Durante más de diez años trabajé en un proyecto de investigación sobre el origen de la desigualdad social. Lo abandoné al comprobar con que rigor los miembros del grupo reproducíamos esos mismos esquemas que queríamos desvelar en el pasado para combatirlos en el presente; más aún, en aquel grupo todos nos creíamos críticos y de izquierdas, y estábamos convencidos que con nuestro trabajo estábamos creando una sociedad mejor mientras dábamos rienda suelta a las conductas más egoístas bajo discursos de solidaridad, cooperación y ayuda mutua. Mi descubrimiento me tuvo en estado de shock al punto que renuncié a continuar trabajando en aquel equipo y, por extensión, en todo lo que tuviera que ver con la Universidad y la investigación ligada a ella. Restalladas las heridas, volví a escribir; con el tiempo constaté que si bien había renunciado a la Historia no había renunciado a seguir haciendo arqueología. Con medios precarios, en completa soledad, sin jefes ni aspirantes a vasallos, y libre del opresivo corsé institucional, he continuado investigando el desfase, la falta de coherencia entre lo que los sujetos, los grupos y las sociedades hacen y lo que dicen que hacen, y esta tarea sigue siendo una de las mayores pasiones de mi vida.
Santiago Alba Rico nos recuerda que las democracias capitalistas se precian de educar en valores porque pretenden ser democracias, pero no pueden dejar de violarlos porque son capitalistas. Hechos todos con el cemento ideológico del Capital, atravesados por él, cómo se podrá ser honesto y a la vez cumplir con la ley del máximo beneficio, cómo se podrá ser un conductor responsable si el transporte privado ya es un síntoma de irresponsabilidad medioambiental, desprendido y millonario, católico y agente de bolsa, presentadora de televisión y objetiva. Democracia, Estado de Derecho o libre mercado, no son opciones políticas y económicas, son parte consustancial de nuestra propia naturaleza, porque es casi imposible pensar la política y la economía fuera del discurso ultraliberal y del duro suelo del capitalismo. Las fallas que se abren bajo nuestros pies no tienen que ver con el sistema sino con la falibilidad humana, alguien hizo mal las cosas pudiendo haberlas hecho bien, eso es todo; y los medios de comunicación se encargarán de encontrar al chivo expiatorio: el empresario megalómano que se equivocó en la gestión de riesgos, el funcionario incompetente, el político corrupto, el sindicalista parásito, el manifestante radicalizado, el policía que se excedió en la tortura. Todas las pantallas se conjuran en un mismo discurso: lo que hacen los poderosos es razonable, justo y memorable, lo que hacen los débiles es culpa suya. Si hay tensiones sociales, éstas deben solucionarse apelando a la legalidad, las instituciones democráticas, el diálogo, la concertación y el respeto, es decir, los problemas se arreglan con las soluciones que los opresores tienen para mantener en la opresión a los débiles. La acción directa hace tiempo que pasó a ser una herramienta de los ricos, de los fuertes, de los que tienen el monopolio de la violencia legítima, el monopolio de la violencia laboral y salarial y el monopolio de la producción de verdad y realidad a través del espectáculo, del simulacro, de la superposición de lo falso. Frente a los vidrios rotos, a los cartones quemados, se levantará una opinión pública indignada y unas autoridades que actuarán contra los violentos, los descontrolados, los irracionales, en nombre de la paz y la convivencia que los fuertes destruyen cada día con sus medidas antisociales, con su rapacidad, con su desprecio por el sufrimiento de los de abajo, con las torturas en comisaría, con sus infiltrados provocadores, sus terroristas y sus desaparecidos que apenas dejarán rastro en la opinión pública más allá de las estadísticas con que hacen aparecer el consenso.
Nadie queda fuera de este juego, todos participamos en esta coreografía simulando, ocultando nuestras emociones, nuestro estado de ánimo, nuestros afectos y antipatías. Si se nos pregunta tratamos de no desentonar de ese sentido común que garantiza nuestra supervivencia, nuestra participación y aceptación en el grupo. En cada gesto apuntalamos la fragilidad omnipresente del poder, y los poderosos continúan siendo poderosos porque así lo hemos decidido, los sostenemos, los reverenciamos y en un triste juego de espejos, intentamos imitarlos, ser gente de orden, de su orden; y como nada malo hemos hecho ni les pensamos hacer, si llegamos al detector de metales nos desnudamos de arriba abajo si hace falta mientras sonreímos al policía que nos escruta con su metralleta. Nos dejamos agujerear el equipaje en busca de drogas y que nos pasen una toallita por las manos para ver si hemos manipulado químicos. Es normal, es lo natural, es lo sensato. Ignorantes de que el apocalipsis ya tuvo lugar, de que vivimos en medio del desastre, de que el decorado donde se sucede la competición por las migajas del pastel al precio de la vida no podía ser más cutre, millones de zombis, al oír sonar el despertador cada mañana, nos ponemos en camino hacia el matadero, atiborrados de drogas, de estrés, de grasas saturadas, de egolatría, de dióxido de carbono, de esteroides, de competitividad, ignorantes de haber traicionado el más grande de los sueños humanos, porque hay que adaptarse, esforzarse, sobrevivir, buscar el éxito.
Vivimos en un régimen de hipocresía estructural, necesitamos encontrar entre todos la dinamita del sentido común si queremos acabar con él; pero a ese sentido de lo común solo es posible llegar como un acto de amor, de organizar el enamoramiento colectivo por lo común, traducido también como autogestión y buen gobierno.