El españolismo es una bestia. Su propósito es subordinar el constitucionalismo al nacionalismo, al más zafio de los nacionalismos. El españolismo rampante descuartiza el régimen constitucional que dice defender. Le arranca la cultura de los derechos humanos en que reposan los tratados internacionales que hicieron creer en la humanidad. Le roba los Estatutos de autonomía que hicieron creer en el reparto del poder y en la solidaridad entre pueblos hermanos. Que hicieron creer en Andalucía. El nacionalismo español reduce la Constitución de 1978 a una antología arbitraria de valores cuya validez se basa en su pura coincidencia con un orden de valores superior y exterior al de la Constitución, los Estatutos y las leyes. Para el españolismo hegemónico, pilares como la unidad de la patria, el artículo 155, la defensa nacional, el ejército o la corona son importantes por sí solos, no porque la norma constitucional o el consenso democrático lo determine.
El españolismo es la antítesis del constitucionalismo. El españolismo, del que Vox no es sino la punta del iceberg, resulta incompatible con el régimen constitucional de 1978 y con los valores que lo definen: la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo. El españolismo, como nacionalismo autoritario, centralista y neoliberal, se opone a los principios del constitucionalismo democrático que hizo posible el Estado de bienestar. La concepción democrática y constructiva del nacionalismo español murió con Manuel Azaña en 1940. A partir de entonces, cuesta rebatir que el españolismo es una bestia que embiste contra el nexo entre poder constituyente y Constitución, vinculando ésta a un orden intangible y aquel a una pulsión funesta.
¿Quién alimenta a la bestia? ¿Quién ha desatado a los titanes que creíamos bajo control? Aquí las respuestas se diversifican, y es entonces cuando surge la necesidad de esclarecer el objetivo. A día de hoy, éste no puede ser otro que devolver a los titanes al inframundo. Como federalista andaluz, como andaluz convencido de la íntima conexión entre democracia y autogobierno, vengo escuchando una objeción con cierta recurrencia. Es aquella que sitúa a Andalucía como parte del problema. Como me decía un buen amigo, Andalucía no es una nación y sí es, en cambio, el ejército de choque a través del cual se expresa el españolismo. Andalucía habría sido durante años una especie de agente encubierto del españolismo, que usaba su autonomía para atacar indirectamente a Cataluña y otras nacionalidades. De un tiempo para acá, Andalucía habría decidido desenmascararse como peón en el ajedrez españolista del “a por ellos”, pero todo formaría parte de un mismo proceso. Poca novedad. Andalucía, y el andalucismo, harían el trabajo sucio al españolismo. Ya viene siendo hora de que lo asumamos de una vez, según mi buen amigo.
Es verdad que Andalucía no es una nación, al menos políticamente hablando. El cuerpo electoral andaluz no ejerce una acción política en sentido nacional andaluz, y mucho menos nacionalista, desde hace mucho, mucho tiempo. Sostener lo contrario supondría negar una evidencia. Ser consciente del alcance de este hecho no quiere decir que haya que olvidar lo que Andalucía es constitucionalmente ni lo que Andalucía implica cultural y socialmente. En esto reside la clave de lo que Andalucía puede ser políticamente, y no al revés.
En primer lugar, según el Estatuto de 1981, refrendado por el pueblo andaluz, Andalucía es una “nacionalidad” (o sea, una nación). El de 2007 volvió a hacerlo y la Constitución lo avala mediante su artículo 2. Éste es nuestro patrimonio constitucional. En segundo lugar, lejos de los anhelos románticos, hay que reconocer objetivamente que la identidad cultural de Andalucía remite a una serie de valores y referencias plurales, humanistas, universales. Quien mejor ha entendido esta realidad es el españolismo. Por uno y otro motivo, el españolismo tiene especial interés en reducir Andalucía a la nada. No es casualidad que Vox impugne la existencia de Andalucía e incluso se abstenga de reorientar el regionalismo folklórico latente hacia sus intereses. Sencillamente, aspira a erradicarlo. El españolismo hegemónico requiere la anulación de Andalucía por lo que Andalucía es y por lo que puede ser.
Si Andalucía es parte del problema, el problema será irresoluble hasta que no entendamos que también es parte de la solución. La regionalización de Andalucía primero y su vampirización por el españolismo después han tenido mucho que ver con que el perro rabioso del españolismo ande suelto. Urge reconocer que quienes se han esforzado en vaciar de contenido la identidad cultural, civil y constitucional de Andalucía durante décadas han facilitado que ésta se diluya como un azucarillo en el pozo negro del españolismo. Achacar este dramático desenlace a quienes, pese a los malos tiempos, han sostenido lo contrario un día tras otro, parece poco reparador.
Si aceptamos que Andalucía es la punta de lanza del “a por ellos” incurriremos en el error de elevar la consecuencia a causa del mal. Cuando el diagnóstico falla en un punto esencial, el tratamiento está abocado al fracaso. Por una parte, aquel planteamiento es tan errado como confundir víctima con verdugo. Un diagnóstico cargado de malas aunque necesarias noticias abre paso, entonces, a una estrategia inasumible y suicida. El indicio y la enfermedad pueden parecerse, pero no son lo mismo. Si aceptamos que Andalucía es eso, haremos que lo sea. El fascismo italiano hizo del Sur su bolsa de oxígeno. Supo aprovechar el malestar meridional ocasionado por un modelo de país desigualmente desarrollado, de grandes injusticias entre los italianos que nacían en un lugar o en otro. Pero las industrias siguieron en el Norte y el Sur tocó fondo. De manera análoga, Andalucía no es beneficiaria del españolismo, sino su primera damnificada. No compremos el relato al españolismo.
De otra parte, la terapia puede conseguir lo contrario de lo que se plantea. La propuesta de asumir el nuevo estado de cosas no ayudará a la resolución de la crisis constitucional, no parará los pies al españolismo y, además, no parece que pivote sobre una comprensión histórica del trayecto que, como andaluces y andaluzas, nos ha traído hasta aquí. Al contrario, renunciar al proyecto de Andalucía, subsumirla lisa y llanamente en España (incluso en un proyecto de España que consideramos perjudicial, por anticonstitucional), puede conseguir justo aquello que intentamos conjurar. No atisbar lo que Andalucía puede ser políticamente puede tener costes muy elevados cualquiera que sea el sentimiento de pertenencia o la conciencia política de quienes nos oponemos a la España del “a por ellos”.
Renunciar al proyecto de Andalucía alimentará a la bestia y le librará de uno de los principales obstáculos que ha encontrado en su camino. El españolismo se crece frente al independentismo catalán. Lo hemos visto. Frente a la identidad andaluza y aun frente al andalucismo, le entran las dudas, le flaquean las piernas. Porque, como decía José Luis Serrano con cierto tono freudiano, España es Andalucía, pero Andalucía no es España. O lo que es lo mismo: España se vale de la identidad andaluza para fortalecerse, para expandirse más allá de la Meseta, para hacerse medianamente viable. Pero Andalucía representa muchas cosas que España, la España del “a por ellos” desde luego, no podrá asumir bajo ningún concepto. Del mismo modo, Andalucía tampoco puede asimilar ciertos rasgos sin mutilarse en el camino. Difícil dilema, que acaba dejando a Andalucía en la estacada y confundida, preguntándose por su propio nombre.
El escudo de Andalucía representa a un joven Hércules que domina mediante la razón a los bajos instintos. No entreguemos Andalucía a la bestia como si se tratara de un vulgar trofeo. Ayudemos a que Hércules triunfe sobre los titanes y, por favor, no les regalemos nuestros leones.