El 28 de febrero es oficialmente el Día de Andalucía. No siempre fue así porque durante unos años la celebración fue el 4 de diciembre. Incluso, por el cambio de fechas, un año no hubo Día de Andalucía porque se hubiera celebrado dos veces en un espacio de menos de tres meses (aunque en años diferentes). Como escribí hace ya muchos tiempo (en 1986)[1] la medida no era inocente, como no lo es nunca un cambio de símbolos identitarios. El 4-D representaba, y sigue representando hoy para los soberanistas andaluces, el día que emergió en las calles, de forma masiva, la conciencia del pueblo andaluz, constituido en sujeto político, reivindicando el autogobierno. Por ello continuamos considerándolo nuestro Día Nacional. El 28-F fue también, sin duda, un día histórico: aquel que, en referéndum, ese mismo pueblo, superando todos los obstáculos legales y zancadillas políticas, ratificó esa aspiración. No un hilo, sino un grueso cordón de acero enlaza ambas fechas, por lo que desconocer donde está la fuente solo puede explicarse por ignorancia (que en este caso no existe) o por intereses poco confesables. Por decirlo con otras palabras: sin el 4-D jamás hubiera existido el 28-F.
¿Por qué, entonces, el cambio en la fecha de la celebración? En mi opinión, porque el protagonismo popular fue total el 4-D, siendo los partidos convocantes de aquellas manifestaciones totalmente desbordados por la marea popular no prevista, mientras que en el 28-F y, sobre todo, en cuanto ocurrió en los meses posteriores, hasta que fue reconocida la victoria de Andalucía en el referéndum, fueron los partidos los protagonistas. Reflejar esto simbólicamente -la prioridad de las urnas sobre la calle y de la partidocracia sobre las movilizaciones populares- era importante para fabricar el relato a difundir por quien resultó beneficiario de todo aquello: el PSOE. No es casual, ni simple resultado de la desmemoria, que, desde entonces, en las celebraciones oficiales y en las declaraciones de la mayoría de las organizaciones políticas, en cada 28-F apenas se aluda al 4-D (aunque en los últimos años del régimen psoísta éste intentó también vampirizar esta conmemoración intentando también apropiársela, o al menos neutralizar su potencial simbólico).
Es fácil constatar que el 4-D tuvo, desde aquel “primero” de 1977, y sigue teniendo hoy, un carácter fuertemente reivindicativo y popular mientras que el 28-F fue convertido muy pronto en un simple día festivo vacacional en que se repartían (y reparten) medallas y se pronuncian discursos complacientes sobre los avances, en su mayoría imaginarios, presuntamente conseguidos tras aquel referéndum que -nos dicen- abrió las puertas a una autonomía “plena” (?). Gracias a la cual se afirma que Andalucía está hoy muy cerca de aquella por la que luchó Blas Infante (como se recoge, sin rubor alguno, en el preámbulo del actual Estatuto de Autonomía, en una muestra casi increíble de cinismo).
Con todo, como la memoria es débil y porque una parte ya mayoritaria de la población andaluza actual no había nacido entonces o no pudo vivir, por su edad, aquellos años intensos, se hace necesario señalar algunas verdades y denunciar varias mentiras y muchos silenciamientos sobre el 28F. Sobre todo porque como es muy cierto, también en este caso, que “la historia la escriben los vencedores”, el relato más extendido sobre aquellos años fue el fabricado desde los despachos del PSOE, a mayor gloria propia y servicio de su política de nacionalismo de estado españolista y de su objetivo de constituirse en el eje central de la partidocracia del Régimen del 78 (como efectivamente lo ha sido y continúa siendo).
La primera y principal mentira, porque lo desfigura todo, es que el pueblo andaluz el 28F (e incluso algunos lo hacen retroactivo al 4D) se movilizó “por la homogeneidad e igualación entre todos los territorios del Estado”. Antes al contrario, la verdad es que la exigencia fue que Andalucía fuera reconocida como una nacionalidad histórica al mismo nivel que lo habían sido Cataluña, Euskadi y Galicia (estas por aprobar sus Estatutos de Autonomía durante la legalidad de la II República) y tuviera el mismo nivel de autogobierno que ellas. Para conseguirlo hubo que recorrer la senda casi imposible del artículo 151 de la Constitución Española, que era un diabólico laberinto, plagado de trampas, destinado a que ninguna Comunidad pudiera situarse junto a aquellas en la “primera división” autonómica. Los andaluces no discutimos la asimetría de esta arquitectura territorial, basada en la distinción constitucional entre nacionalidades y regiones, con autonomía política para las primeras y simple descentralización administrativa para las segundas, sino que luchamos por estar en el grupo de las primeras, por ser como los que más.
