El 4 de diciembre de 1977, hace ahora 44 años, el pueblo andaluz salió a la calle para reivindicarse y reconocerse como sujeto político manifestando su voluntad de dotarse de las herramientas necesarias para resolver los males que venía padeciendo. Fue un clamor para expresar que existía, que quería dejar de ser un pueblo inferiorizado, invisibilizado detrás de la etiqueta del “atraso”.
El relato del “atraso”, que define a Andalucía no por lo que es sino por lo que le falta para llegar a ser como otros, muy propio de la ideología del “desarrollo”, presenta a una realidad como la andaluza como algo que va siendo en la medida en que se va pareciendo a otras, pero que, entre tanto no está completa, que es tanto como decir que no es. El 4 de diciembre de 1977 el pueblo andaluz trató de quebrar este relato expresando que sí era, reafirmando así que se daban las condiciones para su existencia: una historia y una cultura propia que vienen siendo negadas desde la ideología dominante.
La historia de Andalucía se niega cuando, señalaba Juan Antonio Lacomba, “Andalucía se toma como un espacio y un escenario en el que discurre la historia española”[i], aunque eso requiera tergiversaciones como la de hacer desaparecer por arte de birlibirloque el período de Al-Ándalus presentándolo como un paréntesis de ocupación extranjera que trata de ser borrado como interrupción (de 800 años) de un supuesto proceso histórico de conformación de España como Estado-nación.
Por otra parte, desde la ideología dominante, la cultura andaluza se interpreta como un obstáculo, un inconveniente para la necesaria modernización que conduce al “desarrollo”. Así se ha hecho explícito en numerosos textos. Como señala el sociólogo Eduardo Bericat[ii] haciéndose eco de la mitología del “desarrollo”, en Andalucía existen “deficiencias estructurales”, “restricciones en la mentalidad de los andaluces” asociadas a “un retraso cultural, una falta de adaptación que limita gravemente las posibilidades y el potencial de desarrollo de Andalucía”. Un “desarrollo” que, según Bericat implicará necesariamente “un sacrificio de la identidad”.
El 4 de diciembre el pueblo andaluz quiso dejar de ser un pueblo negado y dotarse de instrumentos que le permitieran afrontar sus problemas seculares, -sus dolores, como los llamó Blas Infante-, pero pronto llegó el secuestro y aquellas reivindicaciones, reconducidas hacia cauces institucionales, fueron desactivadas y la conciencia política neutralizada y anestesiada; como cantó Carlos Cano: “y cuando más clarito ya lo tenía, otra vez la peineta pa Andalucía”. Desde entonces hemos ido separándonos de los objetivos y aspiraciones que se expresaron durante aquellos años. Con un Estatuto de Autonomía muy mermado en sus competencias, a lo que se sumó que muchas de estas fueron asumidas por debajo de su coste real. La subalternidad del PSOE andaluz, gobernando en la Junta, en relación con el PSOE que gobernaba en la Moncloa, facilitó lo que en otras condiciones no hubiera sido posible.
En este Estatuto se señalaba como primer objetivo “la consecución del pleno empleo y la especial garantía de puestos de trabajo para las jóvenes generaciones”. Hoy tenemos un número de desempleados en Andalucía que multiplica por más de 4 los que había en 1977 (215,7 miles); la mitad aproximadamente de los jóvenes menores de 25 años están desempleados. Andalucía viene estando en una situación de emergencia social agravada desde 2008. Indicadores como la renta por habitante o el salario medio siguen ensanchando su brecha con la media del Estado. En 2018, antes de la pandemia, el 38,2% de la población andaluza estaba en situación de pobreza o exclusión social, siendo la media del Estado de un 26,1%; con un aumento mayor de la exclusión en los hogares sustentados por mujeres. En Andalucía, el trabajo dependiente, precarizado y servil, es, cada vez más, un mecanismo generador de pobreza y exclusión social. Dentro de Andalucía, Cádiz comparte, en muchos casos como la que más, esta dramática situación social cuyas raíces hay que buscarlas en el carácter de sirvienta de otras economías de la economía andaluza, en su dedicación, vinculada crecientemente a la explotación de su patrimonio natural a cambio de una muy baja remuneración, funcionando como un área de extracción y de vertidos. Esta posición marca de una manera fundamental las condiciones en las que la vida se desenvuelve en Andalucía.
