Desde el principio del confinamiento, desde que la pandemia empezó a trastornar nuestras vidas cotidianas, me resisto a aceptar ese lenguaje bélico que usan los gobiernos, los partidos opositores, los medios y, lo que es aún más insensato, los expertos científicos. Un virus no es un ejército, tampoco una guerrilla ni un batallón de paramilitares. Entre los virólogos ni siquiera existe un consenso de que estemos ante un ser vivo. Para que haya una guerra se requiere de, al menos, dos grupos humanos combatientes organizados jerárquicamente, y que cada uno de ellos cuente con mandos que posean tanto conciencia como voluntad de diseñar una estrategia o desarrollar tácticas que lleven a la derrota del grupo considerado enemigo. Evidentemente el virus que nos atormenta y que impide que, por mucho que nos empeñemos, no seamos por ahora capaces de restaurar ninguna normalidad, no tiene conciencia ni voluntad y le da exactamente igual reproducirse con células humanas o de cualquier otro animal al que puede parasitar. Vería más razonable que usáramos metáforas relativas a los procesos migratorios: este virus está viajando alrededor del mundo y nosotros somos actualmente su medio de transporte. No obstante, dado que las migraciones irregulares están fuertemente castigadas, perseguidas y militarizadas en el mundo civilizado, tampoco creo que nos sirviera demasiado este cambio de registro lingüístico. Seguiríamos, como hasta ahora, matando moscas a cañonazos.
Puesto que la enorme mayoría de los europeos que estamos vivos en este momento no hemos vivido ninguna guerra, parece que nos resulta fácil hablar de batallas, combates y armamentos para referirnos a nuestra capacidad de detener la infección masiva de un microorganismo. El ardor guerrero impregna el debate en torno a las medidas de contención del coronavirus y te obliga a escoger bando, como si al virus le importara en absoluto donde te sitúes al respecto o tus creencias más o menos científicas o supersticiosas respecto a este asunto. La cuestión es que, afortunadamente, sólo hemos visto los terribles estragos de las guerras a través de pantallas. Por eso mismo conviene leer a quienes las vivieron, incluso en primera línea, y jamás renunciaron a sus convicciones pacifistas. Concretamente, me permito aconsejar a quienes están acomodados en el uso constante de expresiones bélicas la lectura de Simone Weil (1909-1943), filósofa francesa de origen judío, mística cristiana sin jamás bautizarse y miliciana anarquista en la Columna Durruti quien, en mitad de los combates del frente aragonés, escribió en su diario: “Me tumbo de espaldas, miro las hojas, el cielo azul. Un día muy bello. Si me toman, me matarán…Pero es merecido. Los nuestros han vertido sangre suficiente. Soy moralmente cómplice”.
La fuerza —la violencia, o el poder entendido como dominación— es aquello que transforma en cosa a cualquiera que esté sometido a su influencia, nos advierte Weil. Ejercitada hasta sus últimas consecuencias, convierte a un ser humano literalmente en una cosa, ya que produce un cadáver. En cualquier caso, el ejercicio de la fuerza tiene la capacidad de petrificar a quien está desarmado o desnudo ante ella. Tras su experiencia en la guerra civil española, Weil señala que lo primero en desaparecer en un combate es la posibilidad misma del pensamiento genuino: las cosas no piensan. Tampoco podemos simpatizar con la materia inerte y así es como ven los soldados a sus enemigos, como cosas sin vida aun antes de su muerte. Una guerra constituye el espacio y el tiempo por excelencia de la fuerza, que no sólo produce cadáveres, sino también esclavos, esa especie de humanos situados entre la vida y la muerte y a los que se les despoja de mundo interno, de modo que acabarán lamentando la desgracia de sus amos como si fuera la suya propia.
Weil encuentra en los cantos de la Ilíada de Homero, así como en las tragedias griegas, la exposición sublime de una enseñanza que nuestra civilización ha olvidado: si no ponemos límites a la fuerza, todos acabaremos convertidos en cosas, ya que tanto el vencedor como el vencido sale degradado ―deshumanizado― del contacto con la violencia o la dominación. Quizá lo más perverso de entender la vida como una guerra es que el fuerte no se considera de la misma especie que el débil, ni este último es tampoco capaz de reconocer su dignidad para plantar cara a la opresión a la que ha sido sometido. Además, sostiene nuestra filósofa, la guerra acaba por cancelar cualquier objetivo que no sea la mera destrucción del contrario, cancela incluso el objetivo de poner fin a la guerra. Así, la contienda subsiste en el tiempo porque sustrae los recursos mentales y físicos que nos permitirían escapar de la obsesión mortuoria que lo inunda todo.
Lo anterior, sin embargo, no hace que Weil deje de sostener como legítima y vital la lucha eterna entre sometidos y dominadores. Siempre, eso sí, que en lo que llamamos “lucha de clases” no intervengan entidades imaginarias cuyo nombre acabe en -ismo, pues estas palabras vacías no hacen sino ocupar en nuestros días el papel de los dioses en las antiguas mitologías, de forma que impiden que las acciones tengan objetivos concretos y provocan, por el contrario, rencores inextirpables, destrucciones delirantes y masacres sin sentido. Todo ser humano sometido a una amenaza de muerte, que es, en última instancia, la sanción suprema de cualquier autoridad armada, puede llegar a ser más obediente que la materia inerte. De ahí que Weil defienda que, mientras subsista cualquier forma de jerarquía social estable, los más débiles deberán luchar para que se les siga considerando humanos. Quienes ejercen las funciones de mando se sienten convocados a mantener el orden indispensable en toda forma de vida social y no conciben otro orden que el existente. Debemos reconocer, no obstante, que no se puede tener la certeza de que otro orden sea posible hasta que no esté constituido; por esta razón, Weil insiste en la imposibilidad de ningún progreso social sin una presión desde abajo que sea capaz de cambiar efectivamente las relaciones de fuerza y establecer nuevas formas de vida social. El encuentro entre la potencia destituyente de los de abajo y la fuerza conservadora de los de arriba genera el equilibrio perpetuamente inestable que define en cada momento la estructura social. Este encuentro sí es una lucha, pero no una guerra. La pasión de Simone Weil fue la de inventar formas de lucha en las que aprendamos a no admirar a los fuertes, a no odiar a los enemigos y a no despreciar a los desdichados. También fue muy consciente de que era improbable que esto sucediera pronto.