“Cooperación es la asociación en beneficio de los asociados, pero cooperativismo es la cooperación erigida en sistema de emancipación social.” Charles Gide
De “La Libertadora” a “La Virgen del Rocío”
La Economía social impulsada por la Junta de Andalucía en las últimas décadas juega un pésimo papel a la hora de contribuir a mantener y mejorar la vida de la población andaluza. Es de interés cuestionarse sobre qué Economía social o cooperativismo es preciso impulsar o desarrollar en Andalucía para que esta situación cambie. Al echar la vista atrás a la historia de la economía social en general, y de la andaluza en particular, se encuentran multitud de modalidades, perspectivas e intenciones, desde las mutualistas o más asistenciales hasta las más transformadoras; desde las más obreras hasta las meramente empresariales, oportunistas o buscadoras de renta.
Desde sus orígenes en el siglo XIX, fueron abundantes las cooperativas andaluzas que nacieron con voluntad de comenzar un modelo económico alternativo. En la Andalucía del siglo XIX, la alternativa al capitalismo pasaba por el colectivismo, por empresas colectivas de muchas personas frente a la empresa individual y privilegiada de unas pocas. Además, el aglomerado social que participaba del movimiento cooperativo en la década de 1860 jugó un papel fundamental en los movimientos “revolucionarios” de aquella época. El objetivo de su acción política era la consecución de un modelo de autogobierno local que restara poder a los oligarcas, a los caciques, a los “señoritos”.
Durante el siglo XX, la mayor parte del cooperativismo andaluz, y sobre todo el más importante por su tamaño, el cooperativismo agrícola, perdió los supuestos intelectuales e ideológicos que habían tenido en los treinta primeros años de su historia. El cooperativismo andaluz fue afectado tanto por el asistencialismo religioso como por las maniobras oportunistas de agentes socioeconómicos poderosos que veían en las cooperativas una fórmula para añadir más riquezas a las que ya poseían. Las cooperativas pasaron de tener nombres vinculados a los deseos de mejora de la gente (“La Libertadora”, “La Modelo”, “La Esperanza”, “La Lealtad”) a denominarse como el santo o virgen de turno (Nuestro Padre Jesús de la Cañada, Virgen del Rocío, Virgen de la Cabeza, etc.).
Ante esta situación nos parecen pertinentes las preguntas que realizó hace 35 años Maxime Haubert en un magnífico trabajo referente para realizar este artículo. “Si el cooperativismo es un sistema en el que los dueños de las empresas son los usuarios de las mismas, como productores o consumidores, ¿sería el cooperativismo una vía para que Andalucía sea dueña de sus recursos y actividades económicas y los dirija a satisfacer las necesidades prioritarias de los andaluces en materia de empleo, de vivienda, de alimentación, etc.? Si las cooperativas son empresas democráticas, responsables y solidarias, ¿sería el cooperativismo una vía para que haya en Andalucía más democracia, más responsabilidad y más solidaridad? Si las cooperativas son asociaciones en las que unen sus esfuerzos hombres y mujeres de los grupos sociales dominados y explotados, ¿sería el cooperativismo una vía para que no haya en Andalucía tanta dominación y tanta explotación?” (Haubert, 1984: 9).
Al dar respuesta a estas cuestiones queremos aproximarnos a lo que entendemos por cooperativismo y/o economía social transformadora. Pero antes profundicemos un poco en el papel actual de las grandes cooperativas agrarias de Andalucía.
Sin contradicciones: cooperativas al servicio del capitalismo global
La Confederación Empresarial Española de Economía Social (CEPES) elabora cada año un ranking de las “empresas relevantes” de la Economía Social. Se trata de un listado de empresas que llevan en su forma jurídica la palabra cooperativa, aunque apenas se las distingue de empresas convencionales de capital. Al frente de estas clasificaciones se encuentran las andaluzas DCOOP, COVAP, UNICA, VICASOL, SUCA, MURGIVERDE, Granada La Palma o Agrosevilla. En gran medida, se trata de cooperativas de segundo grado con origen en sociedades cooperativas agrarias creadas durante el Régimen franquista.
