Siglos más tarde de que Homero hubiera compuesto sus poemas épicos sobre la ruina de Troya, en las antiguas ciudades griegas se seguían utilizando como los cantos que forjaron su identidad política y sus figuras heroicas continuaban batallando sin fin en el interior de cada uno de ellos. Los efectos de configurar una identidad política desde el rol de vencedor de una guerra de exterminio pueden leerse aún en las obras de los pensadores políticos griegos. El miedo ancestral a que los augurios cambien y el ganador pierda la próxima batalla deja a éste con la sensación de una amenaza constante a su propia supervivencia. De Troya no quedaba nada, tan sólo el recuerdo de su devastación cantada por los aedos. El riesgo siempre presente de que cualquier polis pudiera sufrir el mismo destino cruel que Troya es un ingrediente amargo de las recetas políticas griegas. Unas formulaciones teóricas que, en ocasiones, funcionan como proyecciones omnipotentes de angustias y temores muy hondos. No en vano Platón, considerado por tantos el padre de la filosofía política, acabará su vida diseñando una legislación que, más que al logos racional, parece responder a una ansiedad persecutoria propia de personalidades paranoicas.
En Las leyes[1], el último de sus diálogos, un Platón envejecido que ya no recurrirá a Sócrates, sino que usará el personaje del Ateniense —además, la acción no tiene lugar en la ciudad natal de Platón, sino en la isla de Creta—, intentará delinear un nuevo proyecto de ciudad más viable que el pergeñado anteriormente en la República. En efecto, al final del Libro III, uno de los participantes de este diálogo, Clinias, anuncia que se le ha encomendado la preparación de una constitución para una nueva colonia. Aprovechando este recurso dramático, el Ateniense se apresta a aconsejar a sus interlocutores sobre cuáles son las mejores y más virtuosas opciones para gobernar una ciudad.
Para empezar Platón advertirá que si se desea cambiar una polis con la “mayor rapidez y facilidad”, el mejor recurso sería que un filósofo-legislador actuase a través de un tirano: “dadme la ciudad sometida a un tirano. Sea este tirano joven, de buena memoria, valeroso y magnífico por naturaleza”. A partir del poder concentrado en una única persona el éxito estaría más asegurado. O como dirá el Ateniense: las posibilidades de lograr la excelencia en política son “peores, cuanto más son los jefes; mejores, cuanto son menos”. Platón, por tanto, parecía tener claro, a pesar del fracaso estrepitoso en sus sucesivos intentos en Siracusa, que “el mejor origen es una tiranía”, puesto que podría eliminar las resistencias y obligar por la fuerza a toda la población a que se sometiera a los dictados de alguien que, en definitiva, estaría actuando por su bien. En todo caso, a pesar de haber renunciado a la figura del filósofo-gobernante, Platón no renuncia a su idea de que el poder debe estar unido al conocimiento de los expertos. Lo que daría como resultado uno u otro tipo de tecnocracia, una fórmula muy vigente en nuestros días.
La obsesión del Ateniense por evitar las disensiones y las contaminaciones foráneas, esto es, por el control de aquello que entra y sale de los muros de la polis, cristaliza en un Consejo Nocturno, un “consejo de los supervisores de las leyes”, que Platón sitúa como el principal cuerpo administrativo para inspeccionar el cumplimiento de la ley y obligar a que ésta sea obedecida dentro de la comunidad política. Esta institución se reuniría diariamente de noche, “entre el crepúsculo vespertino y la salida del sol”, mientras los ciudadanos descansan. Además, sus deliberaciones serán secretas, ocultas al público. La justificación que Platón ofrece para el funcionamiento legítimo de su constitución no deja dudas acerca de sus propósitos: “hemos convenido que el cielo está lleno de muchas cosas buenas, y en que también lo está de otras contrarias a ellas, y en que son más las que no son buenas, habrá, pues, de ser interminable, diremos ahora, la tal contienda, que hará precisa una extraordinaria vigilancia”.
Es decir, el filósofo griego propone la vigilancia como el instrumento político necesario en la lucha “interminable” entre el bien y el mal. Esta inclinación por la vigilancia deriva de uno de los rasgos más característicos de la personalidad paranoica: la percepción de ser perseguido por figuras externas. Esta percepción, sin embargo, no responde a una situación real, sino a la acción inconsciente de vivencias que atemorizan al paranoico desde su mundo interno. De este modo, vive con una sensación real de amenaza, atenazado por el miedo, y dispuesto a combatir constantemente contra sus enemigos imaginarios.
