Tengo una manía algo masoquista consistente en revisar semanalmente prensa especializada del sector de la agricultura, logística y gran distribución agroalimentaria española a raíz de mi trabajo y por un interés político. Lo hacía antes de la irrupción del coronavirus y lo continúo haciendo ahora. Me interesa la organización del sector agroalimentario y los procesos que se están dando en eso que algun@s autor@s llaman régimen alimentario corporativo y cómo toma forma en un país mediterráneo y netamente agroexportador como el nuestro.
En este sentido, es relevante observar la problematización (o su ausencia) en nuestra manera de consumir alimentos en los debates públicos, precisamente con la pandemia y el escenario de la cuarentena. Me refiero a qué está sucediendo con la manera en la que nos alimentamos aquellas personas que no somos agricultor@s, y qué mensaje público está quedando en la población cuando determinados agentes se presentan como grandes héroes que garantizan el status quo, el “normal” funcionamiento de la cadena.
Sin entrar en un diagnóstico profundo y sabiendo que varias personas se han dedicado a ello, cabe decir que existen determinadas dinámicas dentro y entre los eslabones de la cadena agroalimentaria que arrastran históricamente una desigualdad derivada de una concentración de poder. Esta concentración de poder deriva de la capacidad de algunos actores de situarse en posiciones privilegiadas de la cadena, permitiendo que acaparen la mayor parte del valor añadido ya que son capaces de ejercer influencia para generar o eliminar normativas que regulen su funcionamiento. Así, desde el paso inicial de la cadena, la producción de insumos para la agricultura y ganadería, pasando por la propia práctica agroganadera, la transformación, la distribución y la venta final, existen actores dominantes que juegan un papel fundamental a la hora de conectar o desconectar los eslabones, en una búsqueda perpetua de un beneficio económico. Este patrón que, como digo, ha sido ampliamente estudiado, esta teniendo un giro particular en una coyuntura como la actual, donde el abastecimiento alimentario ha pasado a ser una actividad de primera necesidad.
En la agricultura, son de sobra conocidas las condiciones infrahumanas del trabajo migrante jornalero sobre la que se asientan los enclaves agrícolas. Los asentamientos de Lepe o el Ejido, y el caso de las jornaleras violadas de Huelva, dan cuenta del papel que juega la mano de obra en una agricultura intensiva, dedicada, no nos olvidemos, en gran medida a la exportación. De un lado tiene el respaldo institucional: no podemos obviar que, de media al año, 15.000 jornaleras son seleccionadas por el gobierno marroquí desde zonas rurales y principalmente con algún arraigo familiar (casadas y madres, para garantizar que no se queden en España), para que crucen con permisos temporales de trabajo debido a un acuerdo con el Estado Español. Teóricamente y a pesar de saltarse gran parte de la legislación laboral española y del Derecho Internacional, esta movilización está reglada. No suficiente con esto, además de lo económico que es para el modelo agrícola disponer de esta mano de obra y el bajo seguimiento institucional a la hora de vigilar la correcta retribución de las jornaleras, es de sobra conocida la existencia de aglomeraciones de infraviviendas de población migrante no estacional cercana a las fincas, que funciona de mano de obra aún más barata para la agricultura de enclave. Con el beneplácito de las autoridades locales, regionales y Comunitarias (no olvidemos que la agroexportación llena los lineales de los supermercados centroeuropeos y las Políticas Comunitarias no se meten en ello) que deciden no garantizar una vida digna a estas personas por su estatus, este contingente sirve estratégicamente para abaratar un mercado laboral ya de por sí precarizado, pero sin el que este tipo de agricultura no funcionaría. Así podemos ver como la precariedad de la precariedad tiene lugar en los intersticios de lo legal y lo “alegal”, con vistas a garantizar que la agroexportación siga su curso.
