Canciones para después de una guerra

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Fotograma de "Canciones para después de una guerra", de Basilio Martín Patino.

El estado de alarma que sanciona el confinamiento general me produce una sensación de retorno a la vieja España de mi infancia y mi juventud. La amenaza del coronavirus es construida por los medios de comunicación como un espectáculo audiovisual total. Así se genera un clima emocional estimulado por los temores colectivos, que es vivido en un estado de masificación mediática intensa, que procesa las informaciones diarias en términos de saldo entre altas y bajas. Cada uno se siente aliviado cada día al constatar que no se encuentra entre los penalizados por el contagio, en espera de repetir la suerte al día siguiente.

En una situación así se refuerza el comportamiento de masa, caracterizado por la existencia de un clima emocional desbocado. En este contexto, la totalidad social se superpone a cada átomo individual de un modo contundente. La población atemorizada expulsa sus miedos, proyectándolos en los considerados como salvadores (la policía y los sanitarios principalmente) y también en los incumplidores, que son objeto de una escalada punitiva que los constituye simbólicamente en portadores de los peligros. Vemos a diario situaciones antológicas.

En una situación así, parece inevitable que mi infancia y mi juventud hayan reflotado. Se avivan los recuerdos de episodios terribles de aquellos años. Los ejercicios espirituales, en los que eramos encerrados unos días y sometidos a una intervención religiosa basada en una suerte de terapia dura de shock. Recuerdo haber sido expulsado del colegio por escaparme una tarde de semejante tortura, o ser amonestado policialmente por reírme en una procesión de Semana Santa. También ser tachados de agentes extranjeros por promover huelgas en la Universidad. El tono de las comunicaciones de la radio y la televisión únicas, estaba caracterizado por una solemnidad mayúscula, cuya función era poner a cada uno en su sitio, que siempre era la posición de firme.

Sin embargo, la gran mayoría de los que me rodeaban vivían sus vidas encajadas en el molde de la versión tardofranquista de la servidumbre voluntaria. Así, los críticos quedábamos eficazmente aislados. Quizá podamos definir la dictadura franquista como un orden social dominado por el estado perpetuo de autocensura, así como sus efectos mutiladores sobre las personas. Esta cultura de interiorización de la obediencia adquiere un esplendor tal que afectó también a las gentes de izquierdas entre los que viví esos años. Expresar dudas se entendía como un signo inequívoco de traición y una acción que favorecía al enemigo.

En estos días de inamovilidad forzada me encuentro de nuevo en un orden social rígido y pétreo. De nuevo me siento constreñido por lo que intuyo como un retorno a la unanimidad y la adhesión. Cada día que pasemos se solidifica más un nosotros amenazador. La escalada contra los considerados desobedientes de palabra y de obra es alarmante. Las instituciones más jerárquicas y autoritarias reafirman la plenitud de su poder sancionador. Como todavía retengo un alto grado de intuición, puedo percibir las conminaciones sin matices de los atemorizados súbditos, que transfieren a las instituciones la autoridad, en plena sintonía con los medios de comunicación poblados de expertos, que viven los días gloriosos de las

La señal que más me inquieta es la ausencia de resistencia de muchas personas críticas, que comienzan a compartir silencios para protegerse del clima coercitivo imperante, en el que el Estado español clausura las diferencias y desarrolla presiones a la unanimidad y la conformidad.

En particular, me inquieta la presentación mediática de la policía y el ejército en las calles. Las televisiones transmitiendo la llegada de paracaidistas y otros artilugios militares en pueblos y ciudades donde se despliegan ante las cámaras sin ejercer función alguna. También las actuaciones de la policía y el rigor creciente de los requisitos para poder comprar alimentos o fármacos. El tono de los comentaristas profesionales de la televisión pidiendo castigos ejemplares por pequeñas desviaciones.

En una situación de autoaislamiento de esta naturaleza, ayer ví la película de Basilio Patiño de grato recuerdo “Canciones para después de una guerra”. Es una película tan inteligente y sugerente, que me produce una sensación de alivio, en tanto que descifra esos primeros años de fundación del franquismo, con una perspicacia encomiable.

En esta película, que recomiendo, me impresiona mucho la capacidad del régimen franquista de congregar grandes multitudes en todas sus etapas. No puedo olvidar la fecha del 1 de octubre de 1975, fecha en la que en las capitales de provincia se congregaron multitudes tras el fusilamiento de varios militantes antifranquistas el día 27 de septiembre de ese año. Ese día pude constatar la solidez de la adhesión de grandes contingentes de gentes. Esa masa se transformó dos años después en infantería electoral de los nuevos partidos. Ahora regresa en formato mediático en sumatorio de encerrados y asustados en busca de un salvador. Después de esta crisis nada será igual.