De todas las playas que atraen la atención a los veraneantes y turistas en la temporada estival, hay algunas que podemos entender como injertos de historia persistente que penetran hasta permanecer sobre las arenas en la actualidad. Son pocas, están amenazadas, literalmente acosadas por los desiertos de hormigón que las circundan, por políticas de ordenación de playas, tanto en la zona de áridos como en la zona de agua, en las que la administración ya asume que la función principal de una playa es otorgar deleite, esparcimiento, espacio de consumo a veraneantes y visitantes que viven de espaldas a la costa y su historia –sin que quepa responsabilizarlos por ello, claro está.
Quiero llamar la atención por estas playas, espacios costeros en los que aún habitan pescadores. Son retazos de paisajes que la marea de la modernización de los espacios costeros se llevó, que fueron borrados por los nuevos usos sociales del mar. Me voy a centrar en dos de estos espacios que se ubican en cada uno de los extremos del extensísimo litoral de Andalucía: el primero, es la playa de los pescadores, o de la Virgen del Carmen, situada en el confín occidental de La Antilla (Lepe), y en el borde sur del monstruo de intensificación constructiva y ocupación del litoral que supone Islantilla. El segundo es la playa de Cabo de Gata, en el extremo meridional y occidental del parque natural del mismo nombre, junto al torreón de San Miguel[1].
Al ser preguntados por las razones que los mantienen en la playa, cuando la inmensa mayoría de la actividad pesquera se refugia en puertos desde la segunda mitad del siglo XX, las respuestas coinciden. Allí fue donde aprendieron el oficio, son pescadores, algunos de ellos jóvenes –lo que llama la atención ante el envejecimiento generalizado de la marinería-, de varias generaciones y han logrado aviarse con distintas estrategias que les permiten llevar a cabo las faenas principales: almacenar y armar los artes, mantener las embarcaciones, navegar para calar los artes y recogerlos y vender las capturas. Su vida está en la playa, sólo complementariamente usan sus domicilios como espacio de trabajo, aunque ello depende de las condiciones de vivienda, muy diferentes en uno y otro caso. En el núcleo de La Antilla, fue el gobernador civil Francisco Summers e Isern[2] quien mandó levantar en 1955 el núcleo de viviendas que hoy siguen ocupadas, en su mayoría, por los descendientes de aquellas familias pescadoras. Hasta ese momento, vivían en chozas autoconstruidas. “La razón por la que se construyeron las viviendas por el gobierno es porque los niños cogíamos enfermedades de las ratas”, nos cuenta Víctor, que había nacido en las casetas de madera. Entonces la hoy conocida como playa de los pescadores o núcleo del Carmen se parecía mucho al paisaje marengo de la costa mediterránea, aunque con una playa más extensa y tendida. Las barcas realizaban los lances de jábegas, prohibidas desde los años ochenta, que atraían muchas manos para halar del arte, al amanecer. Las barquillas de madera se dedicaban a la pesca en zonas próximas, con artes de trasmallo y los rastros manuales permitían el trabajo marisquero a lo largo de la costa. Mantenían relaciones con pescadores portugueses e isleños, a poniente y acudían arrieros con su caballería para distribuir el pescado por zonas próximas. Como ahora, la playa era la zona de varada de las embarcaciones, donde los niños y jóvenes aprendían las cosas del oficio, entrando y saliendo de la escuela en función de las necesidades de la economía familiar. Cuando te interesas por personas de trayectoria, con experiencia, emerge con fuerza, como una marea de invierno, la figura de María (Victoria), madre de cinco hijos, que en su mayoría se siguen dedicando a la mar, que “lo mismo te armaba un arte, que lo remendaba, que salía a pescar, como cualquiera”.
