El libro de los sueños rotos

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"Tren de madrugada", Diego Manuel Rodríguez.

Recuerdo que parecía un vagabundo. Con la barba sucia y la ropa arrugada. No podría decir que fuera guapo, mentiría y bien cierto es que el tiempo ha desdibujado en mi memoria los trazos de su retrato. Cuando subió al tren en la estación de Rimini me sentí inquieta. No lo había visto pero sabía que algo iba a ocurrir. Ya sabe usted que el tiempo no es como parece y que hay cosas que van a ocurrir porque alguien las ha imaginado. Pero esa es otra cuestión que tal vez a usted no le interese.

No se preocupe si me quedo callada. No intente darme conversación. Adoro el silencio. A veces pienso que es el origen del mundo. Es curioso, mi profesión me ha llenado el cerebro de palabras y sonidos y lo que más desearía es tener la posibilidad de dejarlo en blanco. Cuando hablo en la Universidad a mis alumnos de alguno de esos poetas españoles, siento una tremenda impotencia. Tienen la edad que yo tenía cuando viajaba en aquel tren atestado de viajeros. Muchos ni siquiera tienen veinte años y me da la impresión de que ya no esperan nada nuevo, nada que les pueda sorprender. Soy profesora de letras españolas muertas. Menudo éxito. Pero le confieso que tal vez tenga que ver mucho en ello, aquel encuentro en el tren que llevaba a Roma al joven español de los ojos tan tristes. Por cierto, creo que usted se le parece. En la mirada. Pero vaya usted a saber, es tan difícil recordar, han pasado casi veinticinco años de aquello. Se dice pronto, decía mi abuela cuando hablaba del tiempo que pasaba tan rápido y se dice pronto digo yo ahora cuando ella ya no puede decirlo. Eso es la vida. Una perplejidad cíclica por el paso del tiempo. ¿No le parece?

Yo llevaba puesto un mono amarillo, eso lo recuerdo perfectamente, y el pelo recogido en un moño desordenado. Yo quería ser mayor. Mayor que mis hermanos, mayor que mis amigos, mayor e independiente, eso es. Yo quería ser Juliette Greco. Cuando abrió la puerta del compartimento me miró y atenuó al verme la mueca de fastidio al no encontrar un asiento libre. Los pasillos estaban abarrotados de gente y hacía un calor africano. No le había visto en mi vida pero debe creerme una cosa, le reconocí. Sentí compasión por él. Al fin y al cabo, nos unían muchas cosas. Parecía agotado. Luego supe que venía de Grecia, y había pasado la noche en la cubierta del barco, en el saco de dormir, rodeado de otros como él, ya sabe, aquellos jóvenes de clase media que recorrían entonces Europa disfrazados de hippies. Transportaba sus pertenencias en una mochila horrible de color butano. En ella estaba apoyado, sentado en el pasillo con las piernas encogidas cuando salí a su encuentro. Me miró sorprendido cuando le cogí de la mano y le llevé junto a mi asiento que había quedado libre. Le ofrecí café caliente que llevaba en el termo y un sandwich de queso que devoró en un segundo. Me gustaba el misterio con el que me miraba. Comenzamos a hablar, él en un andaluz cerrado y yo en italiano, por lo que apenas nos entendíamos. Yo aún no sabía ni una palabra de español, ni sabía quién era García Lorca. Le cogí la mano y permanecimos en silencio. Quedaba muy poco tiempo, unos minutos para llegar a mi destino. Cuando me levanté para coger mi pequeña maleta, él se incorporó y me ayudó a bajarla. Me preguntó mi nombre, lo repitió como si temiera olvidarlo y antes de bajar le besé los labios secos.

Estoy segura de que él no me volvió a ver. Yo sí. Una tarde en Roma, siete años después. Quizá le sorprenda mi exactitud. Puedo olvidarme del día de mi cumpleaños pero no de los días diferentes. Les llamo así. Son días como los demás, llueve o hace sol. Pero no son como los días de costumbre. Yo me entiendo. Quiero decir que son días en los cuales ocurre algo que merezca realmente la pena. Eso, los días diferentes. Y en un día diferente le vi, con el pelo algo más corto, el aspecto más distinguido pero sin excesos. Podría pasar por un profesor o un médico joven. Un nostálgico de la juventud que se le iba. Ya sabe usted, hay gente que se pasa la vida queriendo ser mayor y gente que no quiere serlo nunca. No es una crítica. Pero temo no equivocarme, sólo un nostálgico puede leer impunemente “Bajo el volcán” de Malcom Lowry frente al Panteón de Roma, como yo lo vi, fugazmente , sentado en la terraza del café Tempio, haciéndose el interesante o huyendo de sí mismo, que pensándolo bien viene a ser lo mismo. Si le digo la verdad, se me encogió el corazón y tuve deseos de abrazarle, pero no pude. Iba acompañada.