Como otro de los anhelos pendientes de resolver en los años 80 estaba la llamada “cuestión agraria”, que se traducía en una situación social en los campos andaluces que Antonio Gala resumía rememorando cómo “la tierra con mejores condiciones agrícolas” daba a sus hijos “ceniza y amargura como alimento”, y se preguntaba “¿quién puede darme explicación de esta verdad atroz que, cuando la medito me ensangrienta la paz y los papeles?”
Cuarenta años después, en la agricultura andaluza continúan viviéndose situaciones sociales que en aquellos tiempos nos hubieran sido difíciles de imaginar. Como la de los asentamientos chabolistas de inmigrantes donde miles de personas se refugian abandonados a la miseria y sobreviviendo “como animales” según el relator de la ONU. En los campos andaluces se vulneran todos los días los derechos humanos con la connivencia de todas las administraciones y de todos los poderes fácticos y se esquilman nuestros bienes comunes como el agua o el suelo para que puedan engordar los nuevos amos; los amos del negocio alimentario: Carrefour, Mercadona o Alcampo.
Otro de los objetivos era “el desarrollo industrial”, que se veía como una forma de quebrar la dedicación extractivista de la economía andaluza. Desde entonces la industria andaluza no ha dejado de desmantelarse. A la Bahía de Cádiz llegó muy pronto la que se llamó eufemísticamente “reconversión industrial”, que en realidad escondía procesos de deslocalización y de adaptación a las necesidades de acumulación del capital global y que en el caso de Cádiz se saldaron siempre con una sangría en el empleo y un deterioro permanente del tejido social y económico de la zona. En los años 80, los centros de poder económico tuvieron en el PSOE el mejor instrumento para llevar a cabo los “ajustes” necesarios a la vez que la lobotomía para transformar el antagonismo en consenso con la colaboración de las dos grandes centrales sindicales, CCOO y UGT, convertidas en parte del aparato del Estado.
Hoy la industria andaluza tiene un peso menor que entonces en la industria española. La parte más importante de la industria en Andalucía, la industria agroalimentaria, ha pasado de representar el 17% de la agroalimentaria española en 1980 al 11% en 2020, quedando en pie la más ligada a actividades extractivas (la del aceite de oliva).
La eliminación de las desigualdades dentro de Andalucía era otro de los objetivos que recogió el Estatuto. Hoy, sobre todo desde 2008, desde el fin de la burbuja inmobiliaria, esa ficción de prosperidad que nos dejó en la ruina, hemos vuelto a la situación de despoblación del medio rural de los años 50: el 75% del territorio andaluz vuelve a despoblarse.
Otra cuestión que recogía el Estatuto era la necesidad de superar la desigualdad en las relaciones entre Andalucía y el resto de los pueblos del Estado. En este sentido también hemos avanzado, pero, como en todos los demás puntos, hacia donde no queríamos. Andalucía ha acentuado en estos cuarenta años su condición de economía subalterna. El crecimiento económico ha servido aquí para reforzar las actividades sobre las que giraba nuestra dependencia económica: la agricultura, ahora intensiva, el turismo, y la minería, que fue reactivada en 2014 por el gobierno de coalición entre el PSOE e Izquierda Unida, completándose así el expolio de nuestro patrimonio natural y reforzándose el papel de Andalucía como “zona de sacrificio” sobre la que recaen los costes sociales y ecológicos para que en el Norte pueda prosperar la acumulación de capital, de riqueza y de poder.
El sistema político y sus instituciones han sido siempre cómplices, cuando no protagonistas del despojo de Andalucía. Desde la conquista castellana, que trajo para el pueblo andaluz un proceso de desposesión como el que después tuvo lugar en América Latina, hasta la actualidad, en la que Airbus puede servir como ilustración de esta colaboración entre las instituciones políticas y los intereses económicos dominantes. Ante el cierre del establecimiento de esta multinacional en Puerto Real, por el que quedarán sin empleo 400 personas que trabajan en la factoría más otras 1.500 que lo hacen en las empresas auxiliares, el Estado -Ministerio de Industria- y los sindicatos CCOO y UGT muy pronto se pusieron del lado de la empresa para ayudarle a enterrar la planta de Puerto Real, presentando una propuesta desde Madrid, a espaldas de los trabajadores y trabajadoras de la zona, a la que la empresa se sumó enseguida y que aceptaba el cierre prometiendo el establecimiento con dinero público de un futuro centro aeronáutico cuya creación queda supeditada a la llegada de ayudas europeas. También el papel de la Junta de Andalucía es aquí ilustrativo: el de convidado de piedra que no tiene capacidad para entender de un asunto tan grave y tan importante para la vida de tantas y tantos andaluces.
