Aquel 20 de noviembre mi padre llegó como cada noche agotado, pero en su rostro se dibujaba una sonrisa inusual de felicidad tras la larga jornada de trabajo como camarero en el restaurante. Una sonrisa muy distinta se instaló en mi rostro cuando en el colegio, esa mañana, nos mandaron a casa porque el dictador había muerto. Yo tenía trece años y había escuchado a mis mayores, siempre, entre susurros, hablar del asesino de mi abuelo Antonio y carcelero de mi abuelo Manuel.
Mi padre borró su sonrisa cuando preguntó por mi hermano Pepito y mi madre le dijo que estaba en la calle con unos amigos. Mostró su disgusto, su miedo, y me pidió que me acercase a la casa de su amigo Mingorance para ver si estaba allí y le pidiera que volviera conmigo a casa inmediatamente.
Los meses que siguieron, los años, los recuerdo trepidados e ilusionantes a medida que iba tomando conciencia de la realidad social y política del país. Mi candidez de adolescente parecía ser común a la mayoría de las personas de mi barrio, de mi entorno, en la escuela, en el mercado, en la ciudad, en toda Andalucía, en España entera. Me fascinaban mi padre y sus camaradas, militantes comunistas y luchadores sindicalistas que forjaron en mí la ilusión de saber que estaba ante quienes harían del mundo, de mi mundo, un lugar decente en el que vivir.
Atrás quedaron aquellas largas noches en vela preparando pancartas pintadas a mano y produciendo banderitas verdiblancas con tiras de raso pegadas sobre cinta adhesiva de doble cara que luego lucirían en el pecho de los manifestantes aquellos primeros de mayo en los que parecía que juntos cambiaríamos el final del cuento con un empacho de perdices para todos. Han pasado cuarenta años, mi padre y sus camaradas ya no están, murieron todos sabiéndose traicionados «por los suyos». Y otro Borbón está al frente del Estado y el ejército.
Los asesinos se fueron de rositas y sus herederos siguen chuleando al pueblo con el permiso de la autoridad incompetente.
Andalucía sigue sumida en el desprecio de quienes la ordeñan y pretenden devolverla a la edad media. Hoy, de nuevo, quienes luchan por su dignidad y la de los suyos dan con sus huesos en la cárcel y son empobrecidos por las sanciones económicas que contribuyen al engorde de la nómina de corruptos que se frotan las patitas antes la posibilidad de que en un futuro no muy lejano puedan volver a tener derecho de pernada sobre «feministas rojas de mierda». Esas que se creen que van a arrebatarles sus privilegios.
Sobre esta realidad y en este tono es que escribiré en esta plaza si a alguien le interesa.
Soy un andaluz nacido en el exilio interior en los sesenta. Tienen claro que no consentirán que podamos, pero lo que no saben es que nunca dejaremos de intentarlo.