Calles para no callar

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Mientras fui niño, mi casa estuvo en la calle General Sanjurjo. Era el domicilio de mis padres, el que ponía en su DNI y donde llegaban las cartas. Nosotros jugábamos a las canicas y al trompo en su empedrado, mientras las vecinas esparcían con la mano el agua de una cubeta para sacar las sillas al fresco. Todo parecía inocente hasta que, recién estrenada la democracia, cambiaron el rótulo de la calle por su nombre de siempre que nadie conocía ni recordaba. La inocencia y la ignorancia hacen mucho daño cuando son uña y carne. La mejor garantía para el tirano, infinitamente más poderosa que la espada, consiste en acostumbrar al pueblo a ser inocente por ignorante, feliz por sumiso, hasta que se le oxide la memoria y la rebeldía. Pero yo era demasiado niño y, como decía Rousseau, la única costumbre que hay que enseñar a los niños es que no se sometan a ninguna. Así que pregunté a mis padres por qué le habían quitado su calle al General para llamarla Arco. Y callaron. Esa misma tarde, fui a casa de mis abuelos paternos y les hice la misma pregunta. Los dos callaron. Y después bajé al barrio del olivar para preguntárselo a mis abuelos maternos. Mi abuela también calló, pero a regañadientes, como si tuviera un herpes en la lengua y no quisiera escupir para no contagiarme. Mi abuelo, no. Sabía que era mucho más infeccioso el silencio que la verdad y me la confesó en la cara: “Sanjurjo fue un golpista”.

La calle de mis padres siempre se llamó Arco. Ya aparecía con ese nombre en el catastro de Ensenada, sin duda, porque fue una de las puertas de la medina de Almodóvar del Río, quedando la morería justo debajo, ya en extramuros. El arco desapareció de la calle, pero no de su nombre que conservó la memoria de lo que había sido durante siglos. Justo la que eliminó de cuajo, sin expedientes administrativos, ni respeto alguno por la costumbre ni por la historia de mi pueblo, el régimen franquista para ponerle el nombre de uno de los suyos. Nadie se atrevió entonces a levantar la voz, porque eran calles para callar y la palabra se pagaba con la vida. Tenía razón mi abuelo: Sanjurjo fue un golpista por partida doble. Traicionó por dos veces al gobierno republicano que le encargó abortar el falso levantamiento en Tablada, imputado a la candidatura de Ramón Franco y Blas Infante a las cortes generales de 1931. La primera vez, replicando la misma distribución de fuerzas militares por Sevilla en el esperpéntico golpe de Estado del 10 de agosto de 1932 contra el gobierno de Azaña. Y la segunda, en la sanguinaria ocupación perpetrada por Queipo de Llano en 1936. Tras la “Sanjurjada”, fue expulsado del ejército y condenado a muerte. Salvó la vida gracias a que la pena se conmutó por cadena perpetua y después por el indulto de Lerroux en 1934. Pero no se salvó de la sífilis, ni de la muerte en un accidente aéreo, el 20 de julio de 1936 en Estoril, siendo jefe de la Junta golpista y el futuro dictador.

Cuando supe quien fue Sanjurjo, agradecí de por vida a quienes borraron su nombre de mi calle para hacer justicia con las víctimas de la guerra y la dictadura. Empezando por las mías. Sanjurjo fue determinante en las muertes de mi bisabuelo y de mi tío abuelo, en el encarcelamiento de mi abuelo, en la vida miserable de mi abuela y de mi familia, y en la desaparición de mi otro tío abuelo, fundador del Ateneo Popular y último alcalde republicano de mi pueblo. Como en otros muchos lugares, estas decisiones se adoptaron incluso por Ayuntamientos anteriores a las primeras corporaciones democráticas o por partidos como la UCD. Tenían claro que no estaban restaurando la legalidad republicana, sino estableciendo las bases democráticas para un nuevo modelo de convivencia constitucional, y que para ello debían eliminar todo rastro del régimen franquista. Y lo hicieron partidos de centro que jamás habrían pactado entonces con la extrema derecha heredera de la dictadura. Todo lo contrario de lo que está ocurriendo ahora.