En Andalucía, cuatro décadas después de aquel 4 de diciembre, se sigue utilizando su condición de economía subalterna, de realidad sometida e inferiorizada para extremar las condiciones de explotación. Desgraciadamente lo hemos vuelto a ver ahora en el conflicto del metal en Cádiz; un conflicto que, como antes decíamos, viene de lejos. Las degradadas condiciones de empleo de la industria auxiliar del metal tienen mucho que ver con la situación social y con las condiciones del mercado de trabajo en el resto de la economía gaditana y en el conjunto de Andalucía. Cádiz ha compartido siempre, con frecuencia en grado extremo, la condición andaluza de ser una sociedad instalada en la pobreza, en la precariedad y en la miseria desde hace siglos. Cádiz comparte con el resto de Andalucía, entre otras muchas cosas, su principal dedicación: la de ser los camareros y las camareras de Europa por 6 euros la hora. Cádiz, como el resto de Andalucía, ha soportado continuamente los costes de su situación estructural como “zona de sacrificio” dentro del Estado y ahora también dentro de la Unión Europea. Recordemos que fueron grupos empresariales foráneos los que llegaron a su capital o a otros municipios o comarcas como el Campo de Gibraltar en los años 60 buscando precisamente aprovechar esas condiciones -que a su vez contribuyeron a profundizar- de economía dependiente y marginada que caracterizan a Andalucía.
Por eso, para interpretar lo que está pasando en Cádiz es imprescindible que pongamos en primer plano nuestra condición de andaluces y andaluzas. Porque es esa condición de andaluces la que explica el trato que recibimos y el sitio que ocupamos como trabajadores. Los males, los dolores de Cádiz son también los dolores de Andalucía. Aquí la cuestión social y la cuestión andaluza son dos caras de la misma moneda. Blas Infante ya lo tuvo meridianamente claro: “No se trata solo de satisfacer una aspiración proletaria. Se trata de satisfacer también las ansias de redención de un pueblo secularmente oprimido”.
Esta mirada la tenemos que incorporar si queremos encontrar una salida; cuando nos preguntamos qué hacemos. Aunque en una realidad como la nuestra antes de contestar el qué hacemos hay que estar en condiciones de responder colectivamente una pregunta previa: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? Seguimos necesitando como algo prioritario aquello que dijo Blas Infante en 1918: “Ha llegado la hora de que Andalucía despierte y se levante”. Como despertó el 4 de diciembre de 1977. Seguimos necesitando reactivar nuestra conciencia como pueblo, nuestra identidad política. De modo que el despertar de esa conciencia es hoy políticamente la tarea prioritaria para poder crear las condiciones que permitan transitar hacia una Andalucía en la que los recursos andaluces se orienten a que los habitantes de Andalucía puedan tener una vida digna. Para que nuestro patrimonio natural y social se dediquen a la satisfacción de las necesidades de su población a través de formas cooperativas, comunitarias y autoorganizadas de trabajo que hagan retroceder ese trabajo asalariado, dependiente y servil cada vez más escaso, precarizado y fuera de nuestro control. Hablamos de una transición hacia una economía para el cuidado de la vida, como nos propone el ecofeminismo, y no para engordar la acumulación de capital; de una economía que solo cabe construir desde abajo, fortaleciendo los movimientos sociales, el tejido social y la capacidad de organizarnos como pueblo para ir haciendo posible coger las riendas de los procesos de toma de decisiones sobre las cuestiones que nos incumben, cada vez más lejos de nuestra tierra.
[i] Juan Antonio Lacomba, “Las etapas de la reconstrucción historiográfica de la historia de Andalucía. Una aproximación”. Revista de Estudios Regionales nº 56. Año 2000.
[ii] Eduardo Bericat, “Cultura productiva y desarrollo endógeno, el caso andaluz”, Revista de Estudios Regionales, nº 24. Año 1989.