Sobre coños, maculadas e insumisiones

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En estos días se celebra el juicio contra las mujeres del cortejo del llamado Coño Insumiso, una performance que recorrió las calles de Sevilla, en el contexto de la manifestación del 1 de mayo de 2014, para protestar por las condiciones de precariedad y explotación laboral que sufrían, y siguen sufriendo, una gran mayoría de mujeres andaluzas. A Rocío Ballesta, Antonia Ávalos y Olga Cera se las acusa de un delito contra la libertad de conciencia, los sentimientos religiosos y el respeto a los difuntos (recogidos en el art. 525 del Código Penal), así como de un delito contra el ejercicio de los derechos fundamentales y las libertades públicas (recogido en el art. 510 del Código Penal). Todo ello gracias a la pertinaz denuncia de la Asociación de Abogados Cristianos, erigidos en guardianes de las esencias del catolicismo más reaccionario, amén de las esencias de las mujeres.

Ya fijada la fecha de la vista, y mientras las mujeres procesadas vienen sufriendo, cualquiera que sea el desenlace del juicio, la criminalización penal y económica, el Coño Insumiso volvió a hacerse presente en la última manifestación del 1 de mayo de 2019. Entonces las críticas aparecieron, esta vez provenientes de algunos miembros de un sindicato de clase, que tacharon de “mal gusto” la inclusión en la manifestación reivindicativa del cortejo del Coño, sin entender, habiendo olvidado o no queriendo recordar cuáles eran los objetivos de la misma y la pertinencia de incluir la performance en un contexto de reivindicación de derechos laborales, puesto que la precariedad laboral y la pobreza tienen nombre y rostro de mujer particularmente en Andalucía.

En el mismo mes de mayo de 2019, se abría al público, en la Diputación Provincial de Córdoba, una exposición titulada “Maculadas sin remedio”, “con el objetivo de plantear al público una reflexión sobre la feminidad, nuestro cuerpo, nuestros roles y el papel que jugamos las mujeres en la sociedad”; en ella, 14 artistas plásticas exponían obras de diverso tipo  en las que se reapropiaban del cuerpo femenino. Al poco tiempo, una de estas obras apareció rajada. En concreto, la titulada “Con flores a Maria”, de Charo Corrales. El obispo de Córdoba se apresuró a señalar que se había vivido en la ciudad “un rebrote de la lucha entre la Mujer y Satanás”, aunque sin aclarar cuál había sido el resultado de la batalla. Y advertía que ese combate siempre está latente y, de vez en cuando, se manifiesta. Al poco, la inmarcesible asociación de abogados cristianos, la misma que denunció al Coño Insumiso, salió de nuevo a la palestra para denunciar a las autoras de las obras. Previamente había sido archivada por la Fiscalía la denuncia interpuesta por el PP. La denuncia esta vez se interponía no solo contra la autora del cuadro, sino contra otras tres: Lourdes Faratell, Ángeles de la Torre e Inmaculada Rodríguez-Cunill. Además de contra la Diputación y la Delegada provincial de Cultura, a modo de aviso para navegantes. No obstante, hasta ahora, las autoras no han recibido citación personal alguna por parte del juzgado. Los delitos que se les han tratado de imputar, con más o menos éxito, han sido los de  escarnio, ofensa a los sentimientos religiosos y contra los derechos fundamentales.

Más allá de los delirios del obispo, el descoloque de algunos sindicalistas de clase y la pertinaz insistencia criminalizadora de los desocupados abogados cristianos, estos episodios, que debieran resultar cómicos, pero que son en realidad dramáticos tanto para quienes los sufren directamente como para el resto de las mujeres, son un ejemplo, en ámbitos diferentes, de los intentos de patrimonializar el cuerpo de las mujeres, algo que  de forma individual y colectiva no debemos seguir consintiendo.

