El “caso Cifuentes”, ¿una gota en el océano?

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El rector de la Universidad de Sevilla, Miguel Ángel Castro, en unas declaraciones, ha afirmado que «el caso Cifuentes» daña la imagen de la universidad por lo que «debe investigarse a fondo». Estoy de acuerdo, pero no en que el caso pueda considerarse, sin más, como «una gota en el océano», a menos que estemos hablando en una dimensión puramente estadística. Dicho de otra manera: no es solo una anécdota sino que el caso trasciende al nivel de categoría. Y apunta a dos cuestiones fundamentales que la gran mayoría de nuestras universidades parecen no estar dispuestas a poner sobre la mesa: las relaciones entre las autoridades universitarias y las instituciones de poder (político, económico, social, e incluso militar y religioso) y los procedimientos de investigación interna universitaria de denuncias sobre abusos, irregularidades o incluso presuntos delitos.

Sobre lo primero, habría que decir muchas cosas: puertas giratorias entre cargos de rector y consejerías o altos tribunales por designación política, «cátedras» (?) de empresas y hasta militares, estrecha colaboración con entidades muy ideologizadas y connotadas socialmente, presencia innecesaria de rectores en actos sociales y políticos que no debieran incumbirles al menos institucionalmente… Un conjunto de actuaciones, con frecuencia naturalizadas, que hipotecan gravemente la independencia de las universidades y su capacidad crítica, dañando su credibilidad y el alcance de sus funciones. 

Sobre lo segundo, cualquiera que conozca por dentro la universidad (y yo he pasado en ella 50 años como profesor, más los que previamente estuve de estudiante) sabe de la persistencia de prácticas de poder que están lejos de ser erradicadas y de lo difícil que es conseguir que existan sanciones incluso cuando se demuestran flagrantes irregularidades. Eso sí, existen numerosas comisiones, que a veces más que cauces funcionan como parapetos de quienes se consideran Napoleón o Josefina porque tienen poder aunque sea sobre una loseta (sobre un grupo de estudiantes, sobre unos cuantos profesores precarios, o por tener una silla en algún órgano de gobierno o comisión…)
Sería cerrar en falso lo que el caso Cifuentes ha destapado si todo se considerara resuelto con la dimisión de esta profesional de la política (a la que se regaló un título de master en pago de las subvenciones de su gobierno a la universidad creada por su partido o a algunos de sus departamentos), y si dentro de la universidad fueran sacrificados algunos (pocos) funcionarios y profesores (me temo que casi todos estos precarios). Considero que es obligado un debate sobre las funciones, hoy, de la universidad, sobre sus relaciones con los poderes que gobiernan de hecho nuestras sociedades (políticos, económicos, etc.) y sobre los mecanismos de su vida interna. Y preguntarnos el por qué tantos rectores no están precisamente entre los docentes-investigadores más destacados de sus universidades (aunque pueda haber algunas, pocas, excepciones) y no sean precisamente lo que se entiende como intelectuales. ¿O es que serlo es incompatible con la capacidad de gestión?

Y, a nivel más local, yo le haría también una pregunta a Miguel Ángel Castro: ¿de verdad cree que se prestigia a la Universidad de Sevilla otorgando su Premio de Cultura a Curro Romero? ¿Qué concepto de Cultura han utilizado los miembros designados para el jurado, en el que estaban incluidos, ¿en base a qué?, el Delegado del Gobierno en Andalucía (!), supongo que para contentar al PP, y la Consejera de Justicia e Interior (!), supongo que para contentar al PSOE? En su quinta edición, ¿no encontraron otro andaluz (o sevillano o ser humano) cuya aportación a la Cultura o, si quieren, al mucho más restringido ámbito de las Artes, fuera superior al del torero de Camas? Pregunto esto sin entrar ahora en el tema de si la tauromaquia forma parte de las Artes, algo más que cuestionable. Ya sabemos de la afición taurina de este rector, pero una cosa son, o deberían ser, las aficiones o pasiones personales que cada uno podamos tener y otra muy distinta nuestra actuación institucional o inherente al cargo. Al respecto, podría encargar una encuesta sobre el conjunto de nuestra comunidad universitaria. Porque me temo que corre el peligro de dejarse llevar solo por los olés de sus vecinos del palco que la Maestranza reserva, cada año, para «la Universidad».