Todos se han ido a casa.
Los fuegos de artificio terminaron.
¡Qué oscuridad!
(Haiku, Masaoka Shiki, 1867-1902)
Os confieso que son varios los días que llevo reflexionando sobre qué escribir. Son muchos los temas que me vienen a la mente y que me preocupan. Medito sobre ellos, analizo los argumentos fuertes y débiles para acabar desechándolos todos, porque estimo que no interesan a nadie. Vivimos una situación complicada y nada es como parece. Frente a las verdades absolutas, los juicios infalibles y el pánico general, la realidad es más complicada y llena de matices. Y eso no está bien visto. No interesa.
Pensé en escribir sobre un asunto que me parecía bastante serio: la flagrante vulneración de la Constitución española de 1978 con la excusa de la declaración del estado de alarma, paradójicamente por quienes se dicen sus más acérrimos defensores. En efecto, el artículo 55.1 de esta norma fundamental deja claro que, entre otros, los derechos a la libertad personal; al secreto de las telecomunicaciones; a elegir libremente residencia y circular por el territorio español; la libertad de expresión; o el derecho de reunión, no pueden ser suspendidos a no ser que se declare el estado de excepción o de sitio. Es más, la propia Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, establece en su artículo once las medidas que se podrán acordar en el decreto que que declare el estado de alarma. Nada se dice aquí de confinar a la población en sus casas, ni de impedir circular por el territorio de manera generalizada o de intervenir las telecomunicaciones. Lo más parecido sería la posibilidad de “limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos”. Es decir, una medida no general, sino con limitaciones. ¡Ojo! Que no estoy diciendo que no hubiera debido decretarse el confinamiento domiciliario general y la prohibición de circular por el territorio. Estudié derecho, no medicina. No soy epidemiólogo, ni siquiera aficionado, y por eso no me considero capacitado para opinar sobre si esas son o no medidas adecuadas desde el punto de vista sanitario. Únicamente digo que si se considera necesario restringir esos derechos y libertades la fórmula jurídica adecuada es la declaración del estado de excepción que, eso sí, requiere mayores requisitos y un mayor control del Congreso de los Diputados. Pero bueno, parece que a nadie le importa este asunto. Existe consenso social y político y todos han aceptado que a través de una declaración de estado de alarma se puedan limitar derechos y libertades como se está haciendo. Mejor, pues, no extenderme sobre ello.
Otro asunto que me preocupaba y sobre el que pensaba escribir era sobre la deriva centralista y autoritaria que vengo observando en el Gobierno español, a propósito de la crisis del COVID-19. Es cierto que tampoco es un tema muy popular y soy consciente de que puede causar rechazo por interpretarse que se hace política con un asunto tan grave como la salud y la vida de las personas. Aun así estuve reflexionado sobre esta cuestión, muy relacionada con la anterior, por que entiendo que mi conciencia ciudadana que exige una crítica racional a todo y a todos. Desde el principio se nos ha mostrado que la mejor manera de enfrentar la crisis sanitaria es tratarla como si fuera una crisis de orden público. El Mando Único, en una primera etapa convenientemente escoltado por policías y militares, da diariamente el parte de bajas. Utilizando un lenguaje bélico y sacando al ejército a patrullar las calles o a desinfectar instalaciones (una labor que es más propia de bomberos o protección civil, con más experiencia y más económicos), se ha ignorado por completo la estructura territorial del Estado autonómico. Se anuncian medidas los sábados en ruedas de prensa y el domingo se celebran videoconferencias con presidentes autonómicos, no para coordinar nada, sino para anunciarles lo que deben hacer. Y esto no sólo es una muestra de desprecio a la Constitución y de falta de respeto a quienes también son Estado, las Comunidades Autónomas y las entidades locales. Sino que, por encima de todo, se trata de una actitud que resta eficacia y encarece las actuaciones para atender a los enfermos y evitar contagios. En efecto, en un Estado descentralizado como el nuestro, son las Comunidades Autónomas las que gestionan la sanidad (organización de distritos sanitarios, planificación de contratos públicos de suministros, gestión de plantillas de personal, etc.); la educación (centros educativos, profesorado, curso académico, currículos, etc.) o los asuntos sociales (ayudas, centros de atención, etc.). Que menos que no sea un señor desde Madrid el que lo decida todo sino que consensúe las medidas que haya que tomar con quienes las gestionan de manera efectiva. La última decisión desafortunada ha sido la planificación del desconfinamiento por provincias, ignorando la realidad autonómica del Estado para no perder un ápice de poder, volviendo a una situación pre-constitucional. No obstante, este tampoco parece ser un asunto que interese a nadie y tampoco merece la pena que me extienda so pena de verme acusado de querer derribar al gobierno de progreso.
Dándole vueltas me propuse escribir sobre un asunto más cercano a mí, al menos profesionalmente: las medidas normativas adoptadas en materia de protección de las personas consumidoras y usuarias. Bueno, me dije, este es un tema técnico, no político. Al menos así evitaría que los hooligans de uno y otro bando me acusaran de apoyar al contrario. Hay que andarse con cuidado porque si osas criticar aspectos de la gestión del Gobierno te tachan de hacerle el juego a la ultraderecha. Y si reconoces aciertos en su gestión (que los hay) o que difícilmente otro Gobierno lo hubiera hecho mejor o diferente, les falta tiempo para llamarte podemita o perroflauta. El caso es que me puse a estudiar la nueva y farragosa normativa de consumo para el estado de alarma y encontré medidas positivas (suspensión de los cortes de suministros energéticos básicos, por ejemplo), con otras que no lo eran tanto y que suponían un retroceso en los derechos de las personas consumidoras (obligación de esperar un año para que te devuelvan lo pagado en un viaje combinado o 60 días para la devolución de un billete de avión o la cuota de un gimnasio). Por no hablar del enorme debate jurídico que tuvimos que mantener, y que ganamos, para conseguir que se reconociera algo obvio: que, durante el estado de alarma, las empresas que seguían funcionando continuaban estando obligadas a atender las reclamaciones que les presentaran sus clientes disconformes con un producto o servicio. Pero de nuevo me encontré con la indiferencia de la mayoría de la población a quien sólo le preocupaba no contagiarse con el virus.
Está claro que ningún tema interesa. El pánico al virus lo tapa todo. Es la consecuencia natural del sistema apuntada desde hace ya tiempo: convertirnos en individuos aislados unos de otros, sin afectos, sin lazos sociales ni comunitarios. Disfrutando de un ocio personal y telemático. Sospechando de todo y de todos. Temiendo el contagio que puede estar en cada casa, en cada esquina, en cada perro, en cada niño, en cada adulto sin guantes ni mascarillas. Convirtiendo en normal el no besar a unos padres, el no abrazar a un amigo. El miedo lo envuelve todo y lo llena todo de oscuridad y de soledad. Es la nueva normalidad.
Y, entonces, como reconocen Winston y Julia, los protagonista de la novela 1984, de George Orwell, sólo te importas tú mismo y después de eso no puedes ya sentir por la otra persona lo mismo que antes.