Últimamente pienso que el andalucismo ha llegado a un punto en que debería replantearse deshacer algo de camino. O al menos de tomarse una pausa para reflexionar hacia dónde estamos caminando. Si quizá de tanto “manosear” –“manosea tus raíces”, ¿os acordáis?- el volver a ser lo que fuimos (si es que alguna vez fuimos o, en todo caso, quiénes fueron) no estamos cayendo en la profecía autocumplida, renegociando una vez más con el propio souvenir, dándole nuevos significados, reapropiándonos estigmas, pero sin movernos una milésima del paradigma. Si quizá la autoconciencia que invocamos está siendo reemplazada en realidad por un inconformismo “estético”. Esto, en el sentido negativo de hacer digeribles narrativas “subversivas”, que no supongan un problema real para el statu quo. Este andalucismo “nuevo”, hace poco en momento de lucidez y repunte, me da la sensación de que ha generado patrones de los que no estamos sabiendo salir. No solamente no está incomodando a ese statu, sino que se está convirtiendo en una batería perfecta de herramientas y símbolos que éste puede tanto monetizar, como adaptar, más que nunca, a su discurso político. La flamenca de Cruzcampo o el andalucismo de Juanma me parecen líneas rojas muy claras de que hay fallas en esta lógica. Últimamente, quizá por estar lejos de Andalucía, me interesa mucho más repensar no desde la singularidad, sino desde dinámicas de privilegios que reproducimos justo por ser andaluces/as. Pese a existir en un lugar “periférico” –siempre relativo y contenedor, a su vez, de otras periferias-, no vivimos aisladxs, tenemos responsabilidades individuales/colectivas como parte de una de las maquinarias más destructivas y supremacistas, que es la fortaleza Europa. Dejemos de hablar de colonialismo interno si no es para asumir que Andalucía es un territorio pleno de colonialidad histórica y presente. Si el andalucismo es un movimiento de clase -esto es, un principio de solidaridad universal- no me vale que clame por sus centros (físicos y simbólicos), si no es capaz de descentralizar y diversificar luchas que van más allá de su realidad local, visible y “estetizable”. “Por los pueblos y la Humanidad” es priorizar discursos que desborden el cotidiano y también cuestionen los privilegios que nos atraviesan, frente al victimismo y la autocomplacencia. Es sostener en el eje de nuestro movimiento la imbricación de nuestra tierra con violencias estructurales globales (racismo social e institucional, extractivismo, explotación migrante, militarización, necropolítica de fronteras…). Incomodar, no solamente al statu, sino a las bases de nuestro propio discurso, incomodarnos a nosotrxs, quizá, para superar la indigestión.