El miedo a ser atacado, la comprensión delirante del mundo como un lugar repleto de maldad, o el esfuerzo desesperado de escapar a los peligros que le acechan, llevan a la conciencia despierta del ciudadano a establecer en su foro interno una dialéctica agotadora entre la compulsión a dominar su entorno y el terror a ser aniquilado de forma inminente. El paranoico se agarra con fuerza a esta visión autoimpuesta del mundo como si le fuera la vida en ello, porque, de hecho, del resultado de esta guerra depende la supervivencia de su identidad. La paranoia le ofrece un panorama lleno de certeza, unos fuertes anclajes para defenderse contra la disolución de su mundo interno. Detrás de esta construcción paranoica, se esconde el miedo terrible a la locura, a las contradicciones insalvables, a la pérdida irreparable de la identidad del ciudadano. La cuestión es que, paradójicamente, esta salida a la estabilidad o el orden mental lo conduce directamente a un callejón sin salida, lo arroja directamente a esa locura de la que estaba intentado escapar con todas sus fuerzas.
En Las Leyes, Platón desarrolla idealmente un nomos basado en una concepción paranoide de la realidad. El filósofo parece vivir instalado en el miedo a que su ciudad sea atacada “furtivamente” haciendo uso “de la oscuridad y el engaño”; para eso debe disponer de una férrea estructura de control con fin de prevenir actos contra “los traidores y los que arruinan las leyes disolviendo el régimen constituido”. Esto conlleva que la vigilancia sea un estado permanente, teniendo en cuenta “la general debilidad de la naturaleza humana”, ya que estos traidores se encuentran movidos por “un malvado deseo [que] instiga de día y despierta de noche” para cometer actos que atenten contra el orden religioso, moral y político que debe ser mantenido en la polis.
“Aunque son muchas las cosas hermosas que hay en la vida de los hombres, a la mayoría de ellas les es inherente una especie de maleficio que las ensucia y las corrompe”. Y este mal suele venir de fuera, por eso Platón no escatima esfuerzos en diseñar leyes que aseguren que la virtud de sus conciudadanos no se deteriore. Para ello es necesario mantener la unidad en la ciudadanía y en la estructura política con el fin de mantener intacta la identidad de la polis, evitando, por tanto, esas ideas y prácticas que “hacen muchas ciudades de lo que era una y, llenándola de disensiones, producen rápidamente su ruina”. En este objetivo es necesaria la colaboración activa de la ciudadanía: “si alguno comete impiedad de palabra o de obra, que todo el que se lo encuentre pueda reprimirle dando cuenta a los magistrados”.
Como el exterior es fuente de infecciones que pueden hacer enfermar la virtud y la obediencia cívica, el Consejo Nocturno debe velar para que en la ciudad no se produzcan contaminaciones extranjeras, pues “a los que están bien gobernados con leyes justas puede acarrearles el más grave perjuicio”. Así, a quienes vengan de fuera los magistrados darán acceso a la ciudad, “vigilando, por una parte, para que ninguno de los tales forasteros introduzca innovación alguna”, y teniendo con ellos “el trato indispensable en el menor grado posible”. El Consejo Nocturno se compondrá de ancianos (sacerdotes y magistrados guardianes de la ley) y de jóvenes selectos, pero siempre que “a los bien reputados de entre estos jóvenes les vigilen los demás ciudadanos fijando la vista en ellos y acechándoles de manera especial, y que sean premiados si se portan bien, pero castigados con mayor dureza que nadie si resultan peores que la mayoría”. A este consejo deben incorporarse toda persona con más de cincuenta años que hayan hecho un viaje para aprender las leyes y costumbres de otras tierras. Su función es la de comunicar todo lo que haya visto sobre las instituciones de las ciudades que ha visitado, y “si parece haber vuelto corrompido, que no tenga trato, haciéndose pasar por sabio, con ningún joven o anciano: si obedece a los dirigentes, viva como un particular, pero si no, que muera, al menos si se demuestra ante un tribunal que se ha inmiscuido en lo referente a la educación y las leyes”.