La inmensa mayoría de estas cooperativas agrarias consistieron en “empresas asociativas” o “cooperativas de servicios a los propietarios de tierras” (Haubert, M., 1984). En la década de 1950 y 1960, los propietarios de tierras tuvieron que unirse para, fundamentalmente, poner en marcha estrategias de defensa de los precios de sus productos. No sólo se unieron los pequeños y medianos propietarios de tierra. Los grandes propietarios o latifundistas vieron también en estas cooperativas un medio de explotar a los pequeños y medianos productores en tanto que el esfuerzo colectivo de estos permitía la creación de establecimientos industriales que se utilizaban principalmente en provecho de los primeros. De este modo, “la modernización y la capitalización del campo, en vez de poner en tela de juicio el poder económico, social y político de los caciques, podía reforzarlo considerablemente.” (Haubert, M., 1984: 52). El Estado franquista favoreció estos procesos mediante los cuales el capitalismo penetró en el campo andaluz bajo el control del Régimen dictatorial. “(…) las cooperativas parecían el medio más adecuado de penetración del capitalismo en el campo, por lo menos como fase transitoria. (…) Y como las cooperativas estaban estrictamente encuadradas en el sindicalismo vertical, estaba asegurado el control social y político del campesinado.” (Haubert, M., 1984: 60).
A estas cooperativas con origen en la dictadura franquista, se unen al frente de los listados actuales de las principales cooperativas del sur de Europa otras creadas en las últimas décadas y vinculadas con la agricultura intensiva de Almería y Huelva. Este tipo de actividad agraria se caracteriza por los elevados de niveles de explotación natural y laboral (con especial relevancia de la mano de obra migrante).
Por tanto, estas grandes sociedades y empresas, aun siendo formalmente cooperativas, no pueden asimilarse mínimamente a los principios cooperativos convencionales de la Alianza Cooperativa Internacional (ACI, 1995). Estas grandes empresas apenas ponen en marcha estrategias de democracia económica. Además, la distribución de las ingentes rentas que generan no repercute de forma equitativa en el campo andaluz, sino que mantienen la injusticia y el mal reparto, guiadas por cúpulas dirigentes formadas en los mismos lugares que los directivos las grandes empresas de capital, con fabulosos salarios y con los mismos objetivos y herramientas.
Veamos un ejemplo de cómo actúan estas empresas. En meses pasados fue noticia DCOOP, la mayor cooperativa aceitera de Andalucía y Europa, y el mayor productor mundial de aceite de oliva (200.000 toneladas anuales aproximadamente) por haber utilizado en los últimos años fondos públicos para construir bodegas de almacenamiento para el aceite de oliva que importa masivamente de Túnez a bajo precio. Con esos fondos públicos se habría financiado el 50% de los 5,8 millones de euros que han costado las bodegas de almacenamiento de aceite recientemente instaladas en las dependencias de MERCAOLEO en Antequera, sociedad filial de DCOOP. Ante esta situación, los socios de DCOOP, tanto las cooperativas de primer grado como las personas físicas que son socias de estas cooperativas, están siendo perjudicadas por las estrategias de la cúpula dirigente pues anteponen la venta de aceite de Túnez a la de los productores andaluces.
En definitiva, el nombre de cooperativa, y el desamparo secular del pequeño propietario andaluz, hace que estas empresas provoquen una simpatía en la mayoría de los casos inmerecida. Se trata de empresas que se ven condicionadas al servicio del actual capitalismo global, que las utiliza para succionar la riqueza que genera el campo andaluz. De este modo, las grandes cooperativas empresariales refuerzan, en pleno siglo XXI, como diría Haubert, el poder “económico, social y político de los caciques.” Al igual que el Estado franquista, la actual administración andaluza, española y europea favorece estos procesos y, disfrazado de “economía social”, se afianza la situación secular del medio rural andaluz, donde, como siempre han dicho los jornaleros de la aceituna, “la carne va para unos pocos y los huesos para la mayoría”.
Para ser justos, es necesario indicar que quedan al margen de estas prácticas pequeñas cooperativas agrícolas que sí tienen como objetivo la mejora de sus personas socias y llevan a cabo, o al menos lo intentan, estrategias participativas y democráticas de gestión. Además, y muy alejada de estas dinámicas, se encuentra la experiencia cooperativa de Marinaleda, guiada por principios y valores transformadores. No se trata de una cooperativa de personas propietarias de tierras, sino de jornaleras que trabajan de forma autogestionada una tierra pública; es decir luchando con el objetivo de que sea un proyecto de propiedad pública, planificación comunitaria y gestión cooperativa.