En la coyuntura pandémica a la que nos enfrentamos, es curioso observar como la agricultura sobre la que se basa nuestro sistema agroalimentario, de la que el enclave agrícola que he descrito anteriormente podría ser un ejemplo, queda paralizada cuando no dispone de estos distintos niveles de mano de obra precarizada, ya sea la migración “ordenada” (el contingente marroquí), o la “desordenada” (los asentamientos de infraviviendas perennes). Y es que parece que la imposibilidad de mantener esta esclavitud del siglo XXI, una perpetua excepción a la que estamos acostumbrados a ignorar y a aceptar a partes iguales, está siendo capaz de sacar las vergüenzas y poner en crisis a este eslabón. A ello hay que añadir que si bien los países mediterráneos, por su condición de regiones agroexportadoras, tienen este problema, no es nuestro exclusivamente: Alemania, Reino Unido u Holanda han manifestado la problemática que viene de cara a garantizar el hasta ahora “correcto” funcionamiento de la producción agroalimentaria, precisamente por la ausencia de estos contingentes de mano de obra agraria. Sin embargo, el cómo se presenta la problemática no incide en la raíz esclava sobre la que se asienta, sino en la existencia de una fuerza mayor que impide que el producto se recoja, en el sufrimiento del sector empresarial agrícola y en la necesidad de una intervención estatal para garantizar la supervivencia de los titulares de las explotaciones. Nada se dice de la hacinación, las infraviviendas, la prevención del contagio por las condiciones en las que se mantiene a esa población invisibilizada, o del cambio de modelo productivo en donde se inserta este modo de contratos laborales.
Ante esta situación, no es mi intención culpabilizar en exclusiva a la producción agrícola, sino entender el rol que juega la distribución de alimentos en esta estructura. La problematización de los precios percibidos por la agricultura, que se encontraba en la base de las movilizaciones de la Unión de uniones de agricultores que se estaban dando en todo el país hasta antes de la pandemia, efectivamente es una de las causas que hacen depender de este tipo de mano de obra, lo que no exime de culpabilidad al agricultor que decide utilizar este sistema de semi-esclavitud. Y es que el hecho de que se perciban bajos precios y la dependencia de mano de obra semi-esclava tiene que ver con el paso obligado por mercados enormemente concentrados de intermediarios y minoristas aguas debajo de la cadena agroalimentaria.
A pesar de existir la figura de las SAT, Sociedades Agrarias de Transformación, en teoría entidades que agrupan a productores para mejorar su competitividad en los mercados, la realidad es que el problema fundamental radica en lo que resultó de la “revolución de los supermercados”. La aparición de la figura del supermercado como espacio de consumo por excelencia y los cambios que esto conllevó en la cadena agroalimentario en las pasadas décadas, reestructuró el escenario del abastecimiento alimentario. Así, y como podemos ver en las formas en la que l@s español@s se abastecen de alimentos, los 5 grandes distribuidores minoristas (Mercadona, Carrefour, DIA, Eroski y Lidl) concentran más del 50% de la cuota de distribución (Kantar,2020). Si a ello le sumamos que casi el 60% de la población se abastece a través de esos canales según el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, tenemos un panorama en donde el acceso al consumidor/a es un activo que estos pocos agentes acaparan, lo que les permite decidir qué producto se comercializa, cuál no, y a qué precio se compra y vende. Normalmente, estos actores económicos funcionan con alianzas estratégicas entre ellos a través de centrales de compra o certificaciones privadas a l@s agricultor@s, incrementando más si cabe su capacidad de negociación de los precios en origen por los grandes volúmenes de compra. Este panorama no es distinto en la exportación hacia Europa, en donde las SAT españolas deben negociar con muy poco poder por una concentración parecida en los países que finalmente consumen el producto. A esto hay que añadir la intensificación del tiempo, ya que de entre las innovaciones de estos gigantes destaca el just-in-time, es decir que el stock de producto se reduce y se necesitan proveedores capaces de adaptarse rápidamente a las demandas de estos gigantes. Por ello no es de extrañar el incremento de la volatilidad y variabilidad de precios que establecen, pudiendo eliminar productos de sus lineales llevando a la banca rota a proveedores de productos frescos y transformados con gran facilidad.