No lo volví a ver. Es una forma de hablar. Como si hubiera sido lo normal. Me quedé a vivir en Roma. El amor y sus consecuencias. Había conocido a un hombre que me prometía la felicidad. Lo de siempre. El amor que se destila hasta convertirse en gotas de odio. Tenía una hermosa casa en el Trastavere. Se llamaba Alexander, nombre adecuado a su espíritu emprendedor y aventurero que había cobrado una ingenua pieza de veintipocos años. Ingenua y abierta. Me perdía en aquella casa de muros altos y húmedos. Creía estar enamorada y en realidad tenía una adicción a su mundo adulto. En aquella casa se hablaba de arte y poesía. Un día apareció un poeta español cuyo nombre no recuerdo. Era casi desconocido. Digo casi, porque Alessandro hablaba del alto vuelo de sus poemas. Me leyó uno, en ausencia de todos, y confesó su amor a primera vista. Me divertía y hastiaba al mismo tiempo, aquella atmósfera artificial para un sueño joven. Un día le dejé escrita una carta a Alessandro y me marché antes de permitir que con sus ojos de conquistador me retuviera. Me fui a vivir a una habitación alquilada cerca de la plaza Navona, en un edificio frecuentado por los ruidos amenazadores de la noche. Por aquellos días fue cuando le escribí el poema que usted ha encontrado.

Muchas veces me arrepentí de haberle escrito. Y mira que me costó encontrar su dirección. Sólo sabía su nombre y su apellido que dejó escrito con un beso en el libro de Pavese que yo iba leyendo. Para ella, la mujer del mono amarillo, única, había escrito. Y que vivía en Sevilla, la ciudad de la torre mora, según me enteré después. Aún hoy en día sigo arrepintiéndome de haberle escrito ese poema. Es una cuestión de pudor. Como desnudarse el alma en una sesión de la Bolsa. Nunca llegué a saber si leyó aquellos versos tan inocentes. Tan pueriles. Le hablaba de mi amor hacia él. Ahora, con el tiempo, he sabido que era un amor literario. Una metáfora de la pasión imposible. Amaba su imagen desangelada en un tren que ya había pasado. Cuántas veces, después, he deplorado esa imagen ferroviaria de la vida, reducida a un andén que ve llegar los trenes que luego se van sin remedio. Lo cierto es que amaba de él lo que me separaba. Ese aire de libertad que le alborotaba el pelo. Como aquellos gitanos del circo que pasaban por mi calle cuando yo era pequeña y al verlos soñaba irme con ellos a recorrer un mundo inmenso, libre y feliz. Aquella carta, que pretendía ser un largo poema en prosa, la escribí con los dedos de la nostalgia, como si hubiera arrancado de mi libro para siempre, la página de los sueños rotos. Encontré su dirección, no me pregunte cómo, sólo le diré que entonces supe que sólo se encuentra aquello que no se busca.

No quiero hablarle de mi madre. No piense que la odio. Ni mucho menos. No es eso. Existen cosas en la vida que no se explican hasta que el tiempo las hace clarividentes. Eso ocurre desde que el mundo es mundo, decía mi abuela y yo ahora digo así es la vida. Viene a ser lo mismo. O no. El mundo es el mundo y la vida es la vida. El mundo está hecho para todos y la vida solo para los elegidos. Saber vivir es más difícil que triunfar. Ahora lo sé, pero ya es tarde. Mi madre fue buena conmigo. Todo lo buena que le permitió la frustración de encontrar una niña aterida de frío en una noche de nieve sucia. Esperaba un macho para refugiarse de algo que tardé mucho tiempo en saber. Usted pensará que las mujeres somos más intuitivas y que sabemos más detalles de la función que el propio actor. Alguna verdad hay en ello y de ella lo aprendí. Una noche, enojada en mi rebeldía de los quince años, juré odiarla con todas mis fuerzas. Bendita ingenuidad. Todo lo contrario. Fue a partir de entonces, cuando comencé a admirarla, a valorar el infinito coraje que puede tener una mujer a la que se le cruzan todos los gatos negros de la suerte. Ella sólo me dijo: Cuando seas una mujer me comprenderás. Y cuando fui una mujer la comprendí.

