Nos estamos acostumbrando a sobrevivir.
¿Cómo llamaríamos a seguir vivos y sanos en mitad de una pandemia que deja una media de 400 muertos al día sólo en nuestro país?
Da igual quién domine la situación. Los nombres y los cuerpos de los dominadores son intercambiables. En el fondo, somos como ellos. Dominan los mejores supervivientes entre la masa de supervivientes que somos todos nosotros. Nos estamos salvando. Estamos haciendo aquello que el poeta nos dijo que no deberíamos hacer si queríamos quedarnos a su lado.
Hay gente, demasiada gente, que no se está salvando: algunos trabajan en primera línea para curarnos, pero, de todos modos, no puede salvarse quien no pueda parar, quien no pueda permitirse parar: si pararan se quedarían sin refugio y sin alimentos. A la intemperie. Dice una filósofa de las que desmontan todas las hipocresías violentas del humanismo, de apellido Haraway, que el problema más urgente de nuestra época es que la vida, no sólo humana, se está quedando sin refugios donde recrearse con calma, donde coger fuerzas, donde disfrutar de una compañía a la que cuidar y que también nos cuide, capaz de dar y recibir más vida.
Nos estamos acostumbrando al espanto cotidiano de sobrevivir. Nos estamos haciendo expertos en la servidumbre adaptativa. Los malos o los idiotas la llaman resiliencia. Nos vamos adaptando así, paso a paso, día a día, a la catástrofe de rendir cuentas, de los cálculos coste/beneficio, a vivir, en definitiva, como si no fuéramos cuerpos sensibles. Yo lo llamo derrota y hastío que devasta nuestra capacidad de imaginar otras vidas posibles, de encarnar otras formas de vivir. ¿No te avergüenza tu obediencia? A mí sí me avergüenza mi obediencia. Quiero creer que a ti también.
Nos salvamos cuando no reclamamos parar. Nos salvamos cuando decimos que tenemos que salvar la economía. La economía, así, sin apellidos, como si fuese la atmósfera, no tiene ni tendrá ninguna piedad con nosotros. Dice un pensador italiano, de apellido Berardi, que ya vivimos dentro del cadáver del capitalismo. Pero no encontramos aún ninguna salida. Porque este cadáver es un cadáver matemático. Otro italiano, un profeta que murió asesinado, dijo en su última entrevista: “ya no existen seres humanos, sino extrañas máquinas que chocan unas contra otras”. Pero también definió en qué consiste nuestra situación, es decir, por qué, en realidad, importa poco quiénes sean los dominadores: “el poder es un sistema de educación que nos divide en subyugados y subyugadores. Pero cuidado. Un mismo sistema educativo que nos forma a todos, desde las llamadas clases dirigentes hasta los pobres. Por eso todos quieren las mismas cosas y se portan de la misma manera. Si tengo en las manos un consejo de administración o una operación bursátil, los utilizo. Si no, una barra de hierro. Y cuando utilizo una barra de hierro hago uso de mi violencia para obtener lo que quiero. ¿Por qué lo quiero? Porque me han dicho que es una virtud quererlo. Yo ejerzo mi derecho-virtud. Soy asesino y soy bueno.” Este profeta se apedillaba Pasolini. Lo mataron el mismo día que pronunció estas palabras. También eligió el titular de esta entrevista: “todos estamos en peligro”. Pero él nunca quiso salvarse.
Estoy a favor de una huelga salvaje. Sin contemplaciones. Una huelga existencial. Un no tan rotundo a seguir sobreviviendo que no deje piedra sobre piedra de esta vida transformada en escuela de servidumbre.
Los humanos podemos sobrevivir solos. Pero sólo podemos vivir en compañía.
Pongamos una primera piedra para construir ese NO que afirma la vida contra las inercias que la destruyen. Construyamos los cimientos de los refugios que nos protejan contra la furia suicida de ese monstruo llamado Capitoloceno en cuyo vientre sobrevivimos.
Se trata de ser más libres para rechazar lo que hay.
Amig@s, háganse un favor aquí y ahora, no sean crueles ni con los demás ni con ustedes mismos, y firmen la iniciativa ciudadana para introducir en todos los países de la Unión Europea una Renta Básica Incondicional que garantice la existencia material y la participación social y política de todos nosotros. No es la panacea. Tampoco una revolución. No es ni más ni menos que un requisito para vivir en nuestros días, un requisito basado en la idea más alegre que conozco, la que grita que nadie es más que nadie.