Viajeros compulsivos

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En verano casi siempre íbamos a Chipiona. Eran los años ochenta y mis dos abuelas tenían piso en el pueblo gaditano. Creo que allí fue donde me aficioné al marisco, acompañando a mi padre, que me llevaba a coger navajas echando sal en los agujeritos del cieno del muelle; arrancando ostiones de las rocas con un cuchillo; sacando gordos cangrejos de sus cuevas con el señuelo de otros pequeños ensartados en cañas; y, sobre todo, comiéndome una nécora comprada en el restaurante La Pañoleta, de la calle Isaac Peral (más conocida como la calle Sierpes de Chipiona). Durante muchos años mi abuelo tuvo caseta en la playa junto al Santuario de Nuestra Señora de Regla. Esa caseta era un mundo lleno de trastos, muebles, juguetes… todo perfectamente organizado, por supuesto. De allí lo mismo se sacaba una mesa y banquitos para jugar al dominó o comer una tortilla y un tomate con sal con tías y primas, que palas, cubos, pelotas, colchonetas o raquetas. Mañana y tarde eran para la playa salvo que hubiera que ir a comprar al mercado. Por la noche se solía dar un paseo por el pueblo y, a veces, nos dábamos el lujo de volver en coche de caballos. Las pocas fotos se hacían con cámara de carrete que se revelaban al final del verano. Durante mucho tiempo, para llamar a los maridos que se quedaban en la ciudad trabajando, las mujeres debían esperar una larga cola en las cabinas de teléfono frente al Santuario. Y la tele se veía poco porque tardó en ser en color y sólo tenía dos canales.

Más adelante, cuando la economía lo permitía, en mi familia íbamos a pasar algunos días a otros lugares, generalmente playas, alquilando casas a particulares o apartamentos. Punta Umbría, Conil, Almuñecar, Marbella, la residencia de Tiempo Libre de Aguadulce… Lo más lejos que llegamos a ir fue a Santander a casa de unos amigos, siendo yo pequeño; a Iparralde, a casa de otros amigos; y a Castilla, en una mini ruta cultural. Pero la rutina era la misma: mañana y tarde de playa, noche de paseo. Todos juntos siempre. Eso era lo importante y no dónde estuviéramos. Mi primer viaje con amigos fue con diecinueve años al Camino de Santiago, desde León. Por supuesto no llevábamos teléfonos móviles, ni tarjetas bancarias. Toda una aventura que aún recuerdo y deseo repetir. Conocimos mucha buena gente y me aprendí el himno gallego.

La mayor parte del verano, no obstante, lo pasaba en Sevilla. Como era buen estudiante y aprobaba todo en junio, estaba todo el día en la calle jugando al fútbol, al trompo, a las carreras de platillos o simplemente sentado en las escaleras de los portales, hablando. El calor era muchas veces sofocante y calmábamos la sed con agua con regusto a anís de los búcaros de los bares del barrio.

Cuando crecí y me eché novia pasé de Chipiona a Matalascañas. Ahí sigo ya casado, aunque siempre tratamos de sacar unos días en primavera y otros en verano para visitar los dos extremos de Al Ándalus (Cabo de Gata y Algarve). Y poco más. No solemos viajar mucho. Llamadme raro pero la verdad es que no me apetece. Prefiero disfrutar de mi familia, jugando en la playa con mis hijos, visitando los mercados y comiendo en los bares que ya conozco. No busco rellenar un mapa sino compartir la vida. Y observo que cada año que pasa me llama menos la atención viajar más lejos.

Vivimos tiempos en los que se mira peor al que no viaja nunca que al que no lee un libro en su vida. Algunos muestran su extrañeza de que pudiendo ir a Londres, Roma o Praga por menos de 100€ me empeñe en ir cada verano a los mismos lugares. Que conste que no me opongo a conocer nuevos destinos pero estos para mí no son un fin en si mismos. Yo, al menos, no colecciono viajes. No lo he hecho nunca y no voy a empezar a hacerlo ahora. Hoy en día pareciera que hubiera que viajar a cuantos más sitios mejor, hacer miles de fotos y publicarlas en todas las redes sociales para que todos las comenten y valoren. Si no lo haces eres poco menos que un cateto y un inculto.

En mi opinión, viajar debe ser un aprendizaje, una apertura a otras vidas, a otras experiencias. Para mí no tiene sentido recorrerme las capitales de Europa para ver catedrales si no visito sus mercados, leo sus periódicos, conozco sus problemas o su historia. Por eso siempre que he viajado huyo de los grupos organizados, me mezclo con la gente del lugar e intento aprender a decir “buenos días” o “gracias” en portugués, euskera, catalán o francés. Porque, ¿qué sentido tiene visitar Londres y no haber oído hablar nunca de Oliver Cromwell ni Horatio Nelson? ¿O Praga y desconocer la existencia del Imperio Austro-Húngaro? ¿Es posible viajar a la Toscana sin haber estado nunca en Úbeda y Baeza? ¿Cómo puede alguien visitar Sevilla y preguntarme -verídico- si la Giralda está muy lejos de la Catedral?

Además, tengo tres hijos y trato de disfrutar con ellos cada día. Viajamos siempre juntos en familia y trato de educarlos en el amor al camino y no a la meta. Intento que aprecien la belleza de las diferencias, el respeto al prójimo y la curiosidad por aprender. Por eso no entenderé nunca a los padres y madres que instalan pantallas de vídeo en el coche. ¿Para qué están las ventanas sino para mirar por ellas, descubrir el exterior e imaginar nuevos mundos? Incluso del aburrimiento se aprende. Y si protestan o lloran, nuestra obligación como progenitores es aguantarlos y no dejarlos anestesiados con una película de dibujos animados. Tampoco comparto el dejarlos a cargo de los abuelos para irme a conocer mundo sin ellos. ¿Qué sentido tiene? Para mí, ninguno.

En nuestra sociedad consumista el turismo de masas y compulsivo se ha generalizado. Miles de aviones surcan los cielos y cruceros los océanos, repletos de personas ávidas de visitar cuantos más lugares mejor. De hacer miles de fotos que almacenarán en sus teléfonos sin entablar contacto alguno con las personas que viven en esas ciudades que visitan. Se trata de cantidad frente a calidad en una carrera sin fin, que afecta muy negativamente al medio ambiente y esquilma sociedades condicionando su economía y empobreciendo a sus gentes (de eso sabemos mucho en Andalucía). Un modelo insostenible que tarde o temprano tendrá que cambiar o acabará destruyéndonos a todos.