En la coyuntura del coronavirus, vemos como las asociaciones del sector de la gran distribución, donde estos actores económicos mencionados anteriormente se agrupan, se presentan como los adalides de garantizar el correcto abastecimiento alimentario. Y lo hacen apelando a su responsabilidad como agentes primordiales, jugando con la puesta en escena de comunicados de prensa y reportajes/noticias que muestran las virtudes de su poder. Roig, máximo accionista y fundador de Mercadona, manteniendo una cuota del 25% del mercado español, apelaba a “racionalizar el miedo” desde el sector, algo que le está viniendo muy bien no solo por el incremento acuciado de ventas en el primer pánico de l@s consumidor@s, sino por la figura de héroe que encarna desde hace tiempo. Apelando a la normalidad, la patronal en su conjunto hacía un llamado a la tranquilidad, supongo que sabiendo que su concentración se agudizará aún más en esta situación. Y todo ello apoyado por las instituciones: prueba de ello es la videoconferencia de Felipe VI con Juan Roig, retransmitida en distintos noticieros, lo que da cuenta del gran prestigio y poder de estos agentes en la escena pública.
Sin embargo, en este eslabón también hay que destacar la base sobre la que asienta su “correcto” funcionamiento. Volviendo a la cuestión del empleo, las empleadas de dichos establecimientos, y lo hago apelando precisamente a la feminización de la mano de obra sobre la que se asienta, son la primera línea de exposición frente al contagio. Un sector, el de las cajeras y reponedoras de supermercado, con bajo nivel de sindicalización y que enfrenta a diario largas jornadas de trabajo, flexibilizadas en favor de la tarea fundamental que supone el abastecimiento alimentario. La cuestión entonces sería centrar la mirada en ver si la heroicidad presentada en la escena pública de las cabezas visibles de estas grandes corporaciones no corresponde en gran medida a estos cuerpos sacrificables, que se juegan el contagio con este tipo de comercio abierto para que los beneficios, de reconocimiento y económicos, queden en su cúpula.
Algo parecido sucede con el reparto a domicilio en esta crisis, que se ha incrementado de manera espectacular, donde de nuevo los falsos autónomos de Globo, Just Eat y otras empresas de reparto a domicilio es la base de mano de obra precarizada y sacrificable que garantiza un mensaje de falsa normalidad en el abastecimiento alimentario apropiado por socios accionistas y cabezas visibles de estas empresas.
Y es que en esta coyuntura, el sector agroalimentario, que se presenta como fundamental en tiempos de cuarentena, está siendo flexibilizado, precarizado y sacrificado en favor de una perversa normalidad, y los héroes (en su gran mayoría hombres) ensalzados son los que se sitúan en las posiciones menos sacrificadas.
En la sombra, parece que lo que encubre este mensaje son tendencias especulativas clásicas con los alimentos, precisamente por la gran capacidad de estos actores. De un lado, viendo la ampliación de la cuarentena y las turbulencias, las centrales de compras de estos grandes actores comienzan a comprar grandes volúmenes productos frescos para sacarlos de la cadena agroalimentaria y almacenarlos en frío, lo que producirá un incremento de precios de los que se verían beneficiados en el futuro, según indicaba El Salto. Del otro, como se han incrementado las ventas, continúan aplastando aún más que como lo hacían previamente sobre los precios de compra al sector productivo.
Desde la propuesta agroecológica creo que podemos ver que estos movimientos de alianza estratégica entre grandes actores de la distribución y los tomadores de decisiones políticas tiene una cara negativa y otra positiva.
