El próximo 20 de junio es la fecha seleccionada por Naciones Unidas para conmemorar el día del refugiado. En su página Web[1] se nos recuerda que su condición y protección están definidas por el derecho internacional, y no deben ser expulsadas o devueltas a situaciones en las que sus vidas y libertades corran riesgo. También nos advierte de que en la actualidad presenciamos los niveles históricos más altos de desplazamiento, y que sesenta y ocho millones y medio de personas se han visto obligadas a abandonar sus hogares. De esa cifra algo menos de la mitad son considerados refugiados. El desplazamiento de la población a escala planetaria, que es ya uno de los mayores problemas que debe afrontar el siglo XXI sigue sin encontrar el reconocimiento jurídico y político que requiere con urgencia.
En el ámbito político y territorial en el que nos insertamos, la constitución de un espacio común denominado Espacio de Libertad, Seguridad y Justica de la Unión Europea llevó consigo la articulación de medidas para la protección de los derecho fundamentales en este espacio. En 1999 tiene lugar la reunión del Consejo Europeo de Tampere, en la que la cuestión de los flujos migratorios y las políticas de asilo adquiere una importancia central. Es interesante resaltar la representación simbólica de este espacio como un espacio de Libertad, Seguridad y Justicia, llegando a afirmar en sus conclusiones (3) que, “su propia existencia ejerce un poder de atracción para muchos otros ciudadanos de todo el mundo que no pueden gozar de la libertad que los ciudadanos de la Unión dan por descontada”, para, a partir de esta constatación, señalar que, “sería, además, contrario a las tradiciones europeas negar esta libertad a aquellas personas a las que sus circunstancias conducen justificadamente a tratar de acceder a nuestro territorio. Por esta razón, la Unión ha de desarrollar políticas comunes en materia de asilo e inmigración, teniendo en cuenta al mismo tiempo la necesidad de llevar a cabo un control coherente de las fronteras exteriores para poner fin a la inmigración ilegal y para luchar contra quienes la organizan y cometen delitos internacionales conexos.”
De este modo, la creación de un espacio político supranacional implica una revisión del concepto de frontera que, más allá de sus implicaciones políticas y jurídicas, supone una transformación simbólica de primera magnitud: la resignificación del “Nosotros” y el “ellos” que hasta ese momento se plasmaba en el ethos nacional. Sin embargo, y desde un primer momento, las políticas europeas de fronteras establecen una vinculación entre flujos migratorios, seguridad y delincuencia, que se refuerza en Tampere al establecer una conexión directa entre migración, tráfico y trata. En este contexto, la consideración de la movilidad como el ejercicio de la libertad de circulación desaparece del discurso político, en aras de la seguridad, y dejando muy tocado el concepto de justicia.
Paralelamente, observamos cómo la voluntad de crear un espacio común de Libertad, Seguridad y Justicia se acompaña de la adopción de medidas tendentes a lo que las organizaciones de derechos humanos han denominado “externalización de las fronteras”, vinculando las políticas de desarrollo a la colaboración de los estados de origen o de tránsito en bloquear estos desplazamientos. Estableciendo acuerdos de devolución con Estados que no cumplen las garantías democráticas indispensables para el acogimiento de estas personas.
Cabría preguntarse si las autoridades europeas, tan preocupadas por la seguridad, no tienen capacidad de blindar los derechos laborales, las pensiones y las políticas sociales en general, lo que generaría sin duda una enorme seguridad para los ciudadanos de la UE, y sin embargo sí pueden destinar ingentes recursos a blindar las fronteras, y a apoyar que otros países funcionen como fronteras externas, pero esta realidad requiere un análisis que excede con mucho las dimensiones de este artículo. Sin embargo, la pregunta que todas debemos hacernos, y no sólo, pero especialmente ese día, refiere al precio que estamos dispuestas a pagar por “nuestra seguridad”. ¿Podemos sacrificarle la libertad y la justicia? ¿Podemos ser responsables, aunque sea por omisión, de la muerte constante de personas que llegan a nuestras fronteras?
En este sentido, si nos centramos exclusivamente en el análisis de las políticas institucionales y la articulación entre las políticas comunitarias y las nacionales podríamos decir que no hay nada que celebrar, pero este enfoque dejaría de lado un actor fundamental en este campo: la sociedad civil organizada. En el ámbito de los refugiados observamos un claro desfase entre las respuestas institucionales y las respuestas sociales. Las redes de ciudades refugio y las organizaciones y entidades que las integran, suponen, en la medida en que una parte importante de sus acciones se centran en la denuncia de las políticas europeas de fronteras, un claro desafío a las mismas en sus diferentes niveles, y particularmente un sonoro rechazo del vínculo perverso que se establece entre los derechos y las fronteras.
Las entidades, organizaciones e iniciativas de la sociedad civil constituyen una respuesta que rechaza imágenes y estereotipos sobre los desplazamientos, proponiendo cambios políticos que, aunque no gocen del apoyo de los gobiernos ni de la comprensión de una parte importante de la sociedad, suponen la articulación y consolidación de un movimiento transnacional por los derechos civiles que cuestiona por su propia existencia las políticas de los Estados-nación y la política de fronteras de la UE. Son un rayo de esperanza en un contexto en el que los desplazamientos constituyen ya el rasgo definitorio más importante de nuestra era. De ello son conscientes los poderes fácticos, y es por ello que se hace necesaria la criminalización de estas entidades y personas, por la dimensión fuertemente impugnadora del orden existente que suponen estas iniciativas.
[1] https://www.un.org/es/events/refugeeday/