El debate sobre el derecho a decidir es irrenunciable si pretendemos “una Andalucía libre, de hombres y mujeres libres”. Para afrontarlo, creo que es imprescindible situar dicho debate en dos niveles claramente relacionados entre sí, no pudiéndose hablar de uno sin el otro: por un lado, debemos contemplar el derecho a decidir a nivel individual respecto a temas tan cruciales como la manera en la que deseamos parir, cómo queremos morir, dónde queremos vivir, cómo alimentarnos, etc. Por otro lado, hablamos del derecho a decidir a nivel colectivo: derecho a la autodeterminación de los pueblos, derecho de las mujeres a abortar libremente, derecho de toda una generación a heredar un planeta vivible… Sin duda, la reivindicación más que legítima para el ejercicio del derecho a decidir en ambos niveles es plenamente necesaria, más a día de hoy cuando se criminaliza toda reivindicación en este sentido. Pero dicho esto, creo que el debate no se agota ahí, se hace necesario incluir, y a mi parecer de manera previa, la responsabilidad que conlleva ese derecho, es decir, la responsabilidad que tenemos como sujetos, individuales y colectivos, a la hora de decidir, y si estamos dispuestxs a asumir dicha responsabilidad.
Planteo esta cuestión porque creo que existe una dejación en nuestra necesaria implicación en buena parte de los asuntos que condicionan nuestro día a día. De lo contrario, ¿por qué no reivindicamos, de manera masiva, este derecho?, ¿por qué no existe un mayor movimiento que reivindique tomar partido en todas estas cuestiones y en muchas otras, en definitiva, decidir más sobre nuestras vidas? La realidad es que buena parte de nosotrxs preferimos que decidan otrxs por nosotrxs, delegando toda decisión en personas supuestamente “expertas” o “profesionales”. Recuerdo, en una clase de preparación al parto a la que asistí y en la que, al menos teóricamente (la realidad luego es muy distinta) se planteaban las distintas opciones que tenemos las mujeres para parir más allá del conocido potro, cómo varias de las asistentes afirmaron que ellas no querían “elegir” la forma de parir, que mejor lo dijera el profesional o la profesional que las asistiera. Claro está, se supone que la decisión del experto será lo mejor para nosotras… En la universidad se llega a casos tan impensables hace un tiempo como que algunos alumnos y alumnas pregunten al profesorado sobre qué deben hacer, si asistir a una clase o ir a unas jornadas que les interesa (¡pues tú sabrás qué prefieres!). También aquí se supone que lo mejor para el alumno (traducido en lo mejor para aprobar) será lo que diga el profesor o la profesora.
Este delegar cada vez en más cuestiones se aprende. El miedo a las consecuencias que pueden tener nuestras decisiones (como suspender una asignatura o tener más problemas en el parto, por seguir con los mismos ejemplos) se inculca con todos los mecanismos de los que dispone el sistema: a través de un sistema de enseñanza que no fomenta el pensamiento crítico y no forma personas autónomas capaces de afrontar los problemas fundamentales de la vida, un sistema de salud cuyos protocolos y dinámicas adquiridas son de difícil cuestionamiento, unos medios de comunicación al servicio de sus dueños y centrados en cuestiones que se presentan como centrales en nuestras vidas pero que raras veces lo son… (Reconociendo, por supuesto, a grandes profesionales en cada uno de estos ámbitos).
Las decisiones, por supuesto, tienen costes, nada es a coste cero. También delegar tiene sus costes, que estamos viendo y viviendo… Nos podemos equivocar, pero también lxs expertxs se equivocan. Asumir la responsabilidad de tomar decisiones supone tomar partido y asumir riesgos, por eso hemos de buscar y crear espacios propios y cercanos para la reflexión y el debate colectivo a los que conviene someter toda decisión.
El camino marcado ya sabemos adónde nos lleva, abramos otros nuevos. Como escribió el poeta Antonio Machado: “caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Decidamos.