La Isla Del Tesoro. (1883).
Robert Louis Stevenson.
(Edimburgo, 13 de noviembre de 1850 – Samoa, 3 de diciembre de 1894)
Robert Louis Stevenson, si no es el mejor escritor de aventuras de la historia de la literatura, sin duda es el mejor padrastro de mundo, capaz de regalar tan bella obra creada a partir de una isla de acuarela pintada por su hijastro de 12 años. Stevenson, maestro en la elección de palabras, minucioso alfarero de personajes, exquisito tejedor de historias, fue capaz de fabricar La Novela de Aventuras a partir de un juego de verano, ciñéndose a las premisas y elecciones que su familia le imponía sobre personajes y trama. Cada mañana escribía un capítulo de final sugestivo y abierto, que mientras leía en voz alta, a partir de aquel mismo momento, dibujaría para los presentes y para todas nosotras, el imaginario colectivo del mundo de los piratas en forma de sanguinarios ladrones de mar, que portan loros parlanchines en sus hombros, que navegan por el Caribe en goletas con calaveras por insignias y en busca de tesoros marcados con una X en mapas secretos, que beben ron sin parar y riñen y bailan despreocupados a pesar de que a alguno le falte una pierna, un ojo o una mano.
«Jamás en la vida he visto a hombres menos preocupados por el día de mañana; vivir al día es la única expresión capaz de describir su forma de actuar…» (…)
«Quince hombres sobre el baúl del muerto…
¡Yujujú, y una botella de ron!
Belcebú y la bebida acabaron con su vida…
¡Yujujú, y una botella de ron!»
(…) «Cuánta sangre y cuánto dolor, cuántas buenas naves hundidas en el fondo del mar, cuántos hombres valientes caminando por la tabla con los ojos vendados, cuántos cañonazos…» Cuánta intriga, misterio, aventura, sorpresa y emoción en cada página, acción y diálogo.
Una aventura narrada por Jim Hawkins un adolescente que ayuda a sus padres a regentar la aburrida posada del Almirante Benbow, hasta que se aloja en ella un viejo marinero, Billy Bones, que atraerá al lugar a antiguos miembros de la tripulación del temible pirata Capitán Flint, que harán posible que Jim viva la aventura más impresionante que cualquier joven pueda desear.
Un viaje iniciático para el protagonista y el lector, un «rito de paso» vivencial y literario, una vez muerto el padre, volar en busca de un tesoro… una atractiva vocación juvenil por la aventura, ahora en comunión con la vocación transgresora de los «caballeros de fortuna» (piratas), reflejada en sus deseos de libertad, placer y en su rechazo a naciones, ejércitos y leyes.
Stevenson nos muestra dos mundos aparentemente antagónicos, alejados por los modales, posición y reconocimiento social. Por una parte la nobleza británica de rango inferior, los dignatarios rurales y ricos terratenientes -como el caballero Trelawney-, y por otra parte la piratería británica también de rango inferior, marineros truhanes y seductores piratas en excedencia -como «El cocinero de abordo»-. Dos mundos con distintas leyes pero unidos por la ambigüedad moral de la búsqueda del propio beneficio y la ambición: la del noble por obtener un botín robado por otro, y la del pirata por recuperar un botín que le permita dignificarse.
«Matón y listo. Pero fíjate bien: yo soy una buena persona, como quien dice, un caballero (…) Lo primero es la obligación, compadre. Mi voto es este: muerte. Cuando esté en el Parlamento y vaya en carroza, no quiero ver a ninguno de esos leguleyos de mar aparecer por mi puerta sin avisar, como el demonio en la iglesia.» Pareciera que el autor se preguntara tanto por el origen de las fortunas de los Parlamentarios británicos como por el pasado de los mismos.
¿Literatura juvenil… apta para adultos?, ¿Clásico de la literatura… apta para jóvenes? En definitiva, no parecería una paradoja incongruente «obligar» a los adultos a regalar a los niños y niñas de 11 o 12 años alguna maravillosa edición de la novela; invitándoles a ser libres leyendo esta maravillosa obra de Tusitala (el contador de historias) como llamaban a Stevenson en su retiro samoano.
Como dijo Borges: «Leer la Isla del Tesoro es una de las formas de la felicidad».
Autoría: Miguel Rodríguez. Biblioteca Social El Adoquín, Cádiz.