Teletrabajo: el nuevo fetiche progre

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Foto tomada de www.reasonwhy.es

El pasado 23 de septiembre se publicaba en el Boletín Oficial del Estado el Real Decreto-ley 28/2020, de 22 de septiembre, de trabajo a distancia. Un logro más del Gobierno de progreso. Como señala en su Exposición de Motivos, “la virtualización de las relaciones laborales desvincula o deslocaliza a la persona trabajadora de un lugar y un tiempo concretos, lo que sin duda trae consigo notables ventajas, entre otras, mayor flexibilidad en la gestión de los tiempos de trabajo y los descansos; mayores posibilidades, en algunos casos, de una autoorganización, con consecuencias positivas, en estos supuestos, para la conciliación de la vida personal, familiar y laboral; reducción de costes en las oficinas y ahorro de costes en los desplazamientos; productividad y racionalización de horarios; fijación de población en el territorio, especialmente en las áreas rurales; compromiso y experiencia de la persona empleada; atracción y retención de talento o reducción del absentismo”. Todo maravilloso, ¿no creen?

Un día antes, el 22 de septiembre, se publicaba en el Boletín Oficial de la Junta de Andalucía la Resolución de 16 de septiembre de 2020, de la Secretaría General para la Administración Pública, por la que se aprueba y ordena la publicación del Pacto de la Mesa General de Negociación Común del Personal Funcionario, Estatutario y Laboral de la Administración de la Junta de Andalucía, de 14 de septiembre de 2020, que aprueba el Protocolo de medidas organizativas para la aplicación temporal del régimen de trabajo no presencial en el marco de la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19. En este pacto, suscrito por el Gobierno andaluz del cambio y los sindicatos CSIF y UGT, se glosan las bondades del teletrabajo, no sólo “por razones de emergencia sanitaria, de ser el caso, sino también por motivos de conciliación, a través de la flexibilización horaria o para limitar la «huella ecológica» que cada persona genera en nuestro planeta, entre otros múltiples motivos”. ¡Ahí es nada! ¡Ecologismo, nuevas tecnologías y conciliación! ¿Quién podría resistirse?

El teletrabajo está de moda, no cabe duda. Es lo moderno, lo progresista. Imagínense: un o una profesional, en casa, con su taza de café humeante, teclea al sol de su terraza o en su despacho el último informe o balance, telefonea a clientes y mantiene una videoconferencia con su equipo para coordinarse. Todo es idílico, todos satisfechos.

La realidad sin embargo es otra y esa visión del teletrabajo no deja de ser un estereotipo de una minoría. En primer lugar, en Andalucía, la gran mayoría de empleos no son susceptibles de ser teletrabajados. En efecto, la agricultura, la mayor parte de la industria, la construcción, el comercio y las reparaciones, la mayoría del transporte y las comunicaciones suman en torno al 60% de la población ocupada que, por la propia naturaleza de su empleo, tienen imposible teletrabajar. ¿Cómo teletrabaja una jornalera, un soldador, un alicatador, un fontanero, una vigilante de seguridad, un camarero, una dependiente del comercio o una conductora? En el resto de ramas de actividad, el teletrabajo sería posible pero a costa de una merma considerable de la calidad del servicio que se presta. ¿De verdad piensan que es posible que un médico, una psicóloga, un trabajador social, un maestro o una orientadora laboral puede desempeñar su profesión sin tratar personalmente con las personas interesadas?

Ciertamente un importante número de trabajadores y trabajadoras sencillamente no pueden teletrabajar. Otros no deberían hacerlo si no quieren ver reducida la calidad de su trabajo. Pero, en aquellos casos en los que el trabajo desde casa sí fuera posible, nos encontramos con otro inconveniente: los hogares andaluces no son lugares adecuados para el trabajo. No existen espacios adaptados a la normativa de prevención de riesgos laborales y si se tratara de una oficina serían inmediatamente denunciados: ni iluminación, ni pantallas de ordenador, ni mesas, ni sillas, ni ventilación cumplen los requisitos mínimos. En la mayoría de los casos es la propia salita o dormitorio la que se adapta y hace las veces de oficina. Todo ello acompañado de las ineludibles obligaciones domésticas y familiares (cuidado de menores y mayores, limpieza, preparación de comidas, compras y reparaciones propias de un hogar). Por no hablar de las condiciones privacidad y seguridad de las comunicaciones y datos almacenados y transmitidos utilizando redes domésticas.

No, el teletrabajo no es conciliación. Conciliar debería ser tener flexibilidad horaria o dejar de trabajar por motivos justificados sin merma en derechos (maternidad, paternidad, enfermedad, cuidados de familiares, etc.). Conciliar no es simultanear empleo, cuidados y tareas domésticas por mucho que la progresía lo quiera vender así y muchos incautos lo compren. El teletrabajo ya existía hace décadas en los marroquineros, las costureras y los zapateros de tantos pueblos de Andalucía, que trabajaban en sus casas para grandes marcas. No es un invento tan moderno como se nos intenta hacer creer. Es cierto que para un sector minoritario de la población, profesionales de cuello blanco, con derechos laborales consolidados, el teletrabajo sí puede ser una ventaja relativa. Pero para la gran mayoría de la población el teletrabajo es un fraude, un fetiche de la progresía pequeñoburguesa que piensa que el futuro pasa necesariamente por las redes sociales, Internet y las tecnologías de la información en lo que pomposamente llaman “sociedad del conocimiento”. Huele a moderno y lo compran.

Pero la realidad del teletrabajo es otra: es un invento que, en primer lugar supone un ahorro considerable de costes fijos para las empresas (al menos un 30%) en edificios, suministros de luz, agua, consumibles, seguridad, limpieza, etc. En el teletrabajo el empleado pone su casa, su mesa, su silla, su ordenador, su papel, su tinta, su línea de Internet, la electricidad, el teléfono y, al finalizar su jornada, lo limpia y ordena todo. Por otra parte, el teletrabajo difumina la frontera entre el ámbito privado y el laboral ya que el espacio es el mismo y los medios también. La jornada laboral y las horas extraordinarias son elásticas, la desconexión digital un mito y el sistema de control por objetivos que se empieza a implantar nos llevará inevitablemente a un trabajo a destajo en el que acabaremos siendo autónomos, constantemente presionados para lograr resultados a la vez que preparamos la comida y tendemos la ropa.

Por último, el teletrabajo, allí donde se implante y sea visto como una dádiva del empleador, supone un ataque directo a la cohesión social, a la autoidentificación de los trabajadores y trabajadoras como clase con unos intereses comunes, que comparten un espacio y unas tareas. Que tienen problemas y dificultades comunes que traducirían en reivindicaciones comunes y en luchas colectivas. El teletrabajo rompe todo concepto solidaridad de clase y de equipo humano que comparte dudas, soluciones, vivencias. El teletrabajo aísla, en definitiva.

Que no nos vendan el teletrabajo como una conquista social. Conciliar es otra cosa y teletrabajar no es progreso.