Han pasado varios años desde que la propuesta agroecológica surgiera en contextos de habla hispana. Nacida a partir de una confluencia entre la necesidad de recuperar el conocimiento campesino perdido por la revolución verde, y la articulación política de actores y actoras implicadas en procesos de desarrollo rural, la agroecología brota como propuesta sociopolítica, económica y ecológica ante los desafíos que supone producir y alimentar a la población a través de la transformación de los sistemas agroalimentarios globalizados.
Mucho se ha caminado desde su surgimiento, aproximadamente en los años 80, y varias han sido las vertientes en las que ha derivado. En Andalucía, por ejemplo, la amalgama compuesta por el movimiento de jornaleros del campo, agricultor@s, referentes de movimientos sociales latinoamericanos y académicos de distintos campos de estudio (historiador@s, antropólog@s, economistas, etc.), dio luz a un hermanamiento que a día de hoy se mantiene, y que permite un diálogo constante para generar debates, propuestas y posicionamientos estratégicos en torno a hacia dónde avanzar en la agroecología.
En estas idas y venidas dialogantes que atraviesan océanos, la propuesta agroecológica ha profundizado en los conocimientos agronómicos-ecológicos, explorando técnicas y manejos que permitan a los agroecosistemas adquirir complejidad y fertilidad, repercutiendo positivamente en l@s agricultor@s y campesin@s que los gestionan. Asimismo, la propuesta agroecológica ha sido ampliada hacia la construcción de vínculos más allá del agroecosistema, principalmente mediante iniciativas que agrupan a consumidor@s y productor@s en forma de asociaciones y cooperativas, que permiten una vida digna a las personas que se ganan la vida produciendo alimentos, a la par que abastecen de alimentos a los cooperativistas. Incluso se han dado propuestas de políticas públicas, que intentando atajar las derivas perversas de un sistema agroalimentario desigual, extractivo e insostenible, ha implementado marcos legales para transformar el sistema agroalimentario en su conjunto desde una mirada bioterritorial. Estos son solo algunos ejemplos de los avances en la propuesta agroecológica, pero sirven de ejemplo para entender el camino recorrido desde su propuesta inicial.
De entre los campos que se han ido abriendo en el debate, la agroecología política podría verse como un eje transversal a estos desarrollos de la propuesta agroecológica. En su dimensión política, el acompañamiento con y desde los movimientos sociales, y las transformaciones epistemológicas y ontológicas han sido los grandes ejes de cambio. Así, el empoderamiento de los grupos campesinos, la confrontación a favor de una dignidad despojada de aquel/lla que produce el alimento, la lucha contra la desigualdad estructural que supone la dualidad campo/ciudad, o la mejora de las condiciones de vida de aquellos/as que se ganan la vida en el campo son líneas de acción de esta dimensión.
Dicho esto, no es de extrañar que la agroecología no ha sido ajena a los cambios locales/globales que venimos presenciando. Ante los embistes ecocidas de Bolsonaro en Brasil, ante la llegada de Iván Duque y su negativa a aplicar los acuerdos de paz reconociendo el territorio como un actor afectado, o ante el narco-estado mexicano que violenta sistemáticamente a comunidades, l@s agroecológ@s demuestran la importancia de la dimensión política en su praxis, que va desde la transformación del lugar que el capitalismo da al agricultor@, al alimento y a la tierra, hasta la toma de un posicionamiento claro en conflictos socio-ecológicos rechazando el extractivismo.
En el Estado español, la ola neo-fascista que asola en occidente ha tocado de lleno la arena institucional. La llegada de VOX, y lo que es más importante a mi modo de ver, su papel legitimador de discursos y prácticas fascistas, ha tomado como uno de sus ejes de trabajo la “defensa del medio rural”. Si bien tiene tintes similares con el Frente Nacional de Le Pen, el partido de Abascal se distingue por no posicionarse como euroescéptico y por una tendencia más neoliberal que el partido francés, lo que hace que su defensa de lo rural sea traducida en la defensa del toreo, el ataque a la protección de espacios naturales y el uso de una supuesta “cultura tradicional” como coletilla incendiaria más que como elemento político articulante. Aunque no es fácil elucubrar si es una estrategia para incrementar sus escaños parlamentarios debido a la desigual distribución de las circunscripciones electorales, o si es para sacar de la latencia los valores falangistas utilizados por la dictadura, uno de los miedos que se manifiestan es el temor a lo rural como potencial voto a la extrema derecha.