Economía social para transformar
La instauración del capitalismo, tanto en Andalucía como en el resto de economías, convirtió a los bienes comunes y los medios de producción y vida en propiedad privada. Desde ese momento, las personas propietarias pasaron a necesitar de otras dispuestas a trabajar para ellas, así como las no propietarias pasaron a necesitar un salario ante la imposibilidad creciente de ganarse la vida de forma autónoma. La imposición del trabajo “dependiente y servil” (Delgado Cabeza, M., 2018: 13) requirió de miles de asesinatos y violaciones y torturas masivas como las propiciadas por la “caza de brujas” (Federici, S., 2004).
Además de la propiedad privada y el trabajo dependiente, el capitalismo requirió que los mercados se convirtieran en mecanismo hegemónicos de asignación y distribución. La actividad productiva pasó a tener como único objetivo la maximización de los beneficios, explotando tanto al trabajo asalariado como al no asalariado o de reproducción realizado por las mujeres. La producción dejó de ser un objetivo (necesario para satisfacer necesidades) y pasó a ser un medio (para lograr ganancias). El mercado y el logro de los máximos beneficios requirieron de la organización de la escasez: “En las economías complejas la escasez está socialmente organizada a fin de permitir el funcionamiento del mercado (…). Esto se lleva a cabo a través de un estricto control sobre el acceso a los medios de producción y a través de un control sobre el movimiento de los recursos dentro del proceso productivo. La distribución de la producción ha de ser asimismo controlada, a fin de mantener la escasez. Esto se logra a través de planes de apropiación para impedir la eliminación de la escasez y preservar la integridad del valor de cambio en el mercado. Si aceptamos que el mantenimiento de la escasez es esencial para el funcionamiento del sistema de mercado, aceptaremos entonces que la privación, apropiación y explotación son consecuencias necesarias del sistema de mercado.” (Harvey, 1977: 116-117)
Las Economías sociales surgen frente a esta economía de la privación, apropiación y explotación, dando prioridad a las necesidades de las personas por encima del lucro. No obstante, no son pocas las entidades que se autodefinen de Economía social y reproducen prácticas e incluso objetivos de la empresa capitalista, tal y como hemos mostrado más arriba. Además, una parte de las Economías sociales se adaptan al mercado, mientras que otras tienen vocación transformadora. Por eso es muy relevante hablar de Economía social utilizando el plural.
A partir de ahora nos centraremos en la Economía social y solidaria con vocación transformadora (EST), es decir, en el conjunto de iniciativas que pretenden caminar hacia un sistema socioeconómico alternativo que tenga como único objetivo la mejora de la vida de la gente. Que esta y no otra debiera ser la finalidad de la economía (sin adjetivos). Nos interesa impulsar una Economía social que sirva como alternativa, y no como legitimadora, del Capitalismo. En este sentido, la EST debe ser una herramienta para la soberanía, entendiendo por tal “la capacidad de cubrir las necesidades materiales y espirituales fundamentales para el desarrollo humano, al margen del circuito de valoración del capital” (VV.AA., 2018: 25). En otras palabras, debe servir para “transformar y sustituir la reproducción del capitalismo por el mantenimiento, la reproducción y el enriquecimiento de la vida social y natural (…)” (Delgado Cabeza, 2018: 17).
Otro trabajo, otra propiedad, otro valor
Una vez que sabemos para qué queremos la EST, nos parece esencial analizar tres instituciones económicas básicas, a saber: el trabajo, la propiedad y el valor. Es decir, difícilmente podremos hablar de economías transformadoras sin buscar alternativas a las formas que estas instituciones toman en el capitalismo, es decir, el trabajo dependiente, el valor de cambio y la propiedad privada.
El capital únicamente puede reproducirse sistemáticamente mediante la mercantilización de la fuerza de trabajo. Esto implica convertir el trabajo social, es decir, el trabajo realizado para otras personas, en trabajo dedicado únicamente a la producción y reproducción del capital (frente a la Vida). Frente a esto, la EST debe contribuir a eliminar la explotación de unas personas por otras y al establecimiento de la cooperación en un proceso laboral común. David Harvey indica al respecto que “la oposición de clase entre capital y trabajo se disuelve por medio de productores asociados que deciden libremente qué, cómo y cuándo producirán en colaboración con otras asociaciones y con el objetivo de la satisfacción de las necesidades sociales comunes.” (Harvey, D., 2014: 286). Así pues, del trabajo asalariado como pilar del sistema capitalista, hay que avanzar hacia un régimen de producción comunitario; de una economía donde el trabajo es considerado como mercancía y las personas son recursos humanos, hay que avanzar hacia, en palabras de Marx, una “economía del trabajo emancipado”, o siguiendo a Michael Lebowitz (2005), una economía basada en “la relación de productores asociados”.
