He intentado varias veces sentarme a escribir sobre lo que nos está pasando. Terminar un párrafo me causaba dolor. Lo borraba asqueado. Sentía que el gesto más filosófico debería ser mantenerse en silencio. Lo sigo sintiendo. Cada día estoy más convencido de ello. Y eso que no estoy seguro de casi nada en los días de la peste, eso que los modernos llamamos pandemia. Sin embargo, me entra una sensación de seguridad cuando pienso que los que nos dedicamos a leer y a escribir, algunos también a enseñar, deberíamos hoy desaprender la seguridad con la que emitimos juicios y opiniones sobre el presente y, cómo no, sobre el futuro. Porque no hay futuro. Jamás ha habido y no lo habrá nunca. Cuando lleguemos a él, ya no será futuro. Además, como no se cansaba de repetir Agustín García Calvo: el Futuro es de Ellos, de los esbirros del Poder, de quienes hacen planes desde Arriba. A nosotros, los que estamos abajo, los que habitamos las minúsculas, nos va la vida en romper el Futuro: o hay Futuro, entonces habrán ganado ellos, o no lo hay, y habremos resistido y desbaratado sus planes, ya que no habrán podido cumplirlos. Y eso significará que estamos vivos, con toda la imprevisibilidad, las infinitas improbabilidades, que eso supone. Ojalá algún día nos demos cuenta de que es la ciencia de la política, no la teología, que no es de este mundo, la que debería empeñarse en estudiar los milagros de nuestra vida en común: porque somos los seres humanos, con nuestra capacidad de actuar, los que podemos desplegar continuamente lo imprevisible y lo improbable, seamos o no conscientes de las consecuencias de nuestras acciones. Esta idea no es mía, aunque la haga mía, sino que aparece en los escritos de Hannah Arendt, una mujer cuya vida atravesó los tiempos más oscuros del pasado siglo demostrando el inmenso coraje cívico de pensar sin barandillas.
No soporto, por tanto, las predicciones con las que nos atosigan a diario los medios de (in)comunicación. Si esta pandemia viral que nos mantiene distanciados a los unos de los otros nos pilló desprevenidos, dejemos de sentirnos tan seguros para prever lo que vendrá. No lo sabemos. Y eso nos angustia. Convivamos, pues, con la angustia. Que nuestros cuerpos visibles nos hayan mandado parar para evitar un mal encuentro con otro cuerpo invisible al que llamamos virus nos tiene desconcertados. Nos habíamos acostumbrado a vivir como si no fuésemos cuerpos. Y, de pronto, estamos parados y encerrados, con miedos muy concretos que nos revelan que somos carne que delira y fantasea con inmunidades abstractas. Llevamos tanto siendo movilizados por fantasías de omnipotencia que hasta hemos sido capaces de llamar Antropoceno a una era geológica. De ahí que darnos cuenta de que la más minúscula de las criaturas, migrando inconscientemente de una punta a otra del planeta, haya sido capaz de detener la maquinaria económica mundial, algo que ninguna voluntad política había conseguido desde que tenemos memoria, entrañe una herida narcisista monumental. Hasta nunca, antropocentrismo. Pero alto aquí, es durísimo encajar este golpe en nuestro amor propio: que no nos extrañe, por ello, que proliferen las creencias en las más variopintas conspiraciones antes de aceptar que lo impersonal pueda desencadenar consecuencias sociales y económicas formidables. Ya nos advirtieron quienes montaban tragedias en la antigua Atenas: la soberbia es la más letal de las pestes para el cuerpo político.
Agarrarnos desesperadamente a lo probable no nos va a decir nada sobre lo posible. Al contrario, sólo servirá para cultivar tristezas y terminar atragantándonos de impotencia. Que nos resulte más fácil imaginar el fin del mundo que el fin de nuestro modo de vida, ese realismo capitalista que ha pasado a convertirse en la religión de nuestra época, asfixia la mera posibilidad de imaginar alternativas. Me ha entristecido, incluso enrabietado, leer a autores y autoras a los que admiro desde hace mucho aprovechar este acontecimiento para atrincherarse en sus ideas. Al parecer, no aguantan que lo imprevisto estropee sus teorías. Defiendo, para quien quiera escucharme, que no es el tiempo de las predicciones, sino de las ficciones, de poner en práctica nuestra imaginación radical para narrarnos de otra manera de dónde partimos y adónde queremos llegar. Quienes me conocen y me leen saben que me ilusiona la puesta en práctica de una de estas ficciones: la renta básica universal e incondicional como un nuevo derecho humano para liberarnos de esos pedagogos de la crueldad que pregonan que la vida hay que ganársela. No sé si ha llegado su tiempo, tampoco me importa demasiado, pues no conozco ningún derecho social o político que haya caído del cielo. En todo caso, tampoco considero que deba ser la conciencia de nuestra vulnerabilidad lo que nos una en una vinculación negativa: los seres humanos no somos más vulnerables que cualquier otro viviente, tampoco en eso somos excepcionales. Prefiero centrarme en lo que podemos, precisamente porque tampoco lo sabemos.
“Y el hecho es que nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo”, escribía Spinoza en el ya lejano siglo XVII, pero sabemos por experiencia que “el cuerpo, en virtud de las solas leyes de su naturaleza, puede hacer muchas cosas que resultan asombrosas a su propia alma”. Apuesto que esta bendita ignorancia de nuestra potencia, de nuestra capacidad de afectar y de ser afectados, sea lo que nos haga sentir y experimentar en común que la Realidad no es todo lo que hay.