En la narrativa oficial de la Transición española una palabra sentenció gran parte de su carácter idílico, “consenso”. El consenso se presentó como la estrategia para armonizar, en una situación histórica que parecía muy delicada, a las partes e intereses en conflicto (élites procedentes del régimen franquista y fuerzas democráticas y emergentes). Pero es ahora, más que nunca si cabe, cuando más desnudas se exhiben las consecuencias democráticas de esa moral del “consenso”, un constructo hegemónico que ha servido como mordaza de la política entendida como gestión y disputa de los antagonismos entre los desiguales. La política neoliberal que se sustenta en ese consenso es, en realidad, gobernanza y la describe de este modo Wendy Brown «La gobernanza como administración sustituye a la política en el neoliberalismo, define los problemas de modo técnico e implementa soluciones prácticas. La gobernanza reemplaza las preocupaciones liberales por la democracia y la justicia con formulaciones técnicas de problemas, las preguntas sobre derechos con preguntas sobre eficiencia, incluso las preguntas sobre legalidad con aquellas sobre eficacia… el énfasis mercantil en `lo que funciona´ elimina de la discusión dimensiones con inflexiones políticas, éticas o normativas de otro tipo«[1]
Por ello y en contraste con el relato del consenso conviene recuperar el imaginario de la política como desacuerdo, como disenso. El desacuerdo asegura la irrupción de la política concebida como el conflicto que despoja de su naturalidad a un orden y a un régimen de distribución de posiciones sociales y riquezas.
Jacques Rancière (Argel, 1940) es un importante filósofo francés, profesor en la Universidad de Saint-Denis (París VIII), que comenzó su andadura intelectual colaborando con Louis Althusser en Para leer El capital. En su libro El desacuerdo reflexiona en torno al nacimiento de la política refiriendo el relato hecho por el historiador romano Tito Livio sobre la secesión de los plebeyos en el monte Aventino. Muchos patricios se negaban a hablar con los plebeyos, precisamente por eso, porque les negaban el derecho a hablar. Como la rebelión se alargaba, el Senado envió a Menenio Agripa a hablar con ellos. Menenio les dijo que debían entender la diferencia fundamental que había entre patricios y plebeyos y que era eso lo que hacía posible que la sociedad se mantuviese unida. Debían entender que debían obedecer. Pero los plebeyos tomaron nota del hecho de que Menenio les hacía capaces de entender lo que les decía y entonces hablaron, tomaron la palabra, se hicieron «hombres» y firmaron un tratado. «Frente a ello, ¿qué hacen los plebeyos reunidos en el Aventino? No se atrincheran a la manera de los esclavos de los escitas. Hacen lo que era impensable para éstos: instituyen otro orden, otra división de lo sensible al constituirse no como guerreros iguales a otros guerreros sino como seres parlantes que comparten las mismas propiedades que aquellos que se las niegan. Ejecutan así una serie de actos verbales que imitan los de los patricios: pronuncian imprecaciones y apoteosis; delegan en uno de ellos la consulta a sus oráculos; se dan representantes tras rebautizarlos. En síntesis, se conducen como seres con nombre. Se descubren, en la modalidad de la transgresión, como seres parlantes, dotados de una palabra que no expresa meramente la necesidad, el sufrimiento y el furor, sino que manifiesta la inteligencia. Escriben, dice Ballanche, «un nombre en el cielo»: un lugar en un orden simbólico de la comunidad de los seres parlantes…”. Y según los historiadores, cierto tipo de relación entre ricos y pobres cambió para siempre en Roma.