Además, si la EST quiere tener como objetivo la reproducción de la Vida, debe atender a otros trabajos sin salario y, de este modo, la explotación específica de las mujeres en el capitalismo. Es, por tanto, un reto esencial unir el proceso de producción y reproducción; internalizar el trabajo de cuidados para no imputar externalidades negativas a las mujeres. Todo lo anterior implica penalizaciones mercantiles, por lo que es preciso buscar alternativas al mercado y consumo convencional (intervención del Estado, mercados sociales, consumos alternativos, etiquetas ecofeministas, etc.).
La búsqueda de otro trabajo no asalariado está completamente relacionada con la eliminación de la propiedad privada de los medios de producción y/o de vida en los que se sustenta las condiciones materiales de la gente. La EST debe propiciar un nuevo sistema productivo comunitario que busque alternativas a la propiedad privada, base esencial del capitalismo como sistema de explotación de unas personas por otras. Por tanto, una unidad económica de producción de bienes y servicios transformadora debe basarse en la propiedad colectiva de los medios de producción y los bienes producidos. El reparto como principio frente a la acumulación debe extenderse hacia la gestión de los bienes o medios de producción, la toma de decisiones, los excedentes, las responsabilidades, etc. En este sentido, es de interés reflexionar sobre la instauración de “fondos colectivos de recursos” (productivo, financiero, inmobiliario, etc.) donde la propiedad pase a ser colectiva, gestionada democráticamente, participada por múltiples agentes (cooperativas de trabajo, de consumo, asociaciones, fundaciones, entidades de finanzas éticas, etc.) y tengan objetivos vinculados a la EST y alejados del capitalismo y su consecuente especulación.
En tercer lugar, se trata de producir bienes y servicios en función de, hasta donde sea posible, el valor de uso. El capitalismo tiene como base otorgar a los bienes y servicios el valor que marca la demanda solvente o poder de compra. Si alguien no tiene poder de compra, es decir dinero, no podrá satisfacer sus necesidades, no existe, no tiene derecho a la vida. Se trata, posiblemente, del eje o elemento más difícil de alcanzar por las actuales entidades o unidades productivas pues el contexto en el que se mueven no les permite tener un grado de autonomía demasiado amplio. En este sentido, y al igual que expusimos al tratar la internalización del trabajo de cuidados, es preciso buscar alternativas al mercado y consumo convencional, sin caer en el determinismo competitivo que provoca la derrota por anticipado de cualquier alternativa. Los anteriores fondos colectivos de recursos podrían ser útiles para marcar y asignar recursos en función del valor de uso y, de ese modo, desmercantilizar bienes y servicios prioritarios o estratégicos para la vida.
Por tanto, la Economía social que busca la transformación hacia el poscapitalismo requiere de la adopción de alternativas a la propiedad privada, al trabajo dependiente y al mercado o valor de cambio (o como mínimo transformar la sociedad de mercado a una sociedad con mercados para bienes y servicios no esenciales para la vida). El maestro Harvey nos lo indicaba ya en su obra “Urbanismo y desigualdad social” del siguiente modo: “En las sociedades contemporáneas ‘avanzadas’ el problema consiste en ofrecer alternativas a los mecanismos de mercado que permitan transferir poder productivo y distribuir el plusproducto entre aquellos sectores y territorios en los que las necesidades sociales son muy patentes. Así, necesitamos dirigirnos hacia un nuevo modelo de organización en el que el mercado sea sustituido (probablemente por un proceso de planificación descentralizada), la escasez y la privación eliminadas sistemáticamente hasta donde sea posible, y el degradante sistema de salarios desplazado firmemente como incentivo para el trabajo, sin disminuir de ningún modo el poder productivo total disponible para la sociedad.” (Harvey, 1977: 118).
Existen interesantes ejemplos de este cooperativismo, de economía social con vocación transformadora en esta Andalucía del siglo XXI. Experiencias que buscan, tienen objetivos, principios y valores muy alejados de los existentes en las grandes cooperativas agrarias. Entidades ninguneadas por las administraciones públicas, con problemas de intercooperación y con otras muchas necesidades de mejora. No lo tienen fácil, nada importante o que merezca realmente la pena lo es. La construcción de un conjunto hegemónico de prácticas socioeconómicas que tengan por finalidad esencial mantener y enriquecer la vida bien requiere de nuestro máximo esfuerzo. Porque, como dice la sabiduría popular andaluza reflejada en las letras flamencas, “no merece compasión/ quien siendo esclavo/ no quiere buscarle la solución.”
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