Hoy la fisonomía del lugar ha variado en matices. La Junta de Andalucía instaló recientemente unas casetas de madera, distintivamente coloreadas al margen de cualquier tradición de la cultura material local y regional. No tienen capacidad para guardar los chismes, ni estabilidad para estar en la playa, aunque han sido ocupadas para almacenar y trabajar en algún arte: un buen ejemplo de lo poco útil de determinadas intervenciones cuando se realizan al margen de la realidad cotidiana local. Las embarcaciones actuales son pateras, es decir, de fondo plano, realizadas a base de madera y forradas con fibra de vidrio, lo que facilita el mantenimiento. Las pateras son varadas y botadas con la ayuda de tractores, que compran los pescadores. Lo más llamativo de las mismas, sin embargo, es que no disponen de folio (matrícula), ni de la tercera lista (pesca profesional), ni de la séptima (pesca recreativa), de modo que su actividad se realiza al margen de todo control administrativo. De hecho, casi por encima de las mareas y las condiciones de viento, la salida de la patrullera de la Guardia Civil es el factor que más condiciona sus horas de salida. Como se ha generalizado en el sector, los grupos de wasap y las terminales móviles han sustituido a la radio como mecanismo de comunicación, buscando eludir así sanciones y decomisos de artes de pesca. Cuando nos interesamos por el mantenimiento de la actividad en estas condiciones, la respuesta es firme: “no tienen legitimidad para echarnos de aquí. Estamos desde hace muchos años y saben que vivimos de esto”. En cuanto a las pesquerías, los artes de enmalle son los más usados, siguiendo los ciclos habituales: robalos en invierno con el arte que denominan merlucera; los trasmallos para distintas especies, entre las que destacan las acedías, el langostino, la araña o la breca, sobre todo en los meses de estío, siendo los chocos y el lenguado capturas que pueden aparecer en cualquier momento del año. Y, cuando arriba a la costa, el pulpo, una especie fruto de la “globalización”. Cuando se instauró el núcleo de viviendas, el pulpo no se vendía, nadie lo quería. Sólo los pescadores lo secaban y lo aprovechaban culinariamente. Hoy se distribuye comercialmente de modo intensivo, y los pescadores están pertrechados con artes de trampa, tanto nasas como cangilones (cántaros) para su captura. Algún comprador local que hace de distribuidor, turistas y los restaurantes del entorno constituyen el destino comercial de lo que se captura en esta playa.
Resulta muy llamativo el que algunos de los pescadores hayan reconvertido algunas de las casas del núcleo de viviendas de 1955 en restaurantes, tanto en el paseo marítimo como en calles aledañas. Es decir, hasta el momento, no se ha producido el característico proceso de desplazamiento de población autóctona por mediación del mercado inmobiliario. En los años ochenta, se entregó otro grupo de viviendas, a la espalda del primer núcleo, así como cuartos de armadores, al mismo tiempo que se construyó un local que podría tener funciones asociativas. Sin embargo, en la actualidad, es un espacio municipal multiusos y la organización de mariscadores que existió ya no está: sólo la asociación de vecinos se articula para demandas sociales. Para reforzar su timbre de marinería, se levantó una ermita pequeña, en el extremo de poniente del núcleo, dedicada a la Virgen del Carmen, que complementa a la que ya existe en el núcleo de La Antilla.
Los pescadores de Cabo de Gata no dispusieron nunca de viviendas sociales. Fue la construcción del paseo marítimo en el poblado, en pleno auge de la industria turística a mediados de los años noventa, lo que los expulsó de su zona de varada tradicional, frente al pueblo, para trasladarlos hacia el este, junto al torreón de San Miguel. El espacio está organizado a partir de embarcaciones, artes y chismes de pesca, tornos de varada y casetas. Estas están construidas a base de puertas de madera que se superponen y de redes de pesca que arropan tejadillos de distintos materiales de reaprovechamiento, también apañadas con material de desecho, todo ello anudado con cabos y cordelerías marinas. Preguntado sobre la perdurabilidad de este enclave, Luis es tajante: “no se atreven a decirnos que nos vayamos. No tendrían la vergüenza de hacerlo, porque nosotros estábamos en el pueblo desde antes. Y cuando nos instalamos aquí, plantamos batalla ante la posibilidad de que nos levantaran”.
