Estamos en el siglo de la Gran Prueba, viene, desde hace tiempo, diciéndonos el incansable militante ecologista Jorge Riechmann; personalmente, creo que esa gran prueba ya la hemos suspendido. Estamos devorando los recursos y agotando la capacidad regenerativa del planeta como si fuéramos la última generación que va a vivir en él. Vamos a morir defendiendo un estilo de vida que nos está matando.
Los más conscientes, apenas el 1% de la población del primer mundo, hablan de dar un paso atrás, de decrecer, de asumir el coste que supondría comenzar sin demora la transición hacia una sociedad no ecocida, pero el problema es cómo convencernos a los demás de que debemos abandonar nuestro insostenible modo de vida cuando el principal enemigo para llevar a cabo esta transición somos nosotros mismos; cuando todo a nuestro alrededor maquina para convencernos de que ya vivimos en un Estado ecológico, defensor del desarrollo sostenible, y rodeados de industrias verdes y contenedores de reciclaje. El coste del deterioro medioambiental se nos vende como progreso y se nos hace mal menor ante los beneficios de su consumo. Gracias a la propaganda hemos terminado aceptando y dando por válida la más absurda de las premisas, que la destrucción de la naturaleza es necesaria para la conservación de la naturaleza.
Acostumbrados a ser representados, a ser tratados como niños, a esperar que otros, los políticos, los empresarios o los anuncios de la televisión tengan soluciones para todo, ¿quién está dispuesto a luchar consigo mismo? Quién se va a enfrentar consigo mismo para salvar la naturaleza, aunque sea por su propio bien, cuando hemos sido educados y somos cada día acunados por una razón instrumental neoliberal y una conducta individualista, racista, sexista, competitiva, hedonista, ególatra. Cuando somos incapaces de ver más allá de nuestro propio ombligo y sentimos alergia a cualquier tipo de asociación u organización ciudadana, que son vistas, con repugnancia, como un síntoma de debilidad personal. Y si no somos capaces de reconocer al enemigo en nosotros, mucho menos podremos reconocer al amigo en el prójimo, ya se encarga la ideología neoliberal de que los demás seres vivos y los ecosistemas se nos representen como meros objetos, recursos a nuestra disposición y al servicio del lucro privado. Mientras la ideología de los dominados sea la ideología de la minoría dominante estos podrán dormir tranquilos, sus intereses están a salvo, defendidos por los mismos a los que perjudican.
No solo se trata de evitar el colapso de la biosfera poniendo fin al capitalismo, sino que para ello antes tendremos que recuperar una democracia hoy secuestrada por los poderes financieros y parasitada por unos políticos marionetas a su servicio que, con la crisis, lejos de poner en evidencia las estrategias del sector más conservador, lo que ha conseguido es destruir la poca credibilidad que le quedaba a la izquierda, incapaz ésta de representar un digno papel de alternativa no ya a las terribles medidas que se han tomado para liquidar los restos del Estado del Bienestar sino al ecocidio que nos conduce, indefectiblemente, a una catástrofe de dimensiones impredecibles para la humanidad. En efecto, hace mucho que la izquierda se convirtió en izquierderecha, en aparato, en institución. Si retrocede, si pierde adeptos, si se desintegra, en parte se explica por esta falta consustancial de proyecto alternativo a la derecha, por su ceguera, por su negativa a defender, promover, extender y poner en práctica una conciencia ecológica y una cultura que doten de sentido a la vida, no a los negocios.
Mientras la izquierderecha siga viendo a los demás seres vivos y a los ecosistemas como recursos al servicio del interés público y la derecha como recursos al servicio del lucro privado nuestros días en el planeta estarán contados, al menos en la forma en que ahora los vivimos. Nuestro estilo de vida será nuestro modo de morir. El valor del dinero ha corrompido todos los valores, todo nuestro espacio moral está hoy poseído por el autoengaño espectacular, por los disvalores del capitalismo neoliberal: la cooperación ha dejado paso a la competencia, el compartir al acumular, la cultura al espectáculo, la generosidad a la codicia, lo grupal a lo individual y la reciprocidad a la explotación. La vida toda es ofrecida en holocausto al consumo porque el consumir se ha vuelto la única experiencia transcendente para la especie humana.
El siglo de la Gran Prueba nos demandará no ya una revolución social, económica o política sino una revolución antropológica, un desarrollo de la conciencia sobre la base de la destrucción de las estructuras que ahora mismo impiden su realización, un desarrollo de la conciencia que tendrá tanto que ver con los vínculos y las luchas sociales como con la construcción de una nueva espiritualidad y una ética de la compasión universal. Lo único que nos puede librar de la narcotización actual o el suicidio en masa futuro es saltar hacia una idea de sociedad abierta y autogobernada, un modelo de relaciones sociales voluntarias, cooperativas, no mercantilizadas, un nuevo comunitarismo humanista no dualista, ecodependiente e interdependiente, alegre y compasivo, combativo y competente, basado en una cultura del buen vivir sencillo y suficiente, espíritu crítico, autonomía moral y racionalidad anticipatoria, un enamoramiento colectivo que incluya, definitivamente, a todos los seres sintientes. Si esta fuera nuestra respuesta a los años que vienen tal vez aún haya una oportunidad para aprobar la Gran Prueba.