«Si los videojuegos influyeran en los jóvenes, dentro de unos años estarían todos en habitaciones oscuras bajo luces intermitentes, tomando pastillas y escuchando música electrónica repetitiva»
Kristian Wilson, Nintendo, 1989
Un año más, vuelvo porque vuelven, contra los simulacros móviles y el «todo puede ir a mejor». O a peor. Una nueva edición del Mobile World Congress (WMC) ha ido acompañada, otra vez, de la vieja caravana de silencios atronadores -y cómplices- sobre la otra cara de la luna de la industria de la telefonía, tan real y tan silenciada como la que se ve y se propaga. En la espesa ley del silencio flota una obviedad: el único besamanos reverencial, feudal y anacrónico no es el dispensado por algunos cortesanos al Rey de Bastos. Algunos abren paso a golpes de porra, sí. Otros, a golpe de talonario y alfombras rojas. Y en ambos casos se decreta oficialmente el mutismo y la autocensura.
La otra cara del Mobile, sí, es la que es y no ha cambiado. Pero edición tras edición, queda menos espacio y menos tiempo para la mirada crítica, con valiosas excepciones como el congreso de Soberanía Tecnológica -SobTec, que recuerda que el capital va ganando por paliza la partida- y el Mobile Social Congress, impulsado por Setem. Por lo demás, dignas excepciones que confirman la disciplinada norma de mirar hacia otro lado, es como si sólo hubiera tiempo para el consumo, la publicidad y el selfie. Y el Galaxy 9. Y los gadgets. Y las gafas de realidad simulada para no tener que toparse con la estricta realidad real. Y la última app que nos revolucionará una vida simulada en simulacros -descarga, por si acaso, la que pica vasijas y repica cazuelas, que vienen tiempos de protesta general.
El cínico discurso oficial -«Better future «, era el lema de este año- recuerda tragicómicamente el discurso del ministro Dastis en Ginebra el pasado martes. Son tiempos de relato, de postverdad y de fake news . Dastis, sin despeinarse, (per) juró ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU el compromiso del Estado para continuar «denunciando casos en que líderes de la sociedad civil y defensores de los derechos humanos sufren amenazas o represalias». Mientras decía esto en Ginebra, Jordi Cuixart y Jordi Sánchez continúan encarcelados en Soto del Real. Hace cuatro meses y medio. Mientras juraba protección de los derechos humanos en el corazón de las Naciones Unidas, su gobierno ascendía a general al máximo responsable de la violencia policial del primero de octubre. Show virtual frente al choque de la realidad. Better future.
Anunciar lo que nunca se hace, afirmar en público lo que se niega en privado o impulsar exactamente lo contrario de lo que se dice es un clásico de todo poder: vender como novedad el humo del fuego de sus incendios. Publicitar better cuando resulta que es the worst. El MWC, por mucho que digan y por muchos recursos públicos que se drenen para que se quede, se sigue pasando por el arco de triunfo de la impunidad las resoluciones del Parlamento de Cataluña. Es decir, se ríe de la soberanía política de este país, que le reclama, en vano y desde el 2013, un espacio de reflexión sobre el rol de la industria del móvil en la cruel guerra del Congo y todas sus violencias: la extracción mafiosa y colonial del coltán, las 1.200 víctimas diarias directas e indirectas, el trabajo infantil y la violencia sexual contra las mujeres como arma funesta. Better future, Dastis: la diplomacia española denegó el visado a dos activistas congoleños que debían participar en el Mobile Social Congress.
Algún día, sin embargo, habrá que aclarar que los ordeñadores de silencio son los intermediarios catalanes -y no los tiburones transnacionales-, que han bloqueado siempre la simple posibilidad de abrir el debate, en medio de la ciudad de los grandes eventos que nunca aclara el balance real y desigual del impacto económico y social. Pasamos de puntillas también -no sea que se vayan y que la pela es la pela, como pregona la ley de la selva- sobre la explotación y las funestas condiciones laborales en las factorías chinas y asiáticas. Y nos olvidemos que los hoteles que lo llenan todo estos días son los mismos que vacían y revientan, cada día, los derechos sociales de la vida imposible de las kellys -sí, señorías, 2,15 euros por habitación limpiada-. Better future.
Y más, claro: nos hacemos el loco peligrosamente con la brutal distopía digital que nace en la cueva de Silicon Valley, este capitalismo disruptivo que nos somete a una nueva e inquietante condición antropológica: la pantalla. De propina, dejamos que el asalto a la intimidad y la privacidad nos lo hagan gratis: ciudadanos autotransparentes de vidrio contra la opacidad del poder de las tecnológicas que registran perfiles, hábitos y geolocalizaciones. El uso de la telemática y la cibernética con fines represivos hace años que está en el orden del día: tecnología punta para el control social. Palabra anunciada de Huxley: «»La dictadura perfecta tendría la apariencia de una democracia, pero sería básicamente una prisión sin muros en la que los presos ni siquiera soñarían con escapar».
Hay mucho más, claro, tras el fetichismo tecnológico y digital. El impacto ecológico en el entorno ambiental del vertedero electrónico, los impactos en la salud y las conductas -nuevas obsesiones y dependencias-, la mercantilización del conocimiento, la obsolescencia programada, la brecha de las desigualdades digitales o los ataques del poder a la neutralidad de la red. Y, por suerte, también las alternativas éticas, cooperativas, sostenibles y solidarias que existen. Tanto de éxito aparente conlleva el riesgo de fracaso democrático y quiebra de la autoestima social: no ser ni capaces de alzar la voz, para quienes no pueden hacerlo, y poder debatir, soberanamente, de violaciones de derechos humanos, de extracción sangrienta del coltán, de explotación laboral y de autoritarismo tecnológico. De la etapa parlamentaria, recuerdo que en estas fechas nos llovía siempre un pujolista «Esto no toca, ya hablaremos cuando pase». Y pasaba que el resto del año tampoco pasaba nada.
Tiene tantísima razón el filósofo eco-socialista Jorge Riechmann cuando afirma que la fe ciega en la tecnociencia y lo que es transhumano se ha convertido en mito, fantasía y religión. Como ya no podemos confiar en la condición humana, es mejor hacerlo en las máquinas que todo lo resolverán. Como ya no podemos confiar en la sostenibilidad de la vida en este planeta, es mejor que la busquemos fuera. ¿Y si nos dedicáramos a arreglar este? Riechmann sostiene, con todos los datos, reflexiones y valores a su favor, que el XXI será el siglo de la Gran Prueba. Porque si algo ha demostrado el ser humano es que es capaz, siempre, de hacerlo aún peor. Y ningún silencio auguró ningún futuro mejor.
PS. A todo esto, bienvenido a estas páginas, Miquel Ferreres. El 155 -judicial, político o mediático- nunca nos atrapará.
Artículo publicado en el portal de noticias catalán Ara.cat.