No creo que sea casualidad que Andalucía, tierra donde el vaciamiento rural es menor que en la zona centro peninsular, sea estigmatizada incluso desde distintos espacios ideológicos progresistas a raíz de la amenaza fascista. A la histórica fobia que se ciñe sobre Andalucía y que pensadores como Manuel Delgado, Pastora Filigrana, Pura Sánchez, Isidoro Moreno o Javier García Fernández han descrito y contextualizado históricamente, hay que añadir que Andalucía ha servido de aviso ante la llegada de VOX a las instituciones y que ha funcionado como cortafuegos, al menos temporal, llamando la atención al resto del Estado sobre la amenaza que se abalanza sobre derechos conquistados con luchas sociales. Y lo que es más, el estigma que se ciñe sobre Andalucía tiene aún mayor efecto cuando sobre su medio rural, estigmatizado hasta la saciedad acusándole de ser atrasado, conservador, arcaico, machista. Además, todo ello con un enorme fallo analítico, precisamente porque la presencia de VOX, aunque se ha incrementado con respecto a abril, sigue sin ser relevante en el medio rural andaluz salvo en determinados enclaves localizados.
Una lectura desde la agroecología política del suceso invita a repensar las relaciones urbano-rurales y a elaborar imaginarios que acerquen en vez de que alejen ese medio rural ya de por si castigado y estigmatizado. Entendiendo los condicionantes actuales de esta castigada Andalucía, ¿cómo acercar un medio rural con un sentimiento de desafección hacia movimientos sociales urbanos de clase media, y cómo generar esperanza antifascista a través de la agroecología? Tres claves propongo para desarrollar este trabajo.
El primero es romper con el imaginario rural impuesto, y entender que esos territorios subalternos, en este caso el medio rural andaluz, son caldo de cultivo de populismos autoritarios y espacios de posible resistencia transformadora de manera simultánea. El que los emplazamientos rurales posean una identidad arraigada no implica que sean identidades inmóviles, al contrario, pensar y tener esas identidades como punto de partida permite trabajar su potencial endógeno, el arraigo territorial y el vínculo de las comunidades más cercano. Uno de los aprendizajes de luchas contra el extractivismo en Latinoamérica tiene que ver con la manera en la que entienden su territorio y su comunidad como aquel sin el cual la vida no existe. Este vínculo mueve montañas, garantiza largos periodos de lucha y resistencia, y está demostrando ser tremendamente transformador. Si los elementos como la solidaridad y el vínculo siguen estando muy presentes en esta cultura rural, recuperemos estos valores y reconozcámoslos, dando valor a la ruralidad.
El segundo es romper con el imaginario de ignorancia asignado a lo rural. Boaventura de Sousa Santos ya nos indica que la sociología de las ausencias se construye cuando se infravalora el conocimiento local tachándolo de no científico, y por ende no válido. Antropólogos como Narciso Barrera-Bassols, junto a Victor Toledo, han recogido el valiosísimo conocimiento local que ha mantenido y mantiene la mayor parte de la biodiversidad disponible, una memoria biocultural que resulta ser un eje de batalla clave contra los desafíos ecocidas que enfrentamos. Si entendemos que aquellas personas más vinculadas con la tierra tienen un conocimiento clave para enfrentar el cambio climático por su papel en el mantenimiento de la tierra, les coloca como importantes protagonistas en una posible articulación ecologista radical.
El tercero tiene que ver con superar el paternalismo moralista que desde el amplio espectro de lo que consideramos izquierda se desarrolla. Si algo creo que hizo mal el 15M fue no conseguir hablar más allá de las plazas de las ciudades, no conseguir establecer un diálogo con esa otra parte no urbana, no universitaria, una parte que como los que estuvimos allí, sufre un sistema cada vez más depredador. Abrir consensos que involucren las culturas rurales en las demandas de los movimientos sociales más visibles resulta complejo pero necesario, sobre todo en un escenario donde la ruralidad cada vez se siente menos incluida en el espectro progresista, y lo que es más, no comparte los códigos ideológicos que desde las ciudades manejamos. Un proyecto político que aglutine a los de abajo contra los de arriba no puede olvidar la importancia de contar con un medio rural que produce alimentos, especialmente en un momento en el que estamos alcanzando los límites planetarios de combustibles fósiles y deberemos decrecer forzadamente en el kilometraje de nuestros alimentos y en la gran dependencia petrolera del sistema agroalimentario.
Es en este sentido que creo que aquellas personas que trabajamos en y para la agroecología tengamos que, tal y como hacen nuestr@s compañer@s en otras latitudes, ofrecer determinados elementos para construir estas alianzas, precisamente en un momento en el que el fascismo negacionista ha puesto el ojo en conquistar ideológicamente una ruralidad castigada históricamente por todo el espectro ideológico-político.