Esto ha sido reafirmado, en un libro de memorias que acaba de aparecer, por el propio Rafael Escuredo, uno de los actores centrales de aquel proceso, cuando escribe que “quienes lucharon en su día por una Andalucía en pie de igualdad con las llamadas nacionalidades históricas de Cataluña y Euskadi no lo hicieron para que el resto de las comunidades autónomas españolas se igualaran a ellas, sino que se trató de una lucha ‘en solitario’ del pueblo andaluz para colocar a nuestra tierra en el lugar que le correspondía… Lo de la igualación entre todos los territorios vino después del golpe de Tejero del 23 de febrero de 1981.”[2] Esto es totalmente cierto: Andalucía luchó Por Sí y Para Sí. No hubo nada parecido a una defensa de la “igualdad entre los españoles” como hoy afirman no pocos, ni a un enfrentamiento con catalanes y vascos, ni tampoco hubo una llamada a construir una especie de frente común de todos los demás contra estos. Al contrario, hubo solidaridad recíproca, por más que la imprevista irrupción de Andalucía en la “primera división autonómica” suscitara el pánico entre los autores de la frágil y discriminatoria arquitectura constitucional y fuera luego aprovechada como excusa para homogeneizar a la baja a todas las comunidades autónomas.
Otra mentira muy difundida es que ese 28 de Febrero de 1980 alcanzamos una autonomía “plena”. Ello es incierto porque, a pesar del triunfo político y moral en el referéndum, no superamos las condiciones legales de este ya que en la provincia de Almería no fue conseguida la mitad más uno de los votos sobre el censo a favor de la iniciativa autonómica. Es muy cierto que esas condiciones eran de vergüenza, que las incorrecciones en los censos hizo que hasta los muertos votaran en contra de los intereses de los vivos, que la pregunta era un abracadabra, que los síes fueron muchos más del 50% del total del censo en el conjunto andaluz y que el 89,38% de los votos válidos emitidos fueron síes. Pero legalmente perdimos el referéndum. Y se silencia, o se cuentan solo medias verdades, sobre cuanto ocurrió durante los meses siguientes hasta que a finales del año, el 16 de diciembre, fueron aprobadas dos leyes en el Congreso mediante las cuales, aduciendo “motivos de interés nacional”, se declaró “sustituida en esta provincia la iniciativa autonómica al objeto de que Almería se incorpore al proceso autonómico de las otras provincias andaluzas en el procedimiento del artículo 151 de la Constitución”. Fue ese día, y no el 28 de febrero, cuando se reconoció legalmente ratificada la iniciativa autonómica. Y en esos nueve meses y medio sucedieron muchas cosas, algunas sobredimensionadas, como la capacidad y fortaleza del PSOE para conducir el proceso, otras desfiguradas, como la torpe actuación de un PSA que fue acusado de traición, y otras silenciadas sin más, como las movilizaciones populares que tuvieron lugar desde el mismo 1 de marzo, entre ellas la promovida por el PAU-PTA el 16 de septiembre ante el parlamento, mientras se trataba en su interior el tema andaluz, que mereció la primera página del diario El País del día siguiente.
Como también se silencia que mientras todo esto sucedía una “Comisión de Expertos sobre Autonomías” elaboraba un informe, que hacían suyo Leopoldo Calvo Sotelo (sucesor de Adolfo Suárez en la UCD y en la presidencia del gobierno) y Felipe González, que fue la base de los llamados “pactos autonómicos” entre ambos partidos y se plasmó luego en la LOAPA (Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico); instrumentos para frenar y “reconducir” los procesos autonómicos. Y que fueron, hay que señalarlo aunque casi nadie lo haga, una de las consecuencias del “fracasado” golpe de estado que tuvo como iceberg la ocupación y secuestro del Congreso de los Diputados por Tejero el 23 de febrero de 1981. Tanto Escuredo, en su libro citado, como Manuel Clavero -ambos protagonistas políticos importantes en el proceso andaluz- reconocen la influencia determinante de esos pactos entre UCD y PSOE sobre el contenido del Estatuto de Autonomía de Andalucía que se plebiscitó en octubre de ese año. El primero escribió, no mucho después, que a este “se le aplicaron en su fase de elaboración, en la primavera de 1981, las limitaciones de los pactos autonómicos que también se elaboraron en paralelo”[3]. Aunque ninguno de los dos lo dice –no sé si lo piensan-, el PSOE estuvo jugando a un doble juego del que salió indudablemente ganador y que explica que haya estado ocupando la Junta de Andalucía durante casi cuatro décadas. Por un lado, se presentaba como máximo (o casi único) defensor a ultranza de la autonomía “plena” para Andalucía, que equiparaba al famoso artículo 151 de la Constitución, denunciando sin piedad a cuantos se atrevían a explorar otras vías para conseguir el mismo fin. Por otro, acordaba con el gobierno de UCD –que era el enemigo maldito que había llamado a la abstención el 28F- unos pactos para homogeneizar a la baja todas las autonomías, comenzando por la andaluza, que era la única que se había empeñado en incorporarse a la “primera división”.
