Poner puertas al campo a la Fiesta

12

Desde hace unos años asistimos principalmente en Sevilla, pero también en otras ciudades andaluzas, al fenómeno de las mal e injustamente llamadas cofradías “piratas” o “ilegales”.

Para comprender este fenómeno y valorar su importancia de cara al futuro de la propia Semana Santa como la gran fiesta andaluza deben tenerse en cuenta varios factores.

En primer lugar, debemos tener en cuenta la persistencia de la interpretación reduccionista que desde determinados sectores se tiene de la Semana Santa andaluza como una manifestación exclusivamente religiosa. Interpretación compartida, desde posiciones supuestamente opuestas, aunque coincidentes en su carácter prejuicioso, tanto por la pseudo-progresía, como por el integrismo católico.

En Andalucía, la Semana Santa es una manifestación sociocultural compleja que cumple e implica una multiplicidad de funciones y dimensiones que son las que convierten a la conmemoración cristiana de la pasión y muerte de Cristo en una fiesta y la hacen fundamentalmente diferente de las semanas santas de otras sociedades, traspasando absolutamente los límites de lo doctrinal y eclesiástico, para abarcar una gran diversidad de sentidos y significados profundamente enraizados en la cultura andaluza

Esta complejidad es el resultado de su aprovechamiento como uno de los pocos espacios que, bajo el paraguas del catolicismo como ideología legitimadora y la iglesia como estructura de poder, ha permitido al pueblo andaluz, al menos desde la imposición del poder castellano, la expresión de la sociabilidad de amplias capas de la sociedad andaluza, convirtiéndose en uno de los rasgos diferenciales del ehtos andaluz: lo que algún colega ha denominado el “cofradierismo. Es por ello que las hermandades y cofradías, como entidades formales que han dotado de estructuras organizativas a estas expresiones de la sociabilidad, se han convertido en las formas de asociacionismo más ampliamente difundidas y con una mayor importancia en Andalucía, en comparación con lo que sucede en otras sociedades del orbe católico. Y ello en aparente contradicción con la decadencia e incluso desaparición que algunos, allá por los años 70 y 80 del siglo pasado, aventuraban sobre las mismas como consecuencia inevitable, según ellos, de la modernización y la secularización de la sociedad andaluza.

Lo anterior explica también la permanente tensión existente entre la institución religiosa y estas entidades, cuyos fines y funciones van mucho más allá de los estrictamente cultuales y devocionales, hasta convertirlas en auténticas instituciones multifuncionales, con implicaciones sociales, políticas, económicas e identitarias.

Esta condición, como es bien sabido, ha suscitado desde antiguo el interés de la Iglesia, por mantener el control sobre estas entidades, como una poderosísima arma de influencia social, y al mismo tiempo, el recelo sobre su autonomía, intentando siempre depurarlas de todo lo que, desde su óptica, las alejara de sus fines estrictamente eclesiales, adulterándolos con prácticas devocionales y rituales consideradas desviadas y heterodoxas, cuando no directamente paganas.

Esta contradicción ha ido in crescendo conforme la sociedad se ha modernizado con la extensión de la educación y de los valores laicos, frente a los que la iglesia, como respuesta ante el gran descenso de la práctica religiosa formal (número de bodas, bautizos, funerales, asistencia a cultos regulares, cumplimiento de sacramentos) intenta mantener su predominio a través del monopolio de las manifestaciones públicas de las hermandades y cofradías.