Si le hablaré de mi padre. Cuando murió sentí que se acababa la función. Pasé meses encerrada en mi habitación con un dolor sordo estrangulándome la respiración. No di clases, no salía para nada más que pasear en torno a su lápida. Mi madre no quiso que pusiera en aquel mármol triste unos versos de Jorge Manrique. Decía que no sólo había muerto un padre. Y tenía razón. Usted puede pensar lo que quiera. Atribuirlo a todos los complejos de Edipo o Electra juntos. Pero le aseguro que tardará tiempo en nacer una persona como mi padre. Por cierto, que tal vez ignore que estuvo viviendo en España en los años cincuenta. Llegó en barco a Cádiz, en un frío mes de enero, él me contaba cuando era niña, que en Granada, otra ciudad mora, hacía tanto frío que pudo hacer un muñeco de nieve que vivió quince días. Le había puesto una bufanda vieja y un sombrero de paja. Y todas las mañanas le saludaba, buenos días don Dino, buenos días don Muñeco, hasta que un día llovió tanto, que el muñeco tuvo que emigrar con su sombrero y su bufanda a uno de esos países del norte donde las niñas iban al colegio en trineo. Y me prometía que cuando yo fuera mayor, me llevaría a conocer al muñeco, aunque ya estaría un poco mayor, hay que ver como pasa el tiempo, don Muñeco, y que lo diga, don Dino, y que lo diga. Cuando ya era mayor supe que la vida es tan absurda que los muñecos de nieve no viven y que las personas como mi padre se mueren cuando una más las necesita.

Aquel verano viajé como un fugitivo. Huyendo, viviendo. Sin saber muy bien porqué fui a la oficina de viajes para estudiantes una mañana de abril. Aún no tenía claro nada. Entré en un cubil sin ventanas, con una fotografía del Rey enmarcada en madera barata como única decoración de las paredes grises. La foto de Franco estaría guardada en un cajón, por lo que pudiera pasar. De eso, ahora, estoy seguro.En la mesa de formica se apilaban carpetas azules selladas con elásticos en las esquinas. La lacra funcionaria era modesta en aquel verano que recorrí Europa en trenes que siempre llegaban al amanecer. Recorrí sus ciudades con sueño y hambre burguesa, transitoria. Cuatro mil pesetas, desviadas de la noble compra de un libro de Patología General, me redimieron. Compré el Interail, un cuadernito del tamaño de los huecos de los dedos, con una veintena de páginas en blanco. En septiembre, lo olvidé no sé dónde, repleto de timbres azulados, ya descoloridos, que atestiguaban el ajetreo de estaciones por dónde pasó mi ilusión. Lamento haberlo perdido, sólo por tener la certeza de que aquel tren que cogí en Rímini, pasó por mi vida y no por un sueño. Y por tener la seguridad de que aquella mujer del mono amarillo me besó los labios con la ternura de los escalofríos.

Le agradezco mucho el tiempo que me ha concedido. Y la atención. Me ha hecho usted un maravilloso regalo. La certeza de que aquel tren fue verdad, que no soñé los labios de su hijo. Es lo que pasa con los trenes. Que siempre pasan muy rápidos. Entonces yo no lo sabía. Nunca debí bajarme de aquel vagón donde me estremecí contemplándolo. Su hijo tenía la belleza de la honestidad. Lo hubiera seguido al fin del mundo. Recuerdo su mirada transparente como un cristal fino. Su fragilidad, daban ganas de abrazarlo hasta que pasara la tormenta. Quédate aquí conmigo que fuera el mundo está húmedo. Y hace frío de soledad. “Hoy he visto la luz que todos llevamos dentro”. Era una canción de Triana que aquel día no entendí. La hizo sonar en un radiocassete que llevaba con las pilas tan cansadas como él. Me quedé con el nombre del grupo. Tengo todos sus discos en mi casa de Roma. Los pongo cuando quiero recordar a aquel viajero que parecía un vagabundo. “Cuando desperté algo me quemó muy dentro”. Aprendí más español con las letras de Triana que con los versos de los poetas pedantes. Y muchas gracias por el regalo. Ahora sé que él también me recordaba. Que el también escribió nuestra historia de amor rápido. Que la vida entera puede pasar en unos minutos. ¿Sabe una cosa? Usted parió a un hombre muy grande. Que subía a los trenes para no quedarse en ninguna parte. Que bajaba en las estaciones donde había siempre otro tren a punto de partir. Ha merecido mucho la pena el largo viaje. Sevilla es una ciudad muy hermosa. No es necesario que me acompañe a la puerta. No se esfuerce, que ya se lo ha dicho el médico antes. Aunque no pueda hablar intuyo que me quiere decir que si nos dejaran el mundo a las mujeres, las cosas irían mejor. Por supuesto. Todo sería más lógico, o al menos, más humano. ¿no es verdad?. El único sitio donde la vida es real es un paritorio. Luego todo se adultera, se deforma, se corrompe. Eso es así. Yo no lo he inventado. Permita que antes de irme le haga una última pregunta. No se sienta obligada a contestarme. ¿Cómo se sobrevive a un hijo muerto?

Autoría: Francisco Gallardo. Médico escritor.

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