Así, cuando en diciembre de 1980 se consiguió por consenso la aceptación de que Andalucía había superado el referéndum del 28F, la meta había sido cambiada de lugar y mucho más cambiaría al año siguiente, tras el golpe de Tejero y los pactos autonómicos. En realidad, y para utilizar una frase que todos entendemos fácilmente, podríamos decir que cuando dimos con las respuestas (el modo de despejar la vía de una autonomía “de primera”) nos habían cambiado las preguntas (las reglas de juego). Clavero lo expresaría con palabras de jurista al señalar que “El Estatuto de Andalucía es el último del 151 y el primero del 143.”[4] Aunque, en realidad, sería más exacto decir que podría haber sido el único del 151 –porque los tres de las nacionalidades históricas reconocidas no tuvieron que sufrir antes ese calvario- y fue el primero del 143: el de las autonomías de segundo nivel.
A la ficción de la “autonomía plena” contribuyeron activamente los partidos estatales (todos ellos nacionalistas españolistas aunque algunos se revistieran de verde y blanco o se pusieran una A en su nombre cuando así les interesaba).Todos ellos pidieron el sí a un Estatuto que en modo alguno respondía a las aspiraciones manifestadas el 4D y el 28F. Un Estatuto recortado y sin las necesarias competencias para avanzar en la necesaria transformación de este país nuestro. Fuimos una muy pequeña minoría quienes, en la medida de nuestras modestas posibilidades, denunciamos sus carencias e hicimos campaña en contra de su aprobación, incluso arrostrando la acusación de pedir el mismo voto que la extrema derecha. El referéndum del Estatuto, en octubre del 81, sería ya un mero trámite y suscitó poco entusiasmo porque se propició muy poco debate sobre su contenido. En las elecciones al primer parlamento andaluz, en mayo del 82, arrasó el PSOE, que meses después ganaría, también por mayoría absoluta las elecciones generales.
En Andalucía, sobrevino pronto el “desencanto” y la desafección política ante la evidencia de la incapacidad de la “autonomía” como instrumento para realizar las transformaciones necesarias. Ajenos a esta realidad y satisfechos de lo listos que fueron en el doble juego y el engaño, los jerarcas psoístas designados desde Madrid -con la excepción inicial de Escuredo, que fue un verso suelto en un partido en el que nunca llegó a tener verdadera influencia- ocuparon la Junta de Andalucía durante casi cuatro décadas, vendiendo humo -“la locomotora de España”, “la California de Europa”…- y desactivando la conciencia de identidad histórica, cultural y política de los andaluces.
Más que a otra cosa, deberíamos dedicar este 28F a reflexionar sobre todo esto y sobre los caminos organizativos y pedagógicos más adecuados para reactivar los valores y aspiraciones que alentaron la lucha popular. Una lucha sustentada –es preciso insistir en ello- en su inmediato precedente, y fuente, que fue el 4 de Diciembre. Una lucha que hoy es tan necesaria como entonces porque Andalucía sigue con sus “dolores” de siempre, que diría Blas Infante. Unos “dolores” que son resultado de su dependencia económica, de su alienación cultural y de su subordinación política. Agravados hoy, porque, además de esto, el pueblo andaluz vive anestesiado en la creencia inducida de que la “autonomía” que tenemos es resultado del 4D y del 28F cuando, en realidad, es una traición al verdadero significado de esas dos fechas históricas.
[1] Moreno, Isidoro «Los intereses de estado (español) y la desactivación de la toma de conciencia nacional andaluza. Del primer postfranquismo al psocialismo institucional». Nación Andaluza, 6-7, pp. 101-121.
[2] Escuredo Rodríguez, Rafael y Cano Bueso, Juan: Valió la pena. La lucha de Andalucía por su autonomía. Tirant lo Blanch, Valencia, 2020, p. 363.
[3] Clavero Arévalo, Manuel: España, desde el centralismo a las autonomías. Planeta, Barcelona, 1983, p. 150.
[4] Clavero, Manuel, ibid.