¡Penitenciágite! ¡Vide cuando draco venturus est a rodegarla el alma tuya!
¡La mortz est super nos!
¡Ruega que vinga lo papa santo a liberar nos a malo de tutte las peccata!
¡Ah, ah, vos pladse ista nigromancia de Domini Nostri Iesu Christi!
Et mesmo jois m’es dols y placer m’es dolors…
¡Cave il diablo!
Semper m’aguaita en algún canto para adentarme las tobillas.
¡Pero Salvatore nos est insipiens!
Bonum monasterium, et qui si magna et si ruega dominum nostrum.
Et il resto valet un figo secco.
Et amen. ¿No?
(Monje Salvatore de Monferrato, El nombre de la rosa, de Umberto Eco)
¿Se han fijado que en las películas de miedo hay una serie de personajes que suelen ser los primeros en morir? La rubia atractiva, el gracioso que va de listillo, el descreído que pone en duda el peligro que acecha, etc. Por contra, quien sobrevive a menudo es, o bien el héroe que hace gala de su liderazgo, habilidad o fuerza; o bien quien desde el principio ha comprendido la situación, ha seguido las reglas y ha logrado pasar desapercibido, escapando del peligro. Todo bastante filofascista, hay que decirlo, aunque, afortunadamente, no siempre es así.
Es innegable que tanto la literatura, como el cine de terror gozan de gran atractivo para un amplio sector de la población. Ya sean catástrofes, plagas, monstruos, asesinos en serie, fantasmas u otros seres, existen múltiples explicaciones psicológicas de la causa de que a muchos nos guste pasar miedo, sentirnos mal y, en no pocas ocasiones, hacer sentir mal a los demás. Empatía, compasión, tensión adictiva o mero sadomasoquismo tratan de explicarlo con mayor o menor fortuna.
El gusto por las desgracias, propias pero sobre todo ajenas, alcanza su cénit con el subgénero profético-apocalíptico, tan en boga estos días. El anuncio de males futuros ha gozado siempre de gran popularidad y hunde sus raíces en religiones, sectas y creencias de todo pelaje de miles de año de antigüedad. La mecánica es siempre similar: bajo un manto de superioridad moral (en otros tiempos otorgada por el contacto directo con Dios que tenía el iluminado de turno; hoy por un supuesto cientificismo dogmático rayano con la superstición), se anuncia un mal inminente (fin del mundo, destrucciones, enfermedades o rebrotes). La desgracia ha de profetizarse para un futuro próximo para que cause efecto (miedo). Y es que, claro, si alguien anunciara la destrucción del Sol dentro de 5.000 millones de años no causaría mucho impacto, siendo cierto no obstante. Sin embargo, si uno augura un rebrote de un virus para dentro de 15 días lógicamente preocupará a mucha más gente (y atraerá a más audiencia, no cabe duda).
Las profecías apocalípticas suelen tener todas el mismo fallo: que no se cumplen (si alguna se hubiera cumplido haría tiempo que no estaríamos aquí). Pero eso tampoco importa mucho porque, o bien la mayoría de la población las olvida (y sólo recuerda aquellas que cree haberse cumplido), o bien son sustituidas inmediatamente por nuevas profecías apocalípticas (el rebrote cuando acabe el confinamiento, cuando salgan los niños, cuando salgan los deportistas, cuando abran los bares, cuando abran las piscinas, cuando empiecen los colegios…). Naturalmente, toda amenaza de males futuros entraña un componente sádico en quien la formula: el deseo íntimo, explícito o no, de que se cumplan (el tan manido y placentero para algunos ¡te lo dije!). Igualmente, toda profecía va asociada a una serie de reglas -tanto lógicas, como absurdas, tanto basadas en la ciencia, como en la magia- cuya observación es necesaria para obtener, si no la salvación, al menos el no reproche moral del resto de creyentes en la promesa de mal futuro. Creyentes que se emplearan con celo en perseguir a aquellos que con su conducta no sigan las reglas o, peor aún, duden de la existencia del mal futuro.
Ejemplos de lo anterior tenemos muchos en la historia de la humanidad. El componente mesiánico y apocalíptico de los cristianos de los primeros siglos es innegable. Llegó el mesías y el mundo se acabaría en breve. Se trataba del milenarismo que tantos partidarios tuvo al menos hasta el siglo IV. Arrepentíos y salvad vuestras almas. Luego, claro, el fin no llegaba y habría que retrasarlo. Durante el siglo VII proliferaron las crónicas apocalípticas en la frontera del Imperio Romano de Oriente y el Imperio Persa Sasánida, posiblemente fruto del clima de caos, guerras interminables e invasiones de unos y otros. Este sería el caldo de cultivo de otro sistema religioso con un importante componente escatológico como es el islam. En el siglo XII vuelven a coger auge las doctrinas milenaristas, que anuncian el fin del mundo y tremendas desgracias, quizás como consecuencia de las hambrunas, las guerras y la crisis social. Un caso paradigmático sería el de los flagelantes durante los siglos XIII y XIV, que creían firmemente en el próximo fin del mundo e iban de ciudad en ciudad en tétricas procesiones que culminaban en crueles azotes colectivos para obtener el perdón de Dios en un mundo plagado de peste, miseria y muerte.
Hasta aquí una historia interesante, plagada de anécdotas curiosas y que muchos viven hoy día con esa mezcla de miedo, angustia, dolor y, en algunos casos, de sadismo. Nada que objetar. Lo malo empieza cuando los milenaristas modernos intentan imponer su pensamiento mágico al resto de la población por encima incluso de las propias normas y de una cierta racionalidad (reproche social a todo aquel que no lleve mascarilla aunque vaya solo por la calle; prohibición de jugar con palas, pelota o colchonetas a los miembros de una misma familia en la playa, etc.). O lo que a mi juicio es peor aún: ocultar las verdaderas causas de muertes y rebrotes, achacándolas a una supuesta enorme letalidad y capacidad de contagio del virus (plaga bíblica) unida a una actuación irresponsable aquellos descreídos (reproche social).
Denuncias a quienes están en bares, playas, piscinas o parques oirán muchas en estos días (¡haced penitencia, imprudentes!). Críticas de un sistema deplorable y privatizado de cuidados de mayores y dependientes; de un sistema sanitario público necesitado de inversión; de condiciones laborales indignas y de vida inhumanas de trabajadores, migrantes y autóctonos, que favorecen los contagios verán muy pocas. Ese es el problema.