Nuestros gobernantes ―los encargados de privatizarlo todo para que estalle la guerra entre individuos― se llenan la boca con la palabra libertad: nos quieren libres para que aplastemos (o seamos aplastados), destrocemos (o seamos destrozados) y aniquilemos (o seamos aniquilados) sin remordimiento. Esa libertad, la que tienen en mente, es la de un consumo potencialmente infinito y la del olvido de la interdependencia entre humanos y más allá de lo humano. Han convertido la libertad en una mercancía tóxica y radiactiva, en una manera de excluir, una tecnología de gobierno dirigida a diseminar muerte y violencia. Conviene, por tanto, encontrar una salida.
Empecemos con Marina Garcés. En un ensayo titulado “La libertad impertinente»[1], la filósofa nos dice que esta forma de entender la libertad es “una idea moderna, incluso individualista y occidental” basada en “deshacer los vínculos entre nosotros y el mundo”. Interpreto que se refiere a la libido dominandi desplegada en nuestra atmósfera capitalista, con la que los privilegiados han convertido la libertad en un dogma ideológico que es, a la vez, un producto con el que mercadear. Habría, sin embargo, otra forma de concebir la libertad, otra forma también moderna e ilustrada encarnada por Diderot, el enciclopedista francés a quien Garcés consagra su ensayo. Se trata de una libertad más humilde, pero muchísimo más compleja: “ser libres es tener conciencia de todo lo que nos determina, de lo que lo hace y de lo que podría no hacerlo, de los vínculos que nos sostienen y de las ataduras que nos encadenan, de las causas que conocemos y de las que no llegaremos a comprender nunca”. De aquí surge la impertinencia de quien, a pesar de todo, no se somete: la libertad de alguien que “forma parte de un orden de causas que no podemos dominar pero no está dispuesto a dejarse poner la mano encima”. Ahora bien, si la libertad es esta “paradoja impertinente”, no conviene dejarse engañar por las ilusiones de una voluntad libre y poderosa, como bien sabía el spinozista Diderot:
Si os fijáis bien, veréis que la palabra libertad no tiene sentido: que no hay ni puede haber seres libres; que no somos más que lo que conviene al orden general, a la manera como todo se organiza, a la educación y a la cadena de acontecimientos. Todo ello dispone de nosotros sin que podamos hacer nada. No concebimos que un ser actúe sin motivo, así como tampoco que uno de los brazos de una balanza bascule sin la acción de un peso, y el motivo siempre es exterior, ajeno, relacionado con una naturaleza o con una causa cualquiera que no somos nosotros. Lo que nos engaña es la prodigiosa variedad de nuestras acciones, añadida a la costumbre que tenemos, desde que nacemos, de confundir la voluntad con la libertad.[2]
Esta cita puede producir vértigo. Si no sabemos ni por qué queremos lo que queremos ni por qué razón hacemos lo que hacemos, ¿cuál es el sentido de nuestros actos? ¿dónde queda la virtud moral? Diderot no es moralista, sino el portavoz de una “ética embarrada” en la contingencia y la confusión de una vida que no es sólo nuestra. Garcés aclara que, si bien esta posición parece confusa, en realidad es la más sensata: “nos invita a asumir la contradicción de saber que no somos libres y, sin embargo, intervenir, implicarnos. Este sin embargo es el lugar de libertad impertinente”. De esta paradoja nace la posibilidad de una acción que no sigue valores puros o absolutos en torno al Bien o el Mal, “sino que proviene de la relación concreta con las acciones que nos hacen bien y las que nos hacen daño”. El spinozismo que profesa Diderot defiende esta “teoría diabólica”, una herejía que concluye que “todo es vida y, precisamente por ello, todo es incertidumbre” para nosotros los ignorantes y voluntariosos humanos. La impertinencia de la libertad sería, para Garcés, el antídoto contra el victimismo, hoy día fijado en identidades reactivas, pues su acción se opone a la concentración de poder en instituciones que normalizan las desigualdades y legitiman las jerarquías sociales. Haciendo referencia a la novela de Diderot La religiosa, Garcés comenta que la protagonista, una novicia forzada a encerrarse en un convento, se da cuenta de que con quienes fuerzan su deseo y la obligan a someterse en esa forma de vida no hay negociación posible: “tras un largo proceso, que anuncia las narraciones kafkianas, sólo queda la fuga y poner en riesgo, incluso en riesgo de muerte, una vida que no se deja vivir”.