A ello responde el giro que, al menos en apariencia, viene experimentando la iglesia andaluza en general y sevillana en particular en los últimos tiempos, en cuanto a la consideración de las fiestas en las que estas cofradías desempeñan un rol fundamental, hasta el punto de haber pasado de su menosprecio, a definirlas como muestras de la “devoción popular” (retorciendo y resemantizando un concepto, mucho más amplio e integrador como es el de “religiosidad”) y a reivindicarlas como propias, en un proceso que yo calificaría, por analogía con la apropiación masiva de inmuebles realizada por la misma, como “inmatriculación del patrimonio inmaterial”, con operaciones tan espectaculares como el patrocinio u organización directa de diversas procesiones magnas, santos entierros grandes, santas misiones, y demás espectáculos de masas en los que las hermandades y cofradías se ven sometidas a una fuerte presión para lograr su participación y, con ella, el arrastre de sus cofrades y seguidores como extras necesarios para el logro del mayor esplendor de los eventos en los que la autoridad eclesiástica aparece como protagonista central e indiscutible.

Se ha pasado así de la actitud crítica y restrictiva de la jerarquía eclesiástica ante la proliferación de coronaciones, salidas extraordinarias y procesiones conmemorativas, a la sorprenderte afirmación del señor arzobispo de Sevilla, recogida en los medios locales, en el sentido de que “No hay tantas salidas extraordinarias”.

Frente a esta clara ofensiva apropiadora, las hermandades y cofradías “oficiales”, crecientemente mediatizadas en su autonomía desde su conversión en asociaciones religiosas de culto público bajo la autoridad y la legislación eclesiástica, ven mermada su capacidad de decisión.

Pero la potencia de la Semana Santa hace que, al menos por el momento, esta estrategia de control no haya conseguido imponerse de manera irreversible y que, como respuesta a los estrechos márgenes que desde la institución tratan de disciplinarla, asistimos, entre otros, al crecimiento del fenómeno de las cofradías que, a través de la figura de asociaciones civiles, y ante las dificultades y trabas impuestas por la iglesia para su reconocimiento oficial, canalizan la necesidad de personas, sectores sociales y zonas urbanas que por diversas circunstancias ven cerrada la puerta de la iglesia para poder disponer de espacios de expresión de su sociabilidad, su religiosidad, sus sentimientos y su sentido de pertenencia a través de las principales formas y manifestaciones establecidas culturalmente para ello en Andalucía.

Personas a las que, por su condición social, su orientación sexual, haber sido apartados de la iglesia tras su divorcio, estar unidas civilmente, o simplemente por no mantener una práctica religiosa regular, se les impide integrarse en las cofradías y hermandades oficiales, y no digamos ya participar en sus órganos de gobierno.

Ante todo ello, la respuesta de la autoridad eclesiástica ha sido y es como mínimo de condescendiente superioridad, cuando no de rechazo y animadversión, como la que expresaba en 2012 el Vicario General de la diócesis, prohibiendo a párrocos, clero, hermandades, congregaciones religiosas o a cualquier “buen cristiano” la más mínima colaboración con estas asociaciones, o mucho más recientemente, el Delegado Diocesano de Hermandades y Cofradías, considerándolas como “producto del desconocimiento o de no encajar en la comunidad parroquial, … crean confusión ante los fieles… Da lugar a perplejidad”. Menosprecio ampliado hasta el insulto por algunos de los voceros de la curia en determinados medios de comunicación que no se cortan en reclamar que la autoridad eclesiástica ponga pie en pared ante el riesgo de que, según ellos, se “impongan visiones laicistas de la Semana Santa”.

Pero es imposible poner puertas al campo y en una sociedad democrática, cada vez más secularizada, la Iglesia ha perdido gran parte de la autoridad que en otros tiempos le otorgaba su alianza con el poder temporal, viéndose crecientemente incapaz de imponer su control monopolizador sobre las creencias, sentimientos y devociones, sobre todo cuando su apropiación por la ciudadanía, no solo no suponen mofa o escarnio, sino todo lo contrario. ¿Quién y con qué derecho puede impedir a una persona o a un grupo adquirir una imagen de cristo o virgen y expresar a través de ella su devoción y su sentido de pertenencia a un grupo? La condena a no ser bendecidas por la jerarquía cada vez supone un menor efecto disuasorio.