Por otra parte, el Ateniense consideraba que, en aras de establecer la constitución más perfecta posible, y teniendo en cuenta que, desgraciadamente somos imperfectos, la nueva polis debería tener siempre en mente el mito de Crono. En esos tiempos míticos y abundantes, este dios —el mismo que había destronado y castrado a su padre, Urano, y que más tarde sería destronado por sus hijos Zeus, Poseidón y Hades— no puso a hombres para gobernar a los demás hombres, del mismo modo que nosotros no ponemos a unas cabras para que pastoreen a las demás cabras. El dios decidió que nos gobernaran unos “genios”, unos seres más perfectos que nosotros mismos. Por eso mismo, asegura Platón, los que aspiren al gobierno más excelente deberían seguir las enseñanzas de este mito y dejarse guiar por la razón, lo más divino que hay en el interior de nosotros mismos: “debemos imitar por todos los medios la vida que se refiere de la época de Crono, y gobernar nuestras moradas y ciudades obedeciendo pública y privadamente a cuanto hay en nosotros de inmortal, dando nombre de ley a lo dispuesto por la razón”.
Resulta cuanto menos llamativa la capacidad de Platón para exaltar la racionalidad de sus consejos legales a partir del mito de un parricida. Esa razón divinizada deriva en su obra, una vez más, de un personaje mitológico con las rasgos de un paranoico: alguien que envidiaba el poder de su padre y que vivía sometido a las amenazas de su madre, Gea, quien le advertía de que, una vez tuviera el dominio del universo, sería también él mismo derrocado por su descendencia.
Platón muestra, a lo largo de todo el diálogo de Las leyes, una profunda desconfianza hacia los humanos, sus semejantes. No puede dejar que los imperfectos se gobiernen a sí mismos, porque ello traería como consecuencia nefasta las disensiones, los antagonismos o la guerra y la ruina de una polis soñada con los ojos abiertos. Su pánico al desorden, a la disgregación de la identidad, lo arrastran, sin embargo, al furor religioso. Una piedad extremada hace que emprenda un camino de proyecciones omnipotentes, dejando de pisar el terreno común de sus conciudadanos y aspirando nada menos que a una fusión divina: “El dios, ciertamente, ha de ser nuestra medida de todas las cosas: mucho mejor que el hombre, como por ahí suelen decir. El que haya de ser amado por este dios, es necesario que se haga a sí mismo, hasta donde alcancen sus fuerzas, semejante a él”.
Para el filósofo, los gobernantes ideales, aquellos que actúan según el modelo de los dioses que “han de regir perpetuamente el universo entero”, se asemejan, de algún modo, “a los aurigas de carros que rivalizan entre sí o los pilotos de navíos”. Pero, quizás sea mejor, como apunta el filósofo, compararlos con los “jefes de un campamento [militar]”, o en todo caso, con “médicos prevenidos, en relación con el cuerpo, contra la guerra que promueven las enfermedades”, lo que nos da una idea de la antigüedad de las metáforas corporales en la filosofía política occidental.
Lo que, tras el velo de una argumentación racional, nos quiere decir el Ateniense es que una ciudad necesita de un jefe, de un fuerte poder ejecutivo que se comporte como el general de un ejército, esto es, que extinga cualquier posible disidencia y extienda la disciplina ante la posibilidad siempre presente de que haya que enfrentarse con algún peligro que arruine la polis o que la lleve a la tan temida disolución. El orden de la ciudad debe, ante todo, imitar al del cosmos: “el que se ocupa del universo tiene todas las cosas ordenadas con miras a la preservación y a la virtud del total, mientras que cada una de las partes de éste se limita a ser sujeto u objeto, según sus posibilidades, de lo que le sea propio. Y cada una de estas cosas, hasta en la más pequeña escala, tiene en cada acto o experiencia unos regidores encargados de realizar un perfecto acabamiento incluso en la más mínima fracción.”
Como vemos, la última palabra del fundador de la ciencia política suponía la exaltación de un logos persecutorio disfrazado de racionalidad. Pero, aún más, la sumisión de la política a un nomos establecido prepolíticamente por un legislador inspirado en el cosmos divinizado delata, asimismo, una profunda desconfianza en la capacidad creativa del ser humano. O en otras palabras, cuando las leyes vienen dictadas desde la paranoia se convierten en un cercado en el que tener encerrada y vigilada la imaginación política de los ciudadanos.
[1] Todas las citas del artículo provienen de Platón, Las Leyes, trad. de José Manuel Pabón y Manuel Fernández-Galiano, Alianza, Madrid, 2002.