Por eso es inadmisible que, por primera vez en democracia, un gobierno municipal haya tomado la decisión de eliminar nombres acordados en pleno, cumpliendo lo establecido por Naciones Unidas, el Parlamento Europeo y las Leyes de Memoria Democrática estatal y de Andalucía (esta última aprobada sin los votos en contra de PP y Cs), para restablecer los nombres de personas con acreditada e incuestionable filiación fascista. Invocar la costumbre y que sólo se dejarán sus apellidos o apelativos, es tan absurdo como decir que quitando los nombres propios de Adolf, Benito o Francisco dejarán de ser fascistas las calles que se llamen Hitler, Mussolini o Franco. A eso se le llama fraude de ley. Ni la Alemania de Merkel ni la Italia de Salvini se atreverían a hacerlo. Como tampoco a nadie en la España de la UCD de Suárez, ni de la Alianza Popular del mismísimo Fraga, se le habría pasado por la cabeza quitar una Avenida dedicada a los Derechos Humanos, para llamarla con el nombre de una persona con probada vinculación con el régimen que los vulneró sistemáticamente.

Este atentado sin compasión contra la memoria de las víctimas de la dictadura, contra la legalidad constitucional y los derechos humanos, lo está perpetrando la triple alianza de las derechas en el Ayuntamiento de Córdoba, después de 40 años de democracia. No existen precedentes en España ni en Europa, ni siquiera en los gobernados por la ultraderecha, como tampoco razón legal ni ética que lo sostenga más allá de una aversión visceral e irracional contra la anterior corporación. La política de la tierra quemada y, sobre todo, la sumisión a un pacto con los nostálgicos de la extrema derecha que utilizan los mecanismos de la democracia para destruirla, con la complicidad vergonzante de PP y C´s, una ignominia que quedará para la historia. Porque no es inocente ni ignorante, sino culpable y premeditada. El precio del poder a toda costa y por encima de todo.

No debiera sorprendernos que PP y C´s se pasaran los últimos cuatro años frivolizando contra el acuerdo de eliminar los reductos del callejero franquista, mientras esperaban un entierro digno más de 4000 cadáveres de las fosas comunes de nuestros cementerios, para ser la primera decisión que adoptan nada más llegar al poder. Los trámites para el cambio de nombre durante la anterior legislatura, ejecutados con una lentitud desesperante, se llevaron a cabo con rigor histórico cumpliendo el acuerdo plenario y las leyes de memoria estatal y andaluza. En consecuencia, fue una decisión seria, científica, legal y legítima. Su finalidad nunca fue devolvernos al pasado, sino cumplir escrupulosamente con el orden constitucional vigente. Por el contrario, la decisión de las tres derechas sí que implica revertir al orden franquista, retrotraernos a los tiempos del NODO e incumplir la legalidad.

Su memoria es otra. La misma memoria que explica la presencia del presidente del PP de la ciudad de Melilla en el entierro de Sanjurjo, después de que sus restos fueran exhumados del Monumento a los caídos de Pamplona por acuerdo plenario de su Ayuntamiento, ratificado por la autoridad judicial. La misma memoria del Nuncio Vaticano entrometiéndose en la exhumación del dictador franquista acordada por el Congreso de los Diputados, mientras esperamos que pida perdón por haber llevado al dictador durante toda su vida bajo palio. Esta memoria no es constitucional. Porque debe quedar claro que una ilegalidad de esta trascendencia simbólica, devolviéndonos a las tinieblas de la dictadura fascista, no se purga porque se haya acordado por mayoría cuando lo que se está vulnerando es el propio Estado de Derecho, la única tradición respetable en democracia. Y los que creemos en él, no nos vamos a callar como tuvieron que hacer muchas de nuestras abuelas y abuelos, de nuestros padres y madres. La calle donde jugué media vida se sigue llamando Arco. Y la Córdoba democrática y constitucional, por respeto a la memoria de las víctimas del genocidio franquista, merece que sus calles se llamen Foro Romano, Avenida del Flamenco, y de los Derechos Humanos.