Por otra parte, está el factor del tiempo y el espacio. La expansión de la ciudad y la mejora relativa de las condiciones socioeconómicas de la mayoría social hacen cada vez más inviable el mantenimiento del marco físico y temporal para el desarrollo de la fiesta. El crecimiento de las zonas urbanas de la periferia, en parte debida a la expulsión del vecindario tradicional de los barrios del casco histórico hacen que, por un lado, esta población se vea alejada de las cofradías tradicionales con las que poder mantener vinculación con su lugar de origen y busque recrear esta forma de expresión de su sociabilidad en su nuevo espacio residencial junto con otros muchos de sus convecinos igualmente desarraigados de su espacio vital y, por tanto, necesitados de reconstruir un sentido de pertenencia colectiva, y una nueva identidad de barrio.

Pero la semana de pasión, a pesar de su ampliación con el domingo de resurrección y los dos días de las vísperas, tiene una duración limitada. No parece posible, ni deseable, la extensión del tiempo festivo, so pena de desvirtuar lo que constituye uno de los elementos esenciales que dotan de potencia simbólica a todo ritual festivo, su carácter de acontecimiento especial. Por tanto, no parece probable que sea factible habilitar la ampliación temporal que permita la incorporación a este calendario oficial de las nuevas cofradías.

A este colapso temporal hay que añadir la limitación del espacio físico en el que confluyen las estaciones de penitencia de la mayoría de las cofradías reconocidas, la denominada carrera oficial. De hecho, en la actualidad 16 de ellas, las de las vísperas, no incluyen dicha carrera en sus itinerarios. Y no es solo cuestión de que el trazado de este tramo oficial de obligado recorrido tenga una extensión reducida, con lo que el problema pudiera paliarse hasta cierto punto con su prolongación, sino que el creciente control sobre el mismo ejercido por la autoridad civil en colaboración con el Consejo General de Hermandades y Cofradías, a través del CECOP, con sus aforos de público, vallas, limitación de tiempos de paso, zonas habilitadas para el alquiler de sillas, prohibiciones de ocupación de determinados lugares, etc., todo a fin de garantizar la “seguridad y el orden público”, acentúa la estrechez y dificulta la expresión festiva, convirtiendo a la carrera en una especie de cofradiódromo para turistas, cada vez más hostil para una parte importante de la población, que renuncia a verse sometida a este dispositivo antitético a la propia esencia de la fiesta.

La función de control de los “desmanes” y “comportamientos licenciosos” que motivo el establecimiento por parte del arzobispo Niño de Guevara de la carrera oficial para el recorrido de las estaciones de penitencia de las cofradías hace más de cuatrocientos años, se ha convertido hoy en un auténtico obstáculo que amenaza, no ya con imposibilitar la incorporación de alguna que otra de las nuevas cofradías, sino con acentuar los conflictos entre las que actualmente participan en ella provocados por la posible limitación del número de penitentes, o por los turnos y tiempos de paso, entre otros temas.

Hasta tal punto está en cuestión la carrera oficial que incluso algunos representantes de la Semana Santa más ortodoxa llegan a manifestar que “a lo mejor no todas las cofradías tendríamos que ir a la catedral” (Hermano Mayor de El Silencio)

El hecho de que la práctica totalidad de las nuevas cofradías, sean reconocidas oficialmente o no, no solo hayan renunciado a incorporarse a la carrera oficial por razones del excesivo coste que ello supondría en términos de tiempo y esfuerzo para los integrantes de sus cortejos, sino por su opción prioritaria de cara al fortalecimiento de sus vínculos con sus barrios, augura el inevitable proceso de descentralización que, volviendo a sus orígenes, haga viable la continuidad de la Semana Santa como la gran fiesta mayor de Sevilla.

El futuro de la Semana Santa será incorporando a estas nuevas cofradías y sus formas de participar en la fiesta o no será.