El pasado 22 de noviembre tuvo lugar una mesa redonda en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Sevilla organizada por el Colectivo de Prostitutas de Sevilla en colaboración con el Departamento de Antropología. En el marco de los debates universitarios sobre el trabajo sexual que promueven una #UniversidadSinCensura, las diferentes ponencias ahondaron en la importancia de promover un feminismo inclusivo y proderechos, frente a la desprotección y las diferentes violencias institucionales y simbólicas que sufren las trabajadoras sexuales.
Un grupo de personas, en su mayoría estudiantes de la misma facultad, intentaron boicotear este acto, increpando a las asistentes al grito de “Fuera proxenetas de la universidad”, al tiempo que desplegaban una pancarta para pedir una “Universidad sin prostitución”. Pasados unos minutos de tensión en los que la puerta de acceso quedó bloqueada, finalmente el acto pudo desarrollarse en un aula abarrotada, a pesar de la incomodidad y el malestar generado por la presión que aun se escuchaba desde dentro.
El debate en torno a la prostitución y el trabajo sexual desde diversas corrientes no es nada nuevo en la Academia, ni lo es, concretamente, en el pensamiento teórico feminista. Diferentes discursos y réplicas han sido ampliamente trabajados, en especial a partir de la irrupción de los feminismos descoloniales, que plantean un necesario cuestionamiento de aquellos relatos hegemónicos de la opresión de género fundados en una categoría monolítica de mujer. De modo que, al menos desde un punto de vista teórico, parece aceptado el hecho de que los diferentes colectivos puedan tomar las riendas de sus discursos desde la diversidad y la interseccionalidad.
Pero lo que entiendo que hoy remueve a determinados sectores que promueven el boicot de planteamientos asociados a la corriente pro-derechos, que apoya el discurso politizado de las trabajadoras sexuales, no es precisamente una cuestión teórica: es el hecho de que sean las propias trabajadoras quienes reivindiquen su condición de sujetos activos al interior de estas propuestas. Que frente a un atributo de máxima estigmatización, el “ser puta”, se resignifique para plantar cara al escenario que sistemáticamente les niega su capacidad de agencia. Las putas ya no quieren ser salvadas, se salvan a sí mismas resurgiendo de las categorías de “víctima” o “vulnerable” –tomo prestada esta afirmación de Marijose Barrera-, para presentar sus propias demandas de respeto y derechos. Y lo hacen en la Universidad, espacio institucional de poder y creación de conocimiento.
Es decir, que en estos momentos, a la corriente que promueve esta censura ni siquiera le interesa debatir si las trabajadoras sexuales tienen “el derecho o no a prostituirse” –parecería lógico que, en este caso, hubiesen aceptado la invitación a participar en el aula-, sino que lo que está en juego es la legitimidad de las trabajadoras sexuales como sujeto político feminista, es decir, la capacidad de integrar sus propios discursos en el corpus teórico feminista. Y en consecuencia, algo más: el derecho a reproducir estos discursos en el espacio académico.
Este patrón de expulsión del discurso de las trabajadoras sexuales de los espacios de poder político e institucional, de toma de decisiones y creación de conocimiento, cuenta con precedentes recientes. Lo vimos por ejemplo en las jornadas impulsadas en La Coruña el pasado verano, donde finalmente la Universidad cedió a la presión mediática, consecuencia de una fuerte campaña abolicionista en redes, impulsada entre otras por el tándem influencer Towanda Rebels y, curiosamente, bajo el mismo hashtag que han utilizado para obstaculizar las jornadas de la Universidad de Sevilla, #UniversidadSinProstitución. La dinámica es idéntica, ni siquiera están llamados a defender una posición concreta acerca del trabajo sexual, porque lo que se desprende de este lema no es un posicionamiento abolicionista, sino el deseo de prohibición expreso de que las trabajadoras sexuales puedan hablar en un espacio de poder como la Universidad.
Increpar a las trabajadoras sexuales en la puerta de un aula al grito de “proxeneta” no es gratuito, responde a una estrategia para negar la condición de “mujer” de las trabajadoras, negando la existencia de un debate que solo podría tener cabida entre mujeres feministas. Y dado que no es estrategia común que se increpe a referentes académicas desde esta lógica, me atrevo a plantear que esa acusación respondería también a un planteamiento clasista.
El hecho de que cualquier debate o negociación que incomode a la hegemonía, se realice en un escenario –físico- de poder, constituye un avance para la democratización de esos espacios, por eso existe la necesidad de politizarlos mediante acciones que faciliten, por ejemplo, la ruptura del binomio Universidad/Activismo. El intento de censura de unas jornadas sobre trabajo sexual organizadas por el Colectivo de Prostitutas de Sevilla en la que participan trabajadoras sexuales, legitima el mensaje de que la Universidad no es el lugar que les corresponde.
Una universidad pública es esto, “perteneciente al populus”. Por eso es tan importante que las trabajadoras sexuales tengan cabida, porque enfrentarse a la #UniversidadSinProstitución trasciende a esta acción concreta y pone de manifiesto la necesidad de descolonizar y desclasar una institución que urge recuperar para el pueblo. Y esto pasa necesariamente por el reconocimiento del discurso de las ausentes* como sujetos de pensamiento y construcción teórica, mediante la incorporación al relato académico de sus múltiples expresiones y subjetividades.
Dado que la Universidad es al mismo tiempo altavoz y espacio de creación de conocimiento, considero que adquiere también responsabilidades en la incorporación o consolidación del discurso de las ausencias en los imaginarios colectivos. De este modo, aportará soluciones en mayor o menor medida en función de los vínculos que genere con estas ausencias. Parece claro que existe una corriente empeñada en obstaculizar la normalización del discurso de las trabajadoras sexuales en el espacio académico, circunstancia que deja en manos de las aliadas el compromiso de definir su posicionamiento como puente para la incorporación de estos discursos. Y resulta un hecho relevante, no solo por una cuestión de justicia –que exista un debate igualitario-, sino también porque la Universidad conformará también el conjunto de profesionales que, en adelante, darán tratamiento a la cuestión del trabajo sexual en las instituciones públicas –trabajadoras sociales, psicólogas, periodistas, etc.- y en los espacios de gobierno que configuran orden y ordenamiento. Por eso es también importante reivindicar, no solo el conocimiento teórico que parte de las experiencias de las trabajadoras sexuales, sino su sentido práctico, su aplicabilidad y sus implicaciones, más allá del debate.
La atención a las experiencias personales-colectivas debería ser un ejercicio prioritario en cualquier aproximación a una realidad ajena, más aun si resulta de un espacio que entra en controversia con nuestros propios relatos y prácticas. Y en el caso del trabajo sexual, existe además un llamamiento explícito de las trabajadoras sexuales, que manifiestan la voluntad de formar parte activa de esa controversia. Que se reclame de manera reiterada escucha y respeto al interior de un debate siempre es motivo de preocupación. Pero que este llamado se produzca al interior de un espacio de mujeres, es decir, en el seno de un debate atravesado por diferentes posicionamientos feministas, pone en tela de juicio varios principios que deberían ser esenciales en nuestra práctica. Por Sororidad. Por una Universidad feminista. Por un debate desde los afectos y desde los cuidados. Por Zorroridad.
* En el sentido planteado por Boaventura de Sousa.