“He pasado seis años reflexionando acerca del estado de la sociedad europea y aún no se me ocurre un solo modo en que actúen en el que no sean inhumanos, y creo que, genuinamente, este debe ser el caso en tanto sigáis aferrados a las distinciones de ‘mío’ y ‘tuyo’. Afirmo que lo que llamáis dinero es el diablo de todos los diablos; el tirano de los franceses, la fuente de todos los males, el azote de las almas y el matadero de los vivos. Creer que uno puede vivir en el país del dinero y conservar el alma es como creer que se puede conservar la propia vida en el fondo de un lago. (…) A la luz de todo esto, dime si no hacemos bien los wyandot en negarnos a tocar, incluso mirar siquiera, la plata”. En algún momento de la última década del siglo XVII, Kondiaronk, un indígena wyandot (hurón) de los Bosques Orientales de Norteamérica, critica de esta forma la obsesión por acumular dinero de los franceses, sus colonizadores, pero tampoco ahorra duras invectivas contra, por ejemplo, la presunción de su superioridad religiosa (“hay quinientas o seiscientas religiones, cada una distinta de las demás, de las que, según tú, tan solo la de los franceses es buena, sagrada o cierta”) o un sistema de justicia basado en el punitivismo (“¿qué tipo de humanos, qué tipo de criaturas tenéis que ser los europeos, que los han de obligar a hacer el bien, y que sólo se refrenan de hacer el mal por miedo al castigo?”).
Para los europeos de 1703, fecha en que el barón de Lahontan, el interlocutor de Kondiaronk, publicó los Diálogos curiosos entre el autor y un salvaje de buen criterio que ha viajado, esto era escandaloso, indigerible, imperdonable. Más de tres siglos después, no somos todavía conscientes del impacto que estas críticas indígenas tuvieron en la aparición y el desarrollo de la Ilustración europea, hasta el punto de que hoy quienes leerán este texto se parecen mucho más a los salvajes americanos en asuntos como las libertades personales, la igualdad de género, las costumbres sexuales, el gobierno popular o, incluso, en nuestras ideas sobre la psicología profunda, que a los europeos a los que las críticas iban dirigidas. No obstante, en nuestra época, al menos en la academia, pero asimismo entre la opinión popular, no resulta fácil sino, más bien, dificilísimo, aceptar este hecho. Esta es una de las tesis expuestas por el antropólogo David Graeber y el arqueólogo David Wengrow en su libro El amanecer de todo (Ariel, 2022), una obra no sólo espectacular en su erudición y brillante en su argumentación, sino, sobre todo, necesaria porque abre puertas y ventanas para que corra el aire que nos libre de los mitos que paralizan las ciencias sociales y, sobre todo, encierran nuestra imaginación política en el realismo capitalista, ya saben, esa actitud mental por la que nos resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.
La propuesta de Graeber y Wengrow va a contracorriente de lo que nos enseñan la gran mayoría de los historiadores occidentales de las ideas. A pesar de que éstos saben perfectamente que muchos ilustrados europeos (Diderot, Montesquieu, Madame de Graffigny, Rousseau, Voltaire, etc.) reconocieron explícitamente que tomaban prestadas ideas, argumentaciones y ejemplos de los pueblos indígenas del Nuevo Mundo, no consideran que lo dijeran en serio, sino que eran simples coartadas intelectuales con el fin de evitar ser condenados por publicar y difundir textos subversivos para la mentalidad y las autoridades de su época: “en efecto, si uno encuentra una argumentación puesta en boca de un ‘salvaje’ en un texto europeo que se asemeje, siquiera remotamente, a algo que se puede hallar en Cicerón o Erasmo, parece que se esté obligado a asumir que ningún ‘salvaje’ podría haberlo dicho, o que es imposible que la conversación, siquiera, haya tenido lugar”. Todo esto, en realidad, nos resulta muy cómodo a quienes nos hemos formado en el canon occidental y nos ahorra tener que aprender lo que los pueblos indígenas dijeron, durante la colonización de América, de las costumbres europeas. Así como, de paso, lo que aún tienen que decir sobre nosotros.
Merece la pena destacar que, en esta cuestión, la arrogancia blanca funciona también en ámbitos progresistas, desde donde se mira con incredulidad la posibilidad de que “los imperialistas genocidas” prestaran atención a las mismas sociedades que acabarían destruyendo. De este modo, sin embargo, estarían infantilizando nuevamente a los pueblos oprimidos al negar la influencia profunda de la crítica indígena en el proyecto político e intelectual que acabaría por desembocar en lo que hoy conocemos como “izquierda”. Afortunadamente, en los últimos años, hay una generación de autores estadounidenses, la mayoría descendientes de indígenas, que han decidido tomarse en serio a los autores europeos del siglo XVIII y, a partir de ello, tratar a sus antepasados como adultos con hondos conocimientos sobre otras formas de organización social, capaces de proponer una revolución política a sus conquistadores, a los que llegarían a ver como víctimas de una tiranía que los condenaba a la inhumanidad.
Graeber y Wengrow siguen las huellas de estos investigadores y apuntan que los misioneros franceses se sentían impresionados, y así lo afirman reiteradamente en las Relaciones jesuitas, por la capacidad retórica y la implacable lógica de las contraargumentaciones de los americanos. Y nos llaman la atención sobre un detalle importante: estos pueblos no establecían falsos dilemas entre libertad e igualdad, tan frecuentes entre pensadores europeos de tradición liberal. Así, el padre Lallemant escribe, en referencia a los wyandot: “son un pueblo libre; cada uno de ellos se considera tan importante como los demás; y sólo obedecen a sus jefes en tanto así les place”. Es decir, su concepción de la igualdad política sería consecuencia o, mejor, expresión de su libertad. No se trataría de esa idea tan familiar de “igualdad ante la ley”, es decir, igualdad ante el soberano, ante el que dicta la ley; una igualdad, en definitiva, ante el sometimiento. Son iguales, al contrario, porque son libres, ya que pueden revocar el principio de jefatura y participar en la toma en común de decisiones organizativas de sus comunidades. Son libres porque, ante normas comunitarias con las que no comulgan, siempre disponen de la libertad para desobedecerlas y marcharse a otro lugar, sin que el jefe de turno pueda obligarlos a acatarlas.
En este artículo sólo he tratado el segundo capítulo de El amanecer de todo. Quizá en posteriores entregas vuelva sobre otros temas de un libro que se me antoja inagotable de sugerencias y pistas con las que emanciparnos de mitos convertidos en dogmas de fe. Para concluir señalo una idea que va serpenteando sobre sus más de 800 páginas (incluidos centenares de notas imperdibles, una abundante bibliografía y el índice conceptual). Me refiero, en concreto, a que, para Graeber y Wengrow, a lo largo de la historia de la que quedan pruebas culturales, los humanos hemos ejercido tres libertades básicas: la libertad de movimiento (poder fugarse), la libertad de desobedecer (poder decir que no al jefe de turno), la libertad de crear nuevas formas de organización social (poder vivir en otro mundo). Las dos primeras funcionarían como condiciones o «estructuras de soporte» de la tercera, la más creativa. Repasando los registros históricos y antropológicos, se dan cuenta de que estas libertades entran en franco retroceso en el mundo moderno. No es la primera vez que ocurre, pero está ocurriendo en nuestra época y, además, a una escala global. El estado-nación soberano, invento de la Europa moderna y hoy franquicia transnacional, limita o prohíbe las dos primeras libertades básicas, de ahí que nos sea tan difícil practicar la tercera, es decir, imaginar y llevar a cabo nuevas formas de organizarnos política, económica y socialmente en común.