La parte negativa a añadir con respecto a lo indicado más arriba está en el cierre de los puntos de distribución como son las cadenas cortas de comercialización y otro tipo de canales menos concentrados. Me refiero a mercados agroecológicos, mercadillos ambulantes y centros vecinales donde habitualmente se realizaban los repartos de los grupos de consumo, cerrados a cal y canto por el estado de cuarentena. Diversos colectivos se están movilizando para denunciar que se proponga a la gran distribución como héroe de la situación, precisamente porque la hacinación de consumidor@s en un espacio cerrado como es cualquier supermercado es un lugar donde se pueden dar mayores niveles de contagio que en un mercado al aire libre. Pero del otro lado, dada la situación de la agricultura y del sector, cuánto bien podría hacer a esa agricultura de exportación, intensiva y dependiente de mano de obra precaria, el acceder a puntos de venta directo, donde el valor añadido quede retenido de una manera más justa entre eslabones, incrementando el precio que recibe el productor como paso previo para transitar hacia otros modelos de producción. De este modo, aprovechar esta coyuntura para mejorar la conexión entre consumidores y productores puede ser el paso previo para desestructurar el modelo basado en semi-esclavitud, garantizar el abastecimiento de productos locales, y abandonar las prácticas de la agricultura intensiva. Mayor precio para el agricultor podría suponer menor intensificación de la finca si se orienta y acompaña de manera correcta, pudiendo de este modo mejorar las condiciones laborales en la agricultura. De paso, se podría reducir la huella ecológica asociada a la exportación, fomentando una relocalización de las cadenas agroalimentarias. Y todo ello está al alcance comunicativo en un momento como este, donde surgen héroes poderosos como los de la gran distribución, pero que bien podría servir para tirar de populismo y dar el valor que se merece a la agricultura como elemento que apalanque este cambio.
Para acabar, me quedo con dos elementos positivos que se están viendo al menos en estas etapas iniciales de la cuarentena. La primera es que aquellas iniciativas agroecológicas que tenían cierto bagaje y que dependían poco de la contratación de mano de obra, es decir cooperativas de producción agroecológica o mercados sociales por ejemplo, han visto incrementar, de un lado, los pedidos de cestas a domicilio, y del otro, el aumento en las ventas debido a una mayor planificación de la gente a la hora de ir a hacer la compra. Ya que van a comprar, intentan comprar de manera más planificada y una variedad de productos, lo que mejora la sostenibilidad económica de las iniciativas. La segunda es una reordenación del canal tradicional que se acerca más a este tipo de prácticas. En este sentido sirva de ejemplo las iniciativas que en Sevilla han lanzando desde los mercados de abastos, donde se observa que los distintos puestos tradicionales comienzan a cooperar para organizar conjuntamente pedidos a domicilio, incrementando su visibilidad, sus ventas y poniéndose en valor. Se ha incrementado la publicidad sobre este tipo de iniciativas que camina hacia una cooperación hasta ahora casi inexistente, que de un lado hace frente a la gran distribución como garante del abastecimiento alimentario, y del otro, abre en el horizonte posibles modos de cooperación entre agricultura y ganadería ecológica andaluza, principalmente dedicada a exportación, y tejido de comercios tradicionales organizados que agrupen pedidos para comercializar localmente. De este modo, el trabajo con agentes híbridos como sería el comercio tradicional que desde la agroecología se debate podría verse fortalecido por esta coyuntura pandémica.
Esta dualidad ante la que nos enfrentamos, de un lado la profundización del poder de los actores económicos dominantes del régimen alimentario por su papel como falsos “héroes” en la coyuntura, y del otro la forzada re-organización y cooperación de canales tradicionales alimentarios para garantizar su viabilidad, es una lucha de poder en la que tendremos que participar l@s consumidor@s como actor@s clave aunque no únic@s de la cadena agroalimentaria. Aunque la disputa se presenta dura y las transiciones nunca fueron fáciles, me gusta ser optimista en momentos de colapso como en el que nos encontramos, viendo una oportunidad transformadora en esta situación.