Patrimonializar significa, en este caso, que el cuerpo de las mujeres, tanto en sentido material como inmaterial, pasen a considerarlo como propio las instituciones, organizaciones o instancias patrimolializadoras, enajenándolo a sus únicas y legítimas dueñas por  medio de la violencia física y/o simbólica.  De este modo, nuestra salud y nuestras enfermedades son patrimonializadas por la medicina, nuestra imagen es patrimonializada por la publicidad y el mercado, nuestras tareas y labores son valoradas en tanto que fuerza de trabajo y sometidos nuestros deseos y nuestro tiempo a las exigencias y la tiranía del extractivismo neoliberal, conviertiendo el cuerpo trabajador en patrimonio del capital, pero también de ciertas organizaciones que priman la defensa de los derechos laborales de los varones sobre los de las mujeres.

Para empezar, no debería contemplarse en el Código Penal el llamado delito de ofensa a los sentimientos religiosos, si no fuera por la histórica y permanente tutela que la Iglesia católica ejerce sobre nuestra sociedad, pretendiendo que donde se dice sentimientos religiosos, se entienda sentimientos católicos, al igual que donde se dice familia, se debe entender familia cristiana y donde se dice matrimonio, se debe entender la unión de un hombre y una mujer. De este modo, se pretende elevar las creencias personales a categoría pública, obligando al estado (¿aconfesional?) a vigilar que así sea y que ello prevalezca sobre cualquier otra libertad individual o colectiva, como la de expresión, por ejemplo. Así, con esta patrimonialización del cuerpo de las mujeres, la Iglesia mantiene su pretensión de preeminencia y control social, tratando de controlar o negando el derecho a decidir sobre la maternidad, las relaciones sexuales y afectivas, así como sobre las identidades y las representaciones de las mismas, planteando que únicamente no resultan ofensivas las que coinciden con las representaciones de santas vírgenes y santos varones patrocinadas por la institución.

El otro episodio de patrimonialización lo protagonizan las organizaciones o individuos que conciben la lucha de clases como la única rejilla desde la que interpretar la realidad que nos afecta a las mujeres, por encima de cualquier otra lucha, de la feminista, por supuesto, tratando de establecer una especie de ortodoxia reivindicativa, patrimonio de determinadas organizaciones sindicales, que son las que deben decir dónde, cuándo y cómo se lucha o se reivindica y expulsando cualquier otra metodología de análisis y reivindicación, a la que acusan, por heterodoxa, de dividir y debilitar.

Pero las mujeres estamos hartas de tanta patrimonialización, que nos somete, nos esclaviza, nos enferma, nos enajena y nos mutila. Y hemos empezado a subvertir ese orden injusto y desigual, poniendo en la escena pública nuestra protesta, que es rebelión e insumisión. Nos rebelamos contra quienes nos piensan inmaculadas, tratando de imponer en la sociedad un imaginario religioso que, si bien puede compartir una parte de la sociedad, no es el de toda. Tenemos que desenmascarar esa maniobra patrimonializadora de la Iglesia católica y sus asociaciones armadas, solo comparable a la avidez de las inmatriculaciones. Si pudieran, el día menos pensado, nos inmatriculaban a todas, declarando nuestros cuerpos, nuestras identidades y nuestras representaciones de su propiedad. De hecho, eso es lo que han venido haciendo históricamente. Pero hasta aquí…

También hay que subvertir esa idea caduca de la lucha de clases que sostienen ciertas organizaciones, para las que los feminismos en palabra y obra les resultan una molesta perturbación, que les descoloca su análisis de la realidad y se lo cuestiona, poniendo en entredicho su lucha masculinizada y machista y hasta las consignas que gritan en las manifestaciones. Si ellos no lo hacen, ya lo estamos haciendo nosotras.

Hay que desenmascarar todos los discursos patrimonializadores, vengan de donde vengan, también cuando vienen de cierto feminismo. Y para ello no hay instrumento más subversivo,  rebelde, insumiso y resistente que el cuerpo soberano de una mujer en lucha. Seamos tantas las insumisas y maculadas que volvamos inútiles los códigos e inservibles las denuncias. Hermanas, salgamos a las plazas, ocupemos las paredes con nuestras propias representaciones, paseemos las calles con nuestros cuerpos en triunfo.