El interior de la caseta es un espacio sombrío pero preñado de todas las cosas que la experiencia de cada pescador ha ido acumulando. Ir de la mano de Luis, ya jubilado, pero que baja cada día a la playa para ayudar a su hijo, se convierte en un viaje desde el presente al pasado, algo caótico –como es la apariencia de la cantidad de pertrechos que allí son almacenados-. Cada chisme es un cabo del que pende una explicación sobre un hábito de trabajo, que a su vez puede estar relacionado con artes que se usan en cada momento del año. Allí duermen también artes ya prohibidos, en los rincones más apartados. Periclitados o actuales, cada uno de ellos es tratado por Luis como un síntoma que conecta con las enseñanzas de su padre, con días concretos en los que hubo algún percance que rememorar, con episodios gloriosos de faena, o no tan memorables, que estos también pueden ser recordados. Este paraje, en su conjunto y a partir de cada uno de los elementos que allí están tendidos, constituyen un lugar de la memoria.
A diferencia de lo que ocurre en La Antilla, aquí se usan los tornos o cabrestantes, activados eléctricamente para botar y varar las embarcaciones, con la ayuda de los parales [3], como corresponde al modo de trabajo en el rebalaje en el Mediterráneo andaluz. A esta faena acuden colaborativamente allegados y familiares de cada embarcación, como se arremolinan veraneantes cada vez que alguno de los barcos se acercan a la misma orilla: para su varamiento o botadura, para descargar la pesca, para hacer combustible, o recoger los lastres (muertos) con los que el barco queda fondeado frente a la playa, si no hay mucho viento. Podemos aseverar que la playa de varada es un lugar, en el sentido profundo del término, al que acuden vecinos y curiosos, también veraneantes, por el mero placer de contemplar la otredad del mundo de la mar.
La actividad de los pescadores que faenan en el Parque Natural de Cabo de Gata, declarado en 1987 (tres embarcaciones en este núcleo; una en San José; cinco en La Isleta y otras dos en Aguamarga)[4], se ha visto muy condicionada desde la declaración de una Reserva Marítima de Interés Pesquero, dentro del parque, en 1995. No podemos hacer un análisis más exhaustivo de este proceso, pero sí señalar que los pescadores artesanales, que están representados en la entidad Pescartes, no están conformes con el seguimiento que se hace de su actividad dentro de la reserva. No está actualizado el censo adecuadamente –ha habido un sensible decremento de barcos faenando-; se han prohibido artes y formas de pesca que habían sido perdurables hasta ese momento; no hay una adecuada coordinación administrativa ni coherencia normativa entre las entidades autonómicas y central; o ni sus consideraciones ni sus conocimientos son tenidos en cuenta en el modo de gobierno del territorio; también persiste la actividad no declarada de furtivos, tanto del sector profesional como, sobre todo, de los pescadores recreativos. Otros problemas se derivan de su ubicación en la playa: este año el sistema de balizamiento costero, para la temporada estival, les tapaba su salida natural al mar; su actividad está muy condicionada por el régimen de vientos y su deseo de poder descargar en la playa, un hábito en la zona, para después llevarlas a una lonja, ha obligado a los armadores a adquirir vehículos isotermos.
Las técnicas de pesca y las pesquerías asociadas también siguen aquí la estacionalidad que ya hemos comentado. El pescador, al armar sus artes, adapta los claros de malla, que asocia con la cabeza de las capturas objeto, a las especies que busca en cada temporada. La jibia (el choco) sigue siendo una de las principales pesquerías, mientras que otras son más estacionales, como las de la solta en invierno o el trasmallo de salmonete en verano. Arañas, brecas y otras especies de fondos arenosos son habituales en este tiempo. Las nasas para el pulpo ya están vetadas en las zonas de la reserva, y respecto a artes de anzuelo, después de reclamar mucho, consiguieron que se admitieran los palangrillos. Ningún pescador entiende las limitaciones a nasas y anzuelos y no a enmalles, cuando éstos son menos selectivos, dentro de la reserva. Particularmente dolorosas son tres tipos de prohibiciones: i) la de artes móviles, de superficie o al aire, que en verano se han usado para dos especies de paso muy concretas: el volaor y la melva; ii) la progresiva desaparición de la laval, un arte de arrastre de playa, como la jábega o el boliche, pero sin copo, que siempre ha puesto en funcionamiento una ceremonia colectiva en la playa; y iii), mucho más actual, el escaso acceso que este tipo de flotas tienen a las cuotas de atún, que han pescado históricamente con aparejos de mano. Las dos primeras escuecen porque, además de la limitación económica, se trata de formas de trabajo que generan usos sociales, paisajes, experiencia colectiva que han constituido a cada persona y su entorno. La limitación para la adquisición de atún rojo tiene un efecto económico y político claro, pues las capturas están concentradas en grandes empresas.
En definitiva, en estos dos extremos del litoral andaluz hemos conocido esa extraña convivencia entre veraneantes, chiringuitos, paseos marítimos y pescadores; entre toallas y sombrillas y artes al sol, que esperan secarse para ser limpiados y alijados a bordo. Se trata de hábitos culturales expuestos a quien tenga la sensibilidad suficiente para interesarse y admirarse por esos modos de existencia, vecinos, pero tan alejados de la percepción urbanita común. En ambos escenarios, la convivencia con los turistas es paradójica: limitan algunos de sus hábitos, pero les permiten una mejor recompensa por su trabajo. Las personas veraneantes muestran una clara atracción por los jirones de ese mundo que se va disolviendo con el paso de los años, tanto en su cotidianeidad, como en los momentos de efervescencia colectiva que significan los ritos religiosos en verano, que en el caso de Cabo de Gata coincide con la festividad de la Virgen de Agosto. Son dos realidades que, sin embargo, desde la racionalidad burocrática no encuentran un acomodo. En el caso de la Antilla, se podría decir que es una actividad inexistente, a pesar de su visibilidad, porque no consta, salvo a efectos de sanción; en el caso de Cabo de Gata, un remanente que resiste, entre otras razones, por sus actividades divulgativas y de reivindicación, articuladas a través de una entidad, Pescartes, que no termina de encontrar un hueco entre las organizaciones sectoriales a nivel autonómico, a pesar de la experiencia de sus pescadores en la zona. Sin duda, podrían, y deberían apostar por estrategias colectivas para proveer servicios y comercialización y esto debe anotarse en su debe. En tales circunstancias, las maniobras particularistas sirven para sobrevivir, pero no son tan eficaces como propuestas para colectivizar las tareas de varada, algunos suministros básicos o los viajes de distribución del pescado. Son ellas, las familias de pescadores, quienes, a su pesar, se convierten en los atlantes de un mundo amenazado, a pesar de su importancia histórica, etnológica y paisajística y, en un sentido amplio, cultural.
1] Son acaso dos hitos de entre otros que persisten en las costas de las distintas provincias: en Almería (que comentamos aquí mismo); en Granada (Castell de Ferro, Calahonda, La Rábida, Almuñécar); Málaga (Torre del Mar, Los Boliches en Fuengirola o El Pedregalejo-El Palo): o Cádiz, en la la playa de la Atunara (La Línea de la Concepción), que ya apareció por aquí a través de la sentida escritura de mi amiga y colega Gema Carrera ver: [https://portaldeandalucia.org/opinion/oficios-y-saberes-tradicionales-imposibles/]
[2] Fiscal y político del movimiento, que tomó parte activa en la represión franquista. Una placa conmemorativa recuerda su padrinazgo en la construcción del núcleo de viviendas por el Instituto Nacional de la Vivienda, entregadas el 18 de julio de 1955.
[3] Los parales son travesaños de madera que se van ubicando conforme la embarcación avanza por la arena, lubricados con grasa.
[4] Aún se pueden apreciar varaderos, aunque no funcionales, en las playas de Almadraba de Monteleva y La Fabriquilla, casi en el cabo de Gata.