Tourists go home!

1701

Hace unos días aparecían por el Albaicín de Granada unas pintadas con mensajes para los turistas (a los que mencionaban a través de @, como si de un mensaje de Twitter se tratase). Mensajes como: “Granada is not a postcard”, “leave”, “Don’t buy Granada”, “Flamenco is not a show” o “go away”.

Estas pintadas han levantado gran polémica, además de por los lugares elegidos para situarlas, por la importancia como patrimonio cultural que tiene el Albaicín, también por tratar un tema que aún hoy día es tabú en nuestra sociedad, las críticas al turismo están vetadas, todo cuestionamiento al modelo turístico es sistemáticamente rechazado con gran vehemencia, apelando a la tan manida turismofobia, que no es sino la respuesta vecinal a los desmanes del turismo desenfrenado. La sociedad andaluza, y española en su conjunto, ha interiorizado, como si hubiese sido grabada con hierro al rojo vivo, que el turismo es una industria taxativamente beneficiosa, “que nos da de comer”, “de la que vive mucha gente”, “sin el turismo no tendríamos nada”.

Recuerdo cuando hace unos años las juventudes de Arran, en Cataluña, organizaron acciones frente al turismo, pretendiendo visibilizar y alertar de algo que ya tenía forma en Barcelona, y que progresivamente experimentaríamos el resto de las zonas turísticas del país, los efectos negativos y perjudiciales del turismo, y la necesidad de una respuesta frente a su voracidad. Simplemente esta vez ha sido Granada, pero la naturaleza de ambos hechos es la misma, en la especialización turística nuestras ciudades están empezando a agonizar de “éxito”.

Con unos alquileres cada vez más inalcanzables para la población local, unos precios de consumo disparados, un moldeado de nuestras ciudades como si de escaparates se tratase. Escaparates tras los que se esconden las consecuencias que tiene este modelo en los barrios insertados como suministradores de fuerza de trabajo y ejército de reserva en la especialización turística (altas tasas de paro, estacionalidad en el trabajo, precariedad, calles desatendidas, faltas de equipamiento, insalubridad, etc.), así como la catástrofe ecológica (deforestación y violación de nuestros parajes naturales en pos de la especulación inmobiliaria, degradación de nuestros entornos paisajísticos y biosferas por el sobreuso indiscriminado de las mismas, sobreexplotación de nuestros recursos hídricos que aceleran la desertización de nuestra tierra) y el atentado contra nuestro patrimonio cultural e histórico (que es sometido a los criterios del mercado, priorizando la inversión y el negocio, demoliendo todo lo que sea necesario en beneficio de estos, frente a la conservación y restauración).

Lo sucedido en el Albaicín, en Barcelona o en Mallorca no es sino explosión frente al expolio de nuestras ciudades, una ciudadanía que progresivamente es consciente de los efectos negativos que conlleva la especialización turística, tanto para la vida de las personas como para la conservación de nuestras ciudades como algo genuinamente singular que debiera estar para el disfrute y la vida de sus ciudadanos.

Este no es un hecho aislado, como no lo fue el de Barcelona, y que se ha repetido posteriormente en las Baleares y tantos otros puntos del Estado y del mundo. El turismo no es malo per se, lo netamente perjudicial es el modelo turístico al que nos vemos abocados, un modelo voraz que somete las realidades que encaja.

Para hacer del turismo una industria sostenible necesariamente debe ser limitado y reconducido. Sucede algo similar a la nueva moda de los patinetes eléctricos, estos en sí no son más que un medio de transporte alternativo, pero en tanto están carentes de límites, control y regulación se convierten en un elemento peligroso y dañino, que invade nuestras calzadas, pone en peligro a los peatones, y se convierte en una auténtica pesadilla para los vecinos de las ciudades que son elegidas por las decenas de empresas de patinetes eléctricos para desplegar su flota. Sucedería lo mismo con las bicicletas (más bien sucede, pues nuestras ciudades se ven invadidas por bandadas de turistas en bicicleta de alquiler), los coches o las motos si no fuesen reguladas. Y, de hecho, no sólo sucede con estos ejemplos viales, vemos cómo los apartamentos turísticos, los Airbnb, los Uber, los Cabify, invaden nuestras ciudades, con unas consecuencias perjudiciales directas contra nuestro bienestar colectivo y ciudadano, las terrazas invaden los espacios de nuestros Centros, las despedidas de soltero y las fiestas nos ponen en riesgo de convertir muchas de nuestras ciudades en nuevas Magaluf o Salou.

Si no tenemos claro a qué modelo turístico aspiramos, o incluso teniéndolo, éste es el más nocivo de todos, las consecuencias son obvias, el vecino, el ciudadano, pierde espacio en su propia ciudad, ve desplazados sus intereses, sus zonas de ocio, su derecho a su ciudad, en beneficio de un turismo cuyos beneficios generados se trasladan de una forma muy limitada a la misma población.

Lo sucedido en el Albaicín no se trata de un hecho vandálico ni un hecho aislado, son respuestas de una ciudadanía cansada de sufrir los efectos negativos de un turismo desenfrenado. Pero estas acciones, en tanto ajenas a una estrategia global organizada no tendrán mayor repercusión que la que hayan dado algunos medios para, precisamente, generar una opinión contraria a este tipo de acciones. Necesitamos plantear una alternativa real al modelo actual, plantearla desde organizaciones transformadoras, llevar los análisis y diagnósticos de la situación actual a los barrios, y plantear allí las propuestas y alternativas, hacer pedagogía, organizar una respuesta frente a algo que sabemos que está suponiendo una amenaza real al derecho de nuestras ciudades y nuestro patrimonio cultural, histórico y natural. De no hacerlo corremos el riesgo de que esto se vea como una simple rabieta de unos pocos, debemos organizar el descontento de los muchos.