Y es precisamente una narración kafkiana, el Informe para una academia, la que sirvió de inspiración o ejemplo a Paul B. Preciado para pronunciar su discurso de hombre trans, de cuerpo no-binario, ante un público formado por miles de psicoanalistas de la Escuela de la Causa Freudiana en París. Un discurso recibido con insultos y ensordecedores abucheos hacia alguien que no acudió a esa cita para negociar con los responsables de diagnosticar su “disforia de género”, sino simplemente a informar que su cuerpo vivo y mutante estaba ahí y su misma presencia representaba una revolución epistemológica y política con la intención declarada de escapar del régimen de la diferencia sexual. Yo soy el monstruo que os habla[3], fue el impertinente título que Preciado dio al libro donde recoge el texto de esa conferencia que no pudo pronunciar al completo. Como el mono que, en el cuento de Kafka, aprendió a ser humano para escapar de la jaula en la que sus cazadores lo habían encerrado, Preciado afirma que dejó de ser mujer para encontrar una salida, para fugarse de la jaula de la identidad sexual en la que fue inscrito al nacer. El informe del simio ante la asamblea de científicos tampoco busca el juicio ni la aprobación de los hombres, sino solamente difundir conocimientos acerca de su transición hacia lo humano. Sus últimas palabras son: “Yo solamente informo, también a ustedes, ilustres señores de la Academia, solamente les he informado”.
Previamente, el simio ya había confesado que no perseguía la libertad, sentimiento con el que se engañan habitualmente los humanos, sino una salida, en el sentido más concreto del término: necesitaba escapar del cajón en el que estaba enjaulado y su única opción era meterse en otra jaula, la de la subjetividad humana, una jaula en la que somos marcados y disciplinados en razón del sexo, la clase social o la pigmentación de la piel. Para ello tuvo que aprender el lenguaje de sus captores. Preciado emula el gesto del mono kafkiano: “Yo, como cuerpo trans, como cuerpo de género no-binario, al que ni la medicina, ni la ley ni el psicoanálisis reconocen el derecho a la palabra, ni la posibilidad de producir discurso o una forma de conocimiento sobre sí mismo, he aprendido, como el simio Pedro el Rojo, el lenguaje del patriarcado colonial, he aprendido a hablar su lenguaje, el lenguaje de Freud y de Lacan, y estoy aquí para dirigirme a ustedes”. No pide permiso, sino que ejerce su libertad impertinente para describir las violencias culturales e institucionales que tuvo que atravesar hasta conseguir un pasaporte español con nombre y sexo masculino, aunque tampoco se identifique como hombre y se niegue a aceptar que el único horizonte de la sexualidad humana sea el binarismo hombre/mujer. Siguiendo al mono humanizado, Preciado insiste: “yo no quería ser hombre; yo buscaba una salida”.
Ante el temor a no ser entendidos, Pedro el Rojo y el cuerpo vivo de Preciado, precisan que dicen “salida” en el sentido más común y concreto del término. No dicen conscientemente libertad, ya que salir del régimen de la diferencia sexual, como de la simiedad, no te convierte automáticamente en un ser libre. Para no acabar atrapado en la producción de identidades, Preciado está comprometido con la producción de libertad, una práctica que ni se pide ni se elige, pero en la que, sin embargo, merece la pena empeñarse: “La libertad es una salida, un túnel. La libertad, como ese nombre con el que ahora me conocen, o este nuevo rostro vagamente hirsuto que ven ante ustedes, no te la da nadie, se fabrica”.
Que vivan los, las, les impertinentes que nos muestran cómo agujerear la realidad.
[1] Está incluido en su último libro Malas compañías (Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2022), pp. 21-40.
[2] Diderot, Carta a Landois, citado en Marina Garcés, Malas compañías, p. 27.
[3] Paul B. Preciado, Yo soy el monstruo que os habla. Informe para academia de psicoanalistas (Barcelona: Anagrama, 2020).