar sus graves limitaciones y errores. Y tampoco sería positivo que el nuevo régimen republicano fuera resultado de algo parecido a una reedición del “pacto de San Sebastián” acordado entre partidos en 1930, sin la participación activa popular. Creo urgente propiciar, desde ya, movimientos no solo políticos sino también sociales y culturales en los Pueblos del actual estado español dirigidos a iniciar procesos constituyentes en cada uno de ellos, organizados de abajo arriba con una base municipalista. Solo así podrían establecerse las líneas maestras de un republicanismo mayoritario que no fuera solo nostálgico o resultado del rechazo a la monarquía. Solo así podría construirse una alternativa democrática y rigurosa a esta: una alternativa que reconozca y garantice la capacidad soberana de los pueblos-naciones y de los ciudadanos/as para construirse a sí mismos y que no sea solo un conjunto de palabras más o menos románticas o un puñado de ideas, muchas de ellas convencionales o anacrónicas, que si pueden haber servido durante un tiempo para la crítica son hoy radicalmente insuficientes para construir algo nuevo y suscitar el apoyo y entusiasmo de las generaciones jóvenes. De ningún modo deberíamos permitir que cuando se hunda definitivamente la monarquía borbónica nos encontremos en una situación parecida, o peor, a la que denunciaba Blas Infante a la vista de lo que estaba ocurriendo en los primeros meses de la República del 31: que aparecieron modistos (reformistas de las formas) cuando eran necesarios parteros (para ayudar a alumbrar una sociedad nueva). Desde luego, habrá que debatir a fondo sobre todo esto. Es el tiempo de hacerlo.