El 28 de Febrero de 1980, los andaluces conquistábamos en las urnas la Autonomía plena. Un día histórico, sin duda, en la larga lucha del pueblo andaluz para recuperar el autogobierno. Una lucha que empezó hace 489 años, pues antes de la Constitución Federalista de Antequera de 1883, debemos tener en cuenta las Capitulaciones de Granada de 1491. El reino nazarí llegó a ser el último bastión de Al-Ándalus y por tanto, parte esencial de nuestra historia.
Un periodo muy bien documentado por Blas Infante. Es necesario recordar que, en su madurez intelectual y política, Infante escribió el Diwan de las Peregrinaciones, después de viajar a Marruecos, donde logró reencontrarse con los descendientes de los moriscos. El padre de la Patria Andaluza demostró que los moriscos expulsados eran musulmanes conversos, es decir, andaluces que se convirtieron al Islam durante el periodo de Al-Ándalus, sin dejar por ello de ser tan andaluces como nosotros.
Por tanto, la conocida como Toma de Granada es una falsificación histórica, pues el reino nazarí no se rindió el 2 de enero de 1492 de forma incondicional al asedio militar de Isabel y Fernando, sino que capituló bajo unas condiciones estrictamente regladas. Unas capitulaciones que sus católicas majestades se habían comprometido a respetar “para siempre jamás”, con firma y sello, el 25 de noviembre de 1491.
Capitulaciones de Granada, nuestro primer Estatuto
Pues bien, si analizamos el texto de las Capitulaciones de Granada, observamos que se trata del Estatuto de Autonomía de los andaluces islamizados, que intentaron desesperadamente salvar su identidad histórica y cultural, dentro del nuevo orden político impuesto por los vencedores. Veamos algunos de los 47 capítulos “asentados é concordados”, escritos en castellano antiguo y que mejor reflejan esta lucha por la autonomía:
Los capítulos 4 y 15, por ejemplo, se refieren a las administración de justicia, cuando dicen que los Reyes Católicos y sus sucesores permitirán que los habitantes de Granada: “Sean juzgados en su ley xaracina é por su alcadís (jueces), segund costumbre de moros”.
El capítulo 11 regula la prestación de servicios voluntarios y remunerados. Lo que hoy llamaríamos un pacto sindical: “Que sus altezas no les hayan de tomar nin tomen sus nombres nin bestias para ningún servicio, salvo a los que querrán ir de su voluntad, pagándoles su justo jornal é salario”.
El capítulo 12 protege a las mezquitas: “Que ningún cristiano sea osado de entrar en casa de oración de los dichos moros, sin licencia de los alfaquíes, é que si entrare, que sea castigado por sus Altezas”.
Y el 17, previene contra el allanamiento de morada: “Que si algund cristiano entrare por fuerza en casa de algund moro, que sus Altezas manden á las justicias que procedan contra él”.
El capítulo 23 garantiza el indulto: “Que sus Altezas manden perdonar a los moros del Albayzin todas las cosas que han hecho é cometido contra el servicio de sus Altezas, así de muertes de hombres, como en otra cualquier manera”.
El capítulo 25 hace alusión a los impuestos: “Que los dichos moros non hayan de dar nin den nin paguem á sus Altezas derechos de aquellos que acostumbraban dar é pagar a los Reyes moros”.
Y el 29 establece un comercio justo: “Que todos los mercaderes de la dicha cibdad y su Albayzín, é arrabales, é tierras, é de las dichas Alpujarras, puedan ir é venir allende á contratar sus mercaderías, salvos é seguros, é puedan andar é tratar por todas las tierras é señoríos de sus Altezas, é que no paguen mas derechos ni rondas ni castillerías de las que pagan los cristianos”.
El capítulo 28 regula el derecho al retorno del Rey Boabdil, de los alcaldes y de los vecinos de Granada que, una vez emigrados al norte de África, quisieran volver a su ciudad: “Si no les agradare la estada allá, que tengan término de tres años para se volver é gozar de todo lo capitulado”.
El capítulo 30 garantiza la libertad religiosa de los andaluces conversos: “Que si algún cristiano o cristiana se hobieren tornado moro ó mora en los tiempos pasados, ninguna persona sea osado de los amenguar nin baldonar en cosa alguna; y que si lo hicieren, que sean castigados por sus Altezas.
Por último, citemos el capítulo 38, dedicado expresamente a salvaguardar algunos derechos de la comunidad judía: “Que los judíos naturales de la dicha cibdad de Granada é del Albayzín, é sus arrabales, gocen del mismo asiento é capitulación; é que los judíos que antes eran cristianos, que tengan término de un mes para se pasar allende”.
Los Reyes Católicos empezaron a violar aquel pacto entre dos Estados soberanos en 1499, ocho años después de la capitulación. Convirtieron lo pactado en una farsa que ponía en entredicho la honorabilidad de sus católicas majestades. Moriscos, judíos y gitanos fueron perseguidos por el nuevo orden forjado con la cruz y la espada. Carlos V dio una tregua a los moriscos, a cambio de cobrarles impuestos para financiar su palacio en la Alhambra y sus guerras en Europa. Pero el rey Felipe II, un fanático obsesionado con ser reconocido por el Papa como el campeón del catolicismo, estaba dispuesto a acabar con todos los derechos reconocidos a los moriscos en las Capitulaciones de Granada.
Francisco Núñez Muley intentó salvar el Estatuto de 1491
El caballero morisco Francisco Núñez Muley quiso salvar “in extremis” a su pueblo. Y cuando Felipe II amenazó con la represión total, Núñez Muley intentó demostrar, a través de su Memorial, que las costumbres de los moriscos no tenían nada que ver con el Islam, sino que eran propias de su identidad cultural. Proponía que el vestido morisco fuese aceptado como el traje típico de Castilla o Aragón y la lengua árabe, como el gallego o el catalán. Este Memorial supone la defensa de un Estatuto de Autonomía, frente a la política de asimilación del monarca inquisidor, a quien recordó el compromiso adquirido por sus abuelos, los Reyes Católicos, que habían prometido cumplir “para siempre jamás” las Capitulaciones. Pero los argumentos de Francisco Núñez Muley fueron ignorados, lo que provocó la rebelión de los moriscos, que fueron vencidos en la guerra de la Alpujarra.
Más de cuatro siglos separan las Capitulaciones de Granada, de 1491, del Estatuto de Autonomía, impulsado por Blas Infante en 1933. Épocas distintas, por supuesto, pero, en el fondo, ambos textos legales comparten las aspiraciones autonómicas del mismo pueblo, el andaluz, en dos momentos históricos que fueron decisivos para Andalucía. También comparten un final violento. El Estatuto de Blas Infante quedó frustrado por el golpe militar de Franco que desencadenó la guerra civil y las Capitulaciones de Granada fueron quebrantadas por los reyes de la inquisición para imponer un orden nacional-católico. El actual Estatuto de Andalucía, que conquistamos el 28 de Febrero de 1980, es heredero del que promovió Infante, pero también de la larga lucha por la Autonomía que empezó en 1491. Un Estatuto, por cierto, que aún no reconoce como andaluces a los moriscos expulsados de forma ilegal, en los siglos XVI y XVII, al norte de África. Por tanto, la Junta de Andalucía tiene una deuda pendiente con sus descendientes, que viven todavía en los países de la orilla sur del Mediterráneo y reclaman reconocimiento y justicia.