En la esencia de cualquier régimen de dominación está el no reconocimiento de los dominados como “seres parlantes”, capaces… en definitiva, como sujetos políticos. Puede haber gobernanza y administración de las cosas, pero lo político sólo se instaura allí donde quienes hasta ese momento eran considerados, en el mejor de los casos, como objeto de prestaciones, de protección o de administración (mujeres, niños, catalanes, homosexuales, inmigrantes, lumpenproletarios…) se hacen contar como “seres parlantes”, con capacidad, con palabras propias con que nombrar su lugar inferior e invisibilizado en el conjunto social. Son estos oprimidos “parlantes” los que a lo largo de la historia han politizado un orden natural de dominación, mostrando así cómo en su interior había distintos mundos alojados y contradictorios. Toda dominación se legitima porque se presenta como un orden natural, normalizado. En palabras del sociólogo Pierre Bordieu: «El dominante es aquel que tiene los medios para imponerle al dominado la idea de que lo perciba como él pide ser percibido«. La política como desacuerdo o disenso no es para Ranciére la confrontación de opiniones o intereses, sino la irrupción hablante de un sujeto al que no se le reconoce capacidad ey que ahora impone una nueva visibilidad de las fracturas y antagonismos sociales.
Es por ello que la democracia, la política y las normas jurídicas no constituyen y legalizan a los sujetos políticos. Por el contrario, es la subjetivación política, el sentirse capaz y el ejercicio del derecho a decidir el que hace posible la política e instituye la democracia, interrumpiendo así temporalmente las reglas de la dominación y “la ley oligárquica”. Como en la canción de Silvio Rodríguez, “el sueño se hace a mano y sin permiso”.
¿Y cómo se constituye un sujeto político? Ranciére dice que toda subjetivación es una desidentificación, un deconstruir la sedimentación de imágenes de uno producidas desde afuera e internalizadas en / por el proceso de dominación. Des-identificación como des-vasallaje, como des-heredarse de un legado transmitido desde afuera, extraño y alienado. La desidentificación como desclasificación que busca no sólo definir quién es uno, sino qué relación mantiene con los otros.
El objeto de la política nunca será el consenso, sino el desacuerdo que nace de sentirse capaz de enunciación (igualdad de las inteligencias) para discutir las posiciones sociales naturalizadas (unos arriba y otros abajo, unos que poseen el “saber” y otros desprovistos de él). Los grupos sociales, las clases, las naciones “no preexisten”, se constituyen e instituyen la política cuando se declaran como “seres parlantes”, con derecho a decidir. Es así que la democracia, entonces, nace y se despliega en el reconocimiento de la capacidad de cualquiera.
En el régimen político español, clorofomizado por los efluvios del “consenso” y el constitucionalismo como taxidermia, la cívica, democrática, pacífica, masiva y radical movilización soberanista en Cataluña ha supuesto un acontecimiento para el regreso de la política como disenso y de ahí la conmoción en la tectónica juridico-institucional que ha producido en el régimen del 78. Una perturbación sistémica análoga en su naturaleza a la que movilizó el 4 de diciembre andaluz en el diseño de la política postfranquista. La sustancia profunda de la confrontación institucional entre España y Cataluña no es un conflicto, en lo esencial, entre dos nacionalismos, sino entre un régimen de naturalización de un nacionalismo único y excluyente (el español) y una subjetivación política (el sobernismo democrático catalán) que se declara con derecho a hablar y a decidir sobre su emancipación de tutelas y soberanías impuestas.
Andalucía fue cortocircuitada en ese sentido. Si en algún momento se declaró como una sociedad de “seres parlantes” (4D), como un sujeto político, la imposición de una identificación dominante con el imaginario propuesto y decretado por otros la mantiene “constitucionalmente” despolitizada y permite que lo más regresivo, cultural e ideológicamente, avance y hegemonice instituciones y mentalidades. La tarea intelectual, cultural, política de Andalucía es, por tanto, retomar el trabajo de desidentificación con lo que han hecho de ella, deconstruirse, reconocerse y constituirse, en ese acto de negación, como sujeto democrático, “parlante”, capaz, que impugna la naturalidad del lugar que le ha sido asignado, un proceso consistente no tanto, en palabras de Foucault, “en descubrir sino en rehusar lo que somos” (lo que han hecho de nosotros). Reconocerse como sujetos políticos (Andalucía, Cataluña, Euskadi…), una especie de irrupción democrática de pueblos “sin-papeles”, instaurará la política y la democracia. Hasta entonces lo que hay es gobernanza (neoliberal), administración de las cosas, un sólo y oligárquico ser parlante y la narrativa del consenso como expresión del régimen de dominación de las élites.
[1] El pueblo